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– ¿Las caballerizas?

– Sí. -Sus ojos centellearon-. Para aquellos que no están familiarizados con la jerga americana, significa «lugar donde se guardan los caballos». Si Diantre vive allí, su madre debe de estar buscándolo.

– ¿Me permite acompañarla? -preguntó él, divertido.

El rostro de la señorita Matthews reflejó cierta sorpresa.

– Es muy amable de su parte, señor -titubeó-, pero no es necesario. Seguro que desea quedarse aquí para disfrutar de la soledad.

Sí, sin duda eso era lo que deseaba, ¿o no? Por otro lado, la idea de quedarse a solas con sus pensamientos no le parecía demasiado atractiva.

– ¿O quizá prefiere volver a la fiesta? -añadió ella al ver que él no le contestaba.

Austin reprimió un estremecimiento.

– Puesto que me he escapado de la fiesta hace sólo un rato, todavía no me muero por regresar.

– ¿De verdad? ¿Acaso no estaba pasándolo bien?

Austin contempló la posibilidad de responderle con una mentira cortés, pero decidió no hacerlo.

– Lo cierto es que no. Detesto estas soirées.

– Cielo santo -dijo ella, boquiabierta-, pensaba que eso sólo me ocurría a mí.

Él no pudo disimular su asombro. Todas las mujeres que conocía se desvivían por los bailes.

– ¿No estaba usted disfrutando con la fiesta?

Una expresión sombría asomó a los ojos de Elizabeth, que enseguida bajó la vista.

– No, me temo que no.

Resultaba evidente que alguien había tratado con poca amabilidad a la joven, alguno de los invitados que habían acudido a ese absurdo baile. No le costaba imaginar a las bellezas de la alta sociedad cuchicheando tras sus abanicos sobre la «advenediza de las colonias».

Las normas de cortesía dictaban que volviese a la casa y ejerciese su papel de anfitrión, pero no tenía ningunas ganas de hacerlo. Sospechaba que en ese preciso momento su madre estaría mirando a su alrededor con exasperación, preguntándose dónde estaba y cuánto tiempo pretendía seguir escondido. El hecho de saber que había por lo menos dos docenas de jóvenes casaderas que su madre estaba anhelando presentarle reforzaba su decisión de mantenerse alejado de la sala de baile.

– Está claro que ambos necesitábamos algo de aire fresco -dijo con una sonrisa-. Venga. La acompañaré a las cuadras, y en el camino podrá contarme su aventura con Diantre.

Elizabeth vaciló. Si tía Joanna se enteraba de que se encontraba en el jardín a solas con un caballero, a buen seguro que le dedicaría un sermón. Sin embargo, regresar a la fiesta se le antojaba de todo punto imposible considerando el aspecto lamentable que presentaba. Además, ya había sufrido bastante esa noche. Estaba harta de ser el centro de las miradas y de las críticas por el hecho de que le gustara conversar sobre otros temas que no fueran la moda y el tiempo. Y no era culpa suya que estuviese tan mal dotada para el baile ni que fuese más alta de lo que se consideraba apropiado. No sabía si ese caballero estaba al corriente de las bromas que circulaban sobre su nacionalidad y su modo de ser, pero en todo caso era lo bastante cortés para no demostrarlo.

– Soy consciente de que no cuenta en este momento con una señora de compañía -dijo él en un tono desenfadado-, pero le doy mi palabra de que no me fugaré con usted.

Elizabeth se convenció al fin de que no había nada malo en aceptar su propuesta.

– Por supuesto -respondió-. En marcha.

Arrastrando el volante detrás de sí y con Diantre en brazos, Elizabeth echó una ojeada furtiva a su acompañante. Menos mal que ella no era proclive a exhalar suspiros soñadores y románticos, pues éste era a todas luces un hombre capaz de arrancados. Su cabello, abundante y de un negro azabache, enmarcaba un rostro extremadamente apuesto, al que las sombras proyectadas por la luz de la luna daban un aire misterioso. Tenía una mirada penetrante e intensa, y cuando la había posado en ella hacía unos instantes, los dedos de los pies se le habían contraído involuntariamente dentro de los zapatos de baile. El caballero tenía los pómulos altos, la nariz recta y afilada, y una boca firme y sensual que Elizabeth había visto curvarse con ironía y que debía de resultar temible crispada en un gesto de ira.

A decir verdad, todo en él era atractivo. Pero no tenía sentido encandilarse con ese desconocido; en cuanto se percatase de lo mal que ella se desenvolvía en sociedad sin duda la rechazaría, como habían hecho tantos otros.

– Dígame, señorita Matthews, ¿con quién ha venido a este baile?

– Con mi tía, la condesa de Penbroke.

Los ojos de él reflejaron su extrañeza.

– ¿Ah sí? comentó-. Conocí a su difunto esposo, pero ignoraba que tuviesen una sobrina americana.

– Mi madre era la hermana de tía Joanna. Se estableció en Estados Unidos cuando se casó con mi padre, un médico americano. -Lo miró de reojo-. Mi madre nació y se crió en Inglaterra, de modo que soy medio inglesa.

– Entonces -dijo él, esbozando una sonrisa-, usted sólo es advenediza a medias.

– Oh, no -se rió ella-. Me temo que sigo siendo una advenediza de pies a cabeza.

– ¿Es su primera visita a Inglaterra?

– Sí.

Habría sido inútil decirle que no se trataba de una mera visita, que nunca volvería a su ciudad natal.

– ¿Y lo está pasando bien?

Ella titubeó, pero decidió decide la verdad pura y dura.

– Me gusta su país, pero la sociedad inglesa y sus normas me parecen un poco opresivas. Crecí en una zona rural donde gozaba de mucha libertad. No es fácil adaptarse.

Austin observó su atuendo.

– Está claro que le está costando abandonar la costumbre americana de arrastrarse entre las matas con su traje de noche.

Una risita brotó de los labios de Elizabeth.

– Sí, eso parece.

Las cuadras se alzaban ante ellos. Cuando ya se hallaban muy cerca, un gato tremendamente gordo salió por la puerta, emitiendo un fuerte maullido.

El caballero se inclinó para acariciar al animal.

– Hola, George. ¿Cómo está mi chica esta noche? ¿Echas de menos a tu bebé?

Elizabeth depositó a Diantre en el suelo y el gatito saltó de inmediato sobre George.

– ¿La madre de Diantre se llama George?

Todavía agachado, Austin alzó la vista hacia ella y sonrió.

– Sí. Mi mozo de cuadra le puso el nombre. No se enteró de que era una gata hasta que la vio parir. Mortlin sabe mucho de caballos, pero me temo que sus conocimientos sobre gatos son más bien escasos.

La sonrisa de Elizabeth se desvaneció cuando reparó en las implicaciones de estas palabras.

– ¿Su mozo de cuadra? ¿Estos gatos son suyos?

Austin se enderezó lentamente, maldiciéndose para sus adentros por ser tan descuidado. Ahora este agradable paréntesis estaba a punto de terminar.

– Sí, son míos.

– Cielo santo. -Elizabeth abrió mucho los ojos-. Entonces ¿ésta es su casa?

Austin se volvió hacia la mansión que se alzaba a lo lejos. Era allí donde vivía, pero desde hacía más de un año no la consideraba su hogar.

– Sí, Bradford Hall me pertenece.

– Entonces usted debe de ser… -Se inclinó en una torpe reverencia-. Perdonadme, excelencia. No me había dado cuenta de quién erais. Debéis de pensar que soy increíblemente grosera.

Él la observó enderezarse, esperando ver cómo sus ojos se achicaban en un gesto calculador, brillaban con codicia o centelleaban con el afán de sacar el máximo provecho de su encuentro inesperado con el «soltero más cotizado de Inglaterra».

No vio nada de eso.

Por el contrario, ella pareció auténticamente consternada y ansiosa por alejarse de él.