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Aliviada, le pasó los dedos suavemente sobre el rostro. Austin tenía los músculos de la cara perfectamente relajados y sus oscuras pestañas proyectaban sombras sobre sus mejillas. Sin el menor rastro de tristeza o amargura en los labios, parecía libre de preocupaciones. Ella le apartó un mechón de pelo que tenía sobre la frente. Su aspecto le recordaba al de un muchacho vulnerable.

Recorrió su fornido cuerpo con la mirada y estuvo a punto de soltar una carcajada: ese hombre no tenía nada de muchacho.

Su amplio pecho subía y bajaba pausadamente, atrayendo su mirada hacia el intrigante vello negro que asomaba por el cuello de la camisa. La acometió un deseo de tocarlo tan incontenible, tan tentador…

Incapaz de aguantarse, le abrió la camisa manchada de tierra y le colocó la palma de la mano en el pecho. El corazón de Austin latía contra los dedos de Elizabeth, y un escalofrío la estremeció hasta las puntas de los pies. De pronto, los ojos se le arrasaron en lágrimas.

– Dios mío, he estado a punto de fracasar de nuevo. A punto de perderte. -La funesta imagen de Austin inconsciente en el suelo le vino a la mente-. Mis visiones… Siempre he considerado que no eran más que un engorro, algo que me impedía ser como los demás. Pero esta noche doy gracias a Dios por ese don, pues me ha ayudado a encontrarte. No dejaré que nada te haga daño otra vez. Lo juro.

Mientras fuera continuaba diluviando, ella veló a Austin: le miraba dormir y le acariciaba la cara cada cuarto de hora hasta que él abría los ojos para comprobar que no hubiese perdido el sentido. Despuntaba el alba cuando ella finalmente quedó por completo convencida de que él dormía con normalidad; la fatiga la invadió y se permitió el lujo de recostarse…, sólo por un momento. El suelo de piedra estaba muy frío, de modo que se acurrucó junto a Austin para entrar en calor.

«Sólo echaré una cabezada», se dijo, pero menos de un minuto después se estaba adormilando. Un pensamiento le hizo arrugar el ceño e impidió que se entregase al sueño. Algo… algo no marchaba bien. En su visión… estaba segura de que había oído un disparo…

Pero su cerebro cansado no fue capaz de determinar la causa de su inquietud, y el agotamiento la venció.

9

Caroline descendió por las escaleras poco después del amanecer. Normalmente no se levantaba tan temprano, pero el gorjeo incesante de los pájaros junto a su ventana la había despertado y tenía demasiadas cosas en la cabeza como para volverse a dormir. Un largo y solitario paseo era justo lo que necesitaba para aclararse las ideas. En cuanto salió a la terraza camino de los jardines, oyó una voz a su espalda.

– Vaya, Caroline, qué sorpresa verte levantada tan temprano.

Caroline se mordió la lengua para reprimir una exclamación de fastidio. ¡Qué lata! Era una de las infernales hermanas Digby…, Penélope o Prudence, a juzgar por su voz chillona. Apretando los dientes, se volvió.

Cielo santo, era peor de lo que esperaba. Ahí, delante de ella, estaban las dos. Penélope la observaba forzando la vista tras unas gruesas gafas que aumentaban el tamaño de sus ojos. A Caroline le recordaba un bicho, un bicho de dientes largos, con tres docenas de tirabuzones que se encogían como resortes y un sombrerito recargado.

Prudence, de pie junto a su hermana, tenía una expresión malhumorada en su estrecha cara. Como era su costumbre, abría y cerraba la boca sin hablar, gesto desafortunado que la hacía parecer una carpa.

– Buenos días, Penélope, Prudence -saludó Caroline con una sonrisa forzada.

– ¿Vas de paseo? -preguntó Penélope, ladeando la cabeza, con lo que ahora semejaba un bicho torcido.

– Sí. -Caroline comprendió que no tenía otro remedio que invitadas a pasear con ella, pues de todas maneras ellas se invitarían solas. Esforzándose por no suspirar, les preguntó-: ¿Os gustaría acompañarme?

– Encantadas -respondió Penélope.

Prudence abrió la boca y la palabra «sí» brotó de su interior.

– Qué suerte que nos hayamos despertado temprano y podamos hacerte compañía -comentó Penélope-, ya que por lo visto estás sola.

– En efecto -farfulló Caroline-. Es justo lo que estaba pensando: «Qué suerte».

Bajaron los escalones y Caroline enfiló un sendero que conducía a la torre en ruinas. Penélope se enfrascó en una descripción insoportablemente detallada de su nuevo guardarropa mientras Prudence, por fortuna, guardaba silencio. Caroline asentía con la cabeza de vez en cuando y emitía sonidos vagos, pero por lo demás se esforzaba por creer que estaba sola.

Cuando la torre apareció ante ellas, Caroline se acordó de las numerosas ocasiones en que antaño había subido los ruinosos escalones de piedra y luego fingía ser una damisela en apuros para que William o Austin acudiesen a rescatada. A veces Robert y Miles se unían también a sus juegos, y en esas ocasiones ella tenía a su servicio a cuatro caballeros que la salvaban de la amenaza del mal.

Miles. Un suspiro escapó de sus labios. Más valía que no pensara en Miles. Él era el motivo de que ella quisiera salir a pasear a solas, para ahuyentado de su mente. Pero eso era del todo imposible, a pesar de la distracción que suponía la cháchara inacabable de Penélope. Ese hombre ocupaba todos y cada uno de sus pensamientos, y cada vez que ella se encontraba en la misma habitación que él, su corazón amenazaba con dejar de latir.

Lo quería desde que eran niños, pero había una diferencia abismal entre quererlo y estar enamorada de él. Y, sin duda alguna, lo estaba.

Eso le daba rabia, pues sabía que no podía abrigar esperanzas de que un hombre que la veía únicamente como a la hermanita de su mejor amigo llegase a fijarse en ella, pero por más que se repetía que era una tonta su corazón no la escuchaba.

El sendero salió del bosque y ante ellas vieron alzarse la torre en ruinas. Caminaron con cuidado sobre las piedras, y cuando estaban a punto de llegar a la torre se oyó un suave relincho.

Prudence abrió la boca, y la palabra «caballo» brotó de su interior.

– Sí -convino Penélope-. Ha sonado como si estuviese dentro de la torre.

– Por lo visto alguien más ha salido de paseo esta mañana -murmuró Caroline, preguntándose por qué ese alguien querría traer su montura a la torre.

– ¡Qué divertido! -exclamó Penélope-. ¡Ooooh, quizá sea tu hermano, Caroline! ¡Vamos a saludarlo!

Caroline apenas logró reprimir un quejido. Dios santo, si Austin realmente estaba dentro de la torre y ella le endilgaba a las hermanas Digby, seguro que al pobre le daría una apoplejía. Se disponía a decides algo para convencerlas de que tomasen otra dirección, pero la posibilidad de encontrarse con el duque les había dado alas. Trepaban por las rocas como experimentadas cabras monteses.

Recogiéndose la falda de un modo que habría horrorizado a su madre, Caroline corrió tras ellas, pero las hermanas alcanzaron la puerta mucho antes. Ya desde diez pasos de distancia, oyó el grito ahogado de Penélope, y Prudence debió de abrir y cerrar la boca un par de veces, pues dijo: «Dios bendito».

Apartándolas a empujones, Caroline entró por la puerta en forma de arco. Sus ojos tardaron unos segundos en adaptarse a la penumbra. Entonces, ella también soltó un grito ahogado.

Austin yacía en el suelo de piedra, abrazado a Elizabeth, que estaba acostada junto a él con la cabeza apoyada en su hombro y la mano sobre su pecho.

Cielo santo, claramente los habían descubierto en pleno encuentro amoroso. Caroline hubiera debido sentirse escandalizada, indignada, al borde del desmayo.

En cambio, la euforia se apoderó de ella. No le cabía la menor duda de que Elizabeth y Austin estaban hechos el uno para el otro y, a juzgar por el cuadro que ofrecían, ellos mismos lo habían descubierto.