Y, por supuesto, el matrimonio le permitiría llevársela a la cama. El pulso se le aceleraba sólo con pensarlo. La imagen de ella en el lecho, con su hermosa cabellera desparramada alrededor, alargando los brazos hacia él. Esa parte de su matrimonio sería sumamente… placentera.
Ahora lo único que faltaba era proponerle matrimonio.
Cuando Elizabeth entró en el estudio al atardecer en respuesta a su llamada, a Austin le hizo gracia la inspección visual a la que lo sometió.
– ¿Cómo te encuentras? -preguntó ella, con aire preocupado-. Deberías estar descansando.
– Estoy bien, gracias a ti.
Le sonrió y se vio recompensado por su delicado sonrojo.
– ¿Te causa alguna incomodidad esa herida? Puedo prepararte un remedio si hace falta.
Austin se acordó del repugnante mejunje que ella le había hecho beber y contuvo un escalofrío.
– Ya casi no me duele. Ese bálsamo tuyo obró maravillas.
– Me alegro. -Le escrutó el rostro con la mirada y luego se fijó en la venda que le cubría la sien-. En realidad es una suerte que yo posea una constitución robusta. De lo contrario, me habrías dado un susto de muerte. -Mirándolo de nuevo a los ojos, añadió rápidamente-: Pero ya hemos discutido sobre eso. Tengo entendido que querías hablar conmigo.
Austin titubeó, inseguro respecto a cómo debía abordar el tema. Por lo general nunca le faltaban palabras, sobre todo delante de una mujer, pero, por otro lado, nunca le había propuesto matrimonio a nadie. Se aclaró la garganta.
– Confío en que serás consciente de que, a causa de lo sucedido anoche y del hecho de que nos sorprendiesen juntos esta mañana, tu reputación está en peligro.
Ella enarcó las cejas.
– ¿Han estado chismorreando por ahí las hermanas Digby a pesar de que han prometido no hacerlo? Caroline prácticamente me ha tenido prisionera en su habitación desde que hemos regresado a la casa esta mañana, y se ha negado a hablar del asunto conmigo hasta que tú y yo mantengamos una conversación al respecto. Si se está cociendo un escándalo, debe de haber algo que podamos hacer para acallar los rumores. Después de todo, nada ocurrió entre nosotros.
– ¿Ah no? -Extendió el brazo y con la punta del dedo le acarició la nariz cubierta de pálidas pecas-. Nos besamos. -Bajó la voz hasta hablar en un ronco susurro-. Pasamos la noche juntos a solas. Nos descubrieron al uno en brazos del otro.
Las mejillas de Elizabeth se pusieron coloradas.
– Estabas herido y yo te ayudé. Eso de que pasamos la noche juntos no viene a cuento en absoluto, y, además, era inevitable. Seguro que cualquiera lo comprendería.
– Nadie lo comprendería, Elizabeth. Y menos aún tu tía.
– Madre mía, ¿ha estallado un escándalo?
– No.
– Entonces tía Joanna no…
– Ella lo sabe.
– ¿Ah sí? ¿Y tú cómo lo sabes?
– Porque se lo he dicho yo.
Elizabeth se puso en jarras y lo fulminó con la mirada.
– Por lo visto no era la indiscreción de las Digby lo que teníamos que temer. ¿Qué le has dicho exactamente?
– La verdad. Que mis heridas, junto con la tormenta, nos obligaron a pasar la noche juntos y sin vigilancia.
– ¿Se mostró muy disgustada tía Joanna?
– No cuando le hube asegurado que tú no saldrías perjudicada por ningún escándalo. En realidad, se ha mostrado bastante conforme con mi solución.
– ¿Qué solución?
– Que tú y yo nos casemos.
Elizabeth se quedó inmóvil, el asombro personificado. Lo miró fijamente durante un minuto entero, en el silencio más absoluto que él hubiese oído jamás. Con cada segundo que pasaba, el corazón de Austin latía más despacio y más fuerte, hasta que sintió que tenía el pecho a punto de estallar. Finalmente, Elizabeth carraspeó y habló.
– Debes de estar bromeando.
Esta vez fue Austin quien se quedó estupefacto. No sabía muy bien qué reacción esperaba, pero no se le había ocurrido que ella pudiese tomárselo a broma.
– Te aseguro que hablo muy en serio -dijo con sequedad-. Cuando seas mi esposa, nadie se atreverá a decir una sola palabra contra ti. Cualquier desliz que hayamos cometido antes de los esponsales se nos perdonará, considerando que íbamos a casarnos en el futuro inmediato.
Ella entrelazó las manos y comenzó a retorcerse los dedos.
– Austin, te agradezco mucho tu noble gesto, pero no creo que estas medidas tan drásticas sean necesarias.
– Estas medidas son absolutamente necesarias. Aunque tú decidieras cargar con una reputación dañada, el escándalo alcanzaría a lady Penbroke. No querrás verla relegada al ostracismo social, ¿verdad?
– ¡Por supuesto que no! Tía Joanna ha sido de lo más amable conmigo.
– ¿Y quieres corresponder a su amabilidad poniendo en peligro su posición en la alta sociedad?
Ella abrió mucho los ojos, angustiada.
– ¡No! Pero…
– Entonces el matrimonio es la única manera de protegerte y protegerla a ella -aseveró, asombrado (y, maldita sea, irritado) ante la evidente renuencia de Elizabeth a convertirse en su esposa.
Sus ojos castaños con reflejos dorados destilaban tanta preocupación que él se preguntó si le había propuesto matrimonio o cubrirla de brea y plumas. Pese a la irritación que se había adueñado de él, sintió unas leves e inesperadas ganas de reírse. No de ella, sino de él mismo y su propio engreimiento. Nunca se había imaginado que algún día tendría que convencer a una mujer para que se casara con él.
Con sólo mirarla a la cara, supo que eso era justo lo que tendría que hacer.
– Infiero de tu expresión, que no puedo calificar sino de atribulada -le dijo en un tono ligeramente burlón-, que no has tenido en cuenta los beneficios que podría conllevar el casarte conmigo.
Su orgullo se llevó otro golpe al ver la expresión confundida que asomaba al rostro de Elizabeth.
– ¿Ventajas?
– Sí, es una palabra que usamos en Inglaterra para referirnos a «cosas buenas». Por ejemplo, serías una duquesa.
Ella palideció por completo.
– ¡No quiero ser una duquesa!
Hasta ese momento, Austin habría apostado la vida a que nunca oiría semejantes palabras de boca de una mujer. Antes de que pudiese discurrir una respuesta, ella echó a andar de un lado a otro de la estancia.
– ¿No ves que soy un fracaso social y sería una duquesa pésima? -dijo ella-. La gente se reiría a mis espaldas. Soy torpe. No sé nada sobre la moda. Soy un desastre como bailarina. Y, por si no lo habías notado, mi estatura es grotesca.
Austin apretó las mandíbulas.
– Nadie se reirá de la duquesa de Bradford. -«No si quieren conservar todos sus dientes», pensó-. En cuanto a lo demás, no te costará aprender lo que haga falta sobre moda y baile. Tu tía, mi madre y Caroline te enseñarán todo lo que quieras y más.
Ella se detuvo de golpe y se encaró con él, esbozando una sonrisa.
– Veo que se te da bien lo de solucionar problemas. ¿Qué solución propones para la cuestión de mi estatura?
Él se acarició la barbilla, fingiendo meditar sobre el asunto.
– A mí personalmente me gusta la altura tan accesible a la que tienes la boca, y no sé si te has fijado, pero soy más alto que tú.
Los ojos de Elizabeth se llenaron de ternura.
– Oh, Austin, es maravilloso que estés dispuesto a sacrificarte de este modo, pero no puedo permitirlo. Lo último que quisiera es causar bochorno o vergüenza a tu familia.
Austin apenas pudo contener el impulso de sacudir la cabeza con estupor. Ella no estaba pensando en sí misma…, sino en él. Y qué ironía que los rasgos que ella consideraba sus defectos -su torpeza, su escasa habilidad para bailar, su desconocimiento de la moda y su estatura- formasen parte de lo que la hacía tan refrescante, tan especial, tan fascinante. El mero hecho de que fuera capaz de rechazar una oferta de matrimonio por parte del hombre conocido como «el soltero más codiciado de Inglaterra» lo dejaba atónito.