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Otro relincho suave captó su atención. Caroline apartó la vista de la pareja durmiente y vio a Myst y Rosamunde en la sombra.

Retrocedió unos pasos, decidida a marcharse lo más discretamente posible, y tropezó con alguien.

– Ay -se quejó Prudence.

Por Dios, se había olvidado de las hermanas Digby.

Penélope se abrió paso a codazos y señaló:

– ¿Eso que lleva su excelencia en la cabeza es una venda? ¡Vaya, apostaría a que la advenediza de las colonias concertó este encuentro y luego le dio un porrazo a su excelencia para que pareciera que él la había deshonrado!

Murmuró algo más, que sonó sospechosamente a «¿Por qué no se me habrá ocurrido a mí?», pero la atención de Caroline estaba centrada en Austin.

– Quedaos aquí -les indicó a las hermanas, y se acercó a la pareja con toda cautela.

Sí, no había duda de que Austin tenía la cabeza vendada. Por todos los santos, ¿qué le había pasado? Evidentemente estaba herido. ¿Estaría herida Elizabeth también?

Dejando a un lado la posible situación embarazosa, se arrodilló junto a Elizabeth y la sacudió por el hombro.

– Elizabeth, despierta.

Elizabeth volvió en sí, y poco a poco fue cobrando conciencia de una voz que repetía su nombre con apremio. Entreabrió un ápice los pesados párpados. Tenía los músculos entumecidos y sentía como si unas piedras se le clavaran en la piel.

Su confusión desapareció al instante cuando se percató de dos cosas al mismo tiempo: estaba enroscada junto al cuerpo cálido de Austin y un par de ojos azules muy abiertos la contemplaban.

Sus párpados se abrieron de golpe y ella se incorporó como un rayo, apartándose el pelo enredado de la cara.

– ¡Caroline!

– Elizabeth, ¿qué ha pasado? ¿Estás bien? ¿Por qué tiene Austin la cabeza vendada?

– Se cayó del caballo.

Se oyó una risa desdeñosa en la puerta. Al volverse, Elizabeth vio a dos de las hermanas Digby -no estaba segura de cuáles- de pie bajo el arco. Una la miraba achicando los ojos; la otra, boquiabierta.

Caroline le tocó el brazo para captar su atención.

– ¿Está muy malherido?

– Se golpeó la cabeza y se hizo un corte que necesitó varios puntos. Hasta donde he sido capaz de comprobar, no tiene huesos rotos.

El rostro de Caroline palideció visiblemente.

– Dios mío. ¿Y tú? ¿Estás herida?

– No.

Elizabeth alargó el brazo y le tocó la frente a Austin. Suspiró aliviada al comprobar que no presentaba signos de fiebre.

– Se pondrá bien, ¿verdad? -preguntó Caroline con expresión de ansiedad.

– Sí. -Elizabeth le sonrió, intentando tranquilizada-. Tu hermano tiene una cabeza excepcionalmente dura.

– Y tanto. -Caroline la abrazó-. Dios mío, Elizabeth, has salvado la vida de Austin. Siempre estaré en deuda contigo. ¿Puedo ayudar de alguna manera?

– Para empezar, podrías quitar la rodilla de encima de mis dedos -dijo la voz áspera de Austin-. Lo que menos necesito ahora es que me duela otra parte del cuerpo.

Caroline dio un gritito de sorpresa e inmediatamente se apartó.

– Austin, ¿estás bien?

Lo tomó de la mano y se la llevó a la mejilla.

– Me duele casi todo, pero, por lo demás, estoy bien.

Miró a Elizabeth.

– Tienes mejor aspecto -aseguró ella con una sonrisa cariñosa.

– Me siento mejor. Gracias a ti.

Sus miradas se encontraron, y ninguno de los dos fue capaz de apartar los ojos. Elizabeth deseaba estirar la mano y tocarlo, pero controló ese impulso ya que estaban delante de Caroline y las hermanas Digby. Había algo intenso e imperioso en los ojos de Austin, pero ella no fue capaz de interpretar esa expresión. Despegó la vista de él, se puso en pie e intentó sacudirse las ramitas y la tierra del arrugado vestido.

– ¿Te encuentras en condiciones de hacer el trayecto de regreso a la casa, o voy a pedir ayuda? -preguntó Caroline.

Austin se obligó a prestarle atención a Caroline. Cuando lo hizo, tomó conciencia de repente de las implicaciones de su pregunta.

– ¿Ayuda? Cielo santo, no. -Se incorporó con un gran esfuerzo y se quedó un rato sentado, con los ojos cerrados, esperando a que se le pasara el mareo. Después de unos segundos y de varias respiraciones cortas, se sintió considerablemente me-. Comprenderás, Caroline, que no puedes traer a nadie aquí. La reputación de Elizabeth quedaría gravemente perjudicada. Ella debe regresar a la casa antes de que alguien la eche en falta o la vea tan desarreglada. Ahora mismo. Antes de que sea demasiado tarde.

Caroline se tapó la boca para emitir una tosecilla y luego hizo un gesto significativo con la cabeza en dirección a la puerta.

Austin, horrorizado, se dio la vuelta. Dos mujeres jóvenes, una semejante a un bicho con un sombrerito, y otra parecida a una carpa boquiabierta, lo observaban atónitas.

Él cerró los ojos y soltó un gruñido. Además de sus otros defectos, las hermanas Digby eran de lo más inoportunas.

Iba a casarse.

Austin, sentado en su estudio privado, vio cerrarse la puerta detrás de su madre y lady Penbroke. Ésta estaba eufórica, y las plumas bailaban alegremente alrededor de su cabeza. La reacción de su madre al oír la noticia fue un poco más reservada, pero Austin sabía que ella comprendía su responsabilidad para con Elizabeth y respetaba su decisión. Naturalmente, habría preferido que su hijo contrajese matrimonio con una joven inglesa de alcurnia, pero a Austin no le cabía la menor duda de que sabría sobrellevar la situación y haría todo cuanto estuviese en su mano para facilitar el ascenso de Elizabeth a su nueva posición social. Su madre se había puesto de acuerdo con lady Penbroke para encargarse entre las dos de los preparativos de la boda. La única petición de Austin fue que no revelasen a nadie sus planes hasta que él hablase con Elizabeth y anunciase formalmente el compromiso.

Se pasó la mano por la cara y se reclinó en el asiento. Matrimonio. Desde el instante en que vio a las hermanas Digby en la torre supo que tendría que casarse con Elizabeth; ella le había salvado la vida y, con ello, había dañado su propia reputación. Por supuesto, ambas hermanas Digby habían jurado ad náuseam que no saldría de sus labios una sola palabra sobre lo que habían visto, y Austin creía que eso no era del todo imposible. Después de todo, a esas mocosas tontorronas no les interesaba que él desapareciera del mercado de solteros codiciados…, a menos que fuera para encadenarse a una de ellas, perspectiva que le causó un estremecimiento y lo impulsó a tomar un trago de brandy. Aun así, su promesa de guardar silencio no le inspiraba mucha confianza.

Matrimonio. Lo había evitado durante años y, sin embargo, por causas que no lograba discernir, la idea no lo angustiaba demasiado. Sabía que algunos desaprobarían que eligiera a una americana para convertirla en duquesa, pero, como era sobrina de un conde, la tormenta pasaría rápidamente.

De hecho, sabía perfectamente que una vez que anunciara el compromiso, las mismas personas que ahora menospreciaban a la señorita Elizabeth Matthews, la advenediza de las colonias, intentarían ganarse el favor de la futura duquesa de Bradford. Aunque esa idea lo asqueaba, no podía reprimir la malsana satisfacción que le producía en el fondo. Nadie se atrevería a hacer un solo comentario hiriente sobre ella, so pena de incurrir en la ira del duque.

Una serie de imágenes de Elizabeth desfilaron por su mente: emergiendo de los arbustos, dando traspiés. Durmiendo bajo el gigantesco roble. Bosquejando un retrato de él. Cayéndose del caballo. Cubierta de lodo. Sonriente. Carcajeándose. Tomándole el pelo.

Una sonrisa se dibujó en sus labios. Aunque no intentaba negar que se trataba de un matrimonio de conveniencia para salvar a Elizabeth de la deshonra, intuía que la vida de casado no le resultaría aburrida.