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Y lo reafirmaba en su deseo de salirse con la suya.

En cuanto a deslucir el nombre de los Bradford, nada de lo que ella pudiera hacer sería peor que los secretos que él conocía…, secretos que podían acarrear la perdición de toda su familia.

– No quieres avergonzarme, y, sin embargo, si te niegas a aceptar mi propuesta, eso es justo lo que harás -dijo él-. Todos pensarán que soy un libertino despreciable que mancilló tu honra y que luego se negó a proponerte matrimonio. -Apartando a un lado su sentimiento de culpa por manipular el corazón sensible de Elizabeth, añadió-: Yo sería expulsado sumariamente de la sociedad, y sin duda me vería obligado a exiliarme al continente como Brummell.

– Oh, Austin, yo…

Él le tapó los labios con un dedo.

– Cásate conmigo, Elizabeth.

Para su sorpresa, se dio cuenta de que estaba conteniendo la respiración, aguardando su respuesta con ansia.

Elizabeth contempló su rostro increíblemente apuesto y serio, y se derritió por dentro. Su propuesta de matrimonio resonaba una y otra vez en su mente. «Cásate conmigo. Cásate conmigo. Cásate conmigo.»

Dios santo, ¿cómo podía rechazarlo? ¿Cómo podía cualquier mujer rechazar a ese hombre? Incluso si no tuviese en cuenta el perjuicio social que podía causarles a él y a tía Joanna, no podía negar lo que sentía por Austin. Muy a su pesar, lo amaba. Deseaba ayudarlo. Protegerlo. ¿Y si otros peligros pendían sobre él? Aunque él no fuera consciente de ello, la necesitaba.

Pero no la amaba. No debía engañarse. Simplemente estaba proponiéndole matrimonio para salvar la reputación de ella y proteger su propio honor.

La tristeza la invadió, pero al mismo tiempo una vocecita en su interior le infundió esperanzas. «Tal vez no me quiera todavía, pero si descubro alguna prueba de que William sigue vivo, o si averiguo algo sobre el francés… Si logro traerle algo de paz a Austin, quizás entonces llegue a quererme. Tanto como le quiero yo a él.»

¿Era eso posible? ¿Existía alguna posibilidad de que él se enamorase de ella? Era evidente que Austin podía elegir a cualquiera de las mujeres hermosas y refinadas que se movían en su mundo de la alta sociedad. Ella era dolorosamente consciente de que no les llegaba a la suela del zapato en nada.

Pero al proponerle matrimonio, él se mostraba claramente dispuesto a hacer un enorme sacrificio por ella. La enormidad de dicho sacrificio la dejaba sin aliento. Dios, él estaba dispuesto a pasar el resto de su vida con ella. Dudaba mucho de que le hubiese hecho esta oferta a la ligera, de modo que obviamente ella le importaba, aunque fuera sólo un poco.

¿O no?

No era una situación ideal, pero era un punto de partida. Sería una tonta si rechazara la propuesta del hombre que amaba, y lo que le faltaba a ella era refinamiento, no inteligencia. Sólo había una respuesta posible. Sin embargo, antes de que ella pudiera abrir la boca, él habló, en un tono inconfundiblemente seco.

– Debo decirte que tu prolongado silencio resulta un tanto… descorazonador. He esperado veintinueve años para pedir la mano de una mujer, Elizabeth. ¿Vas a negármela ahora?

Dios santo, parecía realmente… preocupado. Una sonrisa se dibujó en los labios de Elizabeth. Intentó reprimida, pero no lo logró del todo.

– Bueno, siempre he soñado con hacerle un desaire a un pretendiente apasionado.

Austin vio asomar sus hoyuelos, oyó su tono travieso y obligó a sus músculos tensos a relajarse. Se acercó a ella, hasta que sólo los separaron unos centímetros. Le recorrió los brazos con las manos hasta entrelazar los dedos con los de ella, luego le rozó la mejilla con los labios.

– Ya veo. ¿Y qué ocurriría si me volviese apasionado?

Aspiró la suave fragancia de lilas, y le apretó delicadamente el lóbulo de la oreja entre los dientes.

– ¡Oh! -El jadeo de placer de Elizabeth lo llenó de satisfacción masculina-. Bueno, pues en ese caso, yo…

La voz se le apagó mientras él bajaba la boca por su esbelto cuello, besándola. Ella echó la cabeza hacia atrás para facilitarle la tarea, y él le tocó con la punta de la lengua la base del cuello, donde le latía el pulso aceleradamente. Su piel era suave como la seda y sabía a flores y a luz del sol. Como ninguna otra mujer.

Austin alzó la cabeza y estudió su rostro hermoso y arrebolado. Ella tenía los ojos cerrados, los labios húmedos y entreabiertos, y respiraba entrecortadamente.

– En ese caso, ¿tú…? -la animó a proseguir.

Ella abrió despacio los párpados y lo miró directamente a los ojos. La calidez y la ternura que irradiaban sus profundos y expresivos ojos de color ámbar con destellos dorados lo sobrecogió. Rebuscó entre sus recuerdos y se dio cuenta de que nadie lo había mirado de ese modo. Su cuerpo se encendió, lleno de vitalidad.

Ella esbozó una sonrisa trémula.

– Cedería y me casaría contigo.

Lo invadió una sensación que sólo podría calificarse de alivio.

– ¿Eso es un sí?

– Sí.

Gracias a Dios. Este pensamiento lo golpeó con la fuerza de un puñetazo. Se negó a analizarlo y estrechó a Elizabeth entre sus brazos. Bajó la boca hasta fundirla con la de ella en un beso abrasador que los dejó a ambos sin aliento. Sus labios la acariciaban con ansia, mientras su lengua se deslizaba en el cálido interior de su boca. Con un suave gemido, ella se apretó contra él Y le devolvió el beso con un fervor que estuvo a punto de hacerle perder por completo el control sobre sí mismo. «Dios, no puedo esperar a que esta mujer sea mía», pensó.

Susurró el nombre de Elizabeth al tiempo que le pasaba los dedos por el sedoso pelo y devoraba su boca, sumergiendo la lengua, saboreando su dulce calor, hasta que lo embargó un dolor enloquecedor. Maldita sea, la deseaba. Ahora. Quería tenerla debajo, encima, envuelta en torno a sÍ…

– ¿Os interrumpo? -preguntó una voz alegre desde la puerta.

Austin se quedó inmóvil y reprimió una palabrota que le brotaba de lo más hondo. Maldición, Robert llevaba dos meses fuera. ¿Qué le hubiera costado a su hermano pequeño permanecer fuera dos minutos más?

Austin levantó la cabeza y contempló el rostro de Elizabeth, trastornado y colorado como un tomate. Miró sus labios, hinchados de tanto besarlo. Robert pagaría muy cara esa interrupción. Muy cara.

Elizabeth intentó liberarse de su abrazo, pero él la apretó con más fuerza.

– No pasa nada -le susurró-; sólo es mi hermano. -Rodeándole el talle firmemente con un brazo, se volvió y le echó a Robert una mirada asesina-. Veo que mientras estabas vagabundeando por el continente olvidaste lo que significa una puerta cerrada.

– En absoluto -replicó Robert, posando la vista en Elizabeth con ávida curiosidad-. De hecho, he llamado varias veces. Al parecer estabas demasiado, eh…, ocupado para oírme. Me disponía a regresar al salón cuando he oído claramente un quejido que venía del interior del estudio. Como es natural, he temido por tu seguridad, de modo que he entrado. -Le dirigió una sonrisa traviesa-. Ahora veo que no había motivo para alarmarse. -Carraspeó-. Bueno, ¿no vas a presentarme a esta preciosa joven?

Austin habría preferido meterlo de cabeza en el seto de alheñas, pero dejó que prevaleciera la cordura.

– Elizabeth, te presento a mi hermano Robert, un joven que no se caracteriza por su tacto o don de la oportunidad. Robert, ésta es la señorita Elizabeth Matthews…, mi prometida.

– Encantado de conocerla… -Robert se interrumpió súbitamente y arqueó las cejas-. ¿Has dicho «prometida»? ¿Te refieres a que es tu novia? ¿A que vais a casaros?

La rabia contenida de Austin se templó considerablemente al ver la cómica expresión de estupor de Robert.

– Tu dominio del idioma y tu capacidad de deducción siempre han sido motivo de orgullo para toda la familia, Robert.