Antes de que Elizabeth pudiera contestarle, su tía añadió:
– Tus padres estarían tan orgullosos de ti… Como yo, querida. Muy orgullosos y muy contentos. -Sus ojos asumieron una expresión soñadora y exhaló un suspiro embelesado-. Vaya, creo que esto es aún más romántico que cuando tu madre se fugó con tu padre. Estaban tan enamorados… -Miró a Elizabeth y frunció el entrecejo-. ¿Qué te ocurre, criatura? Pareces afligida.
Elizabeth parpadeó para quitarse las lágrimas que comenzaban a escocerle en los ojos.
– Estaba pensando en papá y mamá…, en lo mucho que se querían. En lo mucho que deseaban que yo tuviese un matrimonio feliz como el suyo.
– ¡Y lo tendrás! ¡Fíjate nada más en el hombre con el que te casas! ¿Cómo puedes dudar un solo instante de que serás inmensamente feliz? -Su tía la observó un momento, y Elizabeth hizo lo posible por mostrarse inmensamente feliz, pero evidentemente fracasó, pues su tía dijo-: Sí, ya veo que lo dudas. -Cerró el abanico de golpe y condujo a Elizabeth al sofá tapizado de brocado que se encontraba junto al fuego. Una vez que se sentaron, tía Joanna dijo-: Cuéntame qué es lo que te preocupa, Elizabeth.
Elizabeth miró los ojos azules e inquietos de su tía, que tanto le recordaban a los de su querida madre. No tenía el menor deseo de aguar el entusiasmo de tía Joanna, pero no podía fingir que su inminente casamiento sería un matrimonio por amor.
– Sin duda sabes, tía Joanna, que la única razón por la que el duque quiere casarse conmigo es porque cree que es su deber.
Tía Joanna soltó un carraspeo estentóreo.
– Y sin duda tú sabes que nadie puede obligar a Bradford a hacer algo que no quiera hacer.
– Es un hombre honorable y desea preservar mi reputación…
– Pamplinas. Si no le agradara la idea de casarse contigo, sencillamente se negaría a hacerla y, dada su posición, saldría bien librado de todas maneras. Está claro que no eres consciente del rango tan elevado que tiene en la sociedad…, rango que te corresponderá también cuando seas su mujer. -Le dio un apretón en la mano-. Alégrate, querida. Nunca te faltará nada.
Una gran tristeza se adueñó del corazón de Elizabeth.
– Excepto quizás el amor de mi marido.
Tía Joanna meneó un dedo enguantado en un gesto de reprensión.
– Cariño, no dudes ni por un momento de que Bradford está obsesionado por ti. De lo contrario, ni siquiera cien caballos salvajes podrían haberle arrancado una proposición de matrimonio. Una vez que un hombre está obsesionado por una mujer, se convierte en un pez que ha mordido un anzuelo.
– ¿Cómo dices?
– Has pescado el pez más grande de Inglaterra, querida. Ya se ha encaprichado de ti. Ahora sólo tienes que recoger el sedal para sacado del agua.
Elizabeth reprimió una risita ante la absurdidad de comparar a Austin con un pez.
– ¿Y eso cómo lo hago?
– Siendo la Elizabeth maravillosa y única que eres. Y captando su interés ya sabes dónde.
Su tía subió y bajó las cejas varias veces.
Cielo santo, esperaba que tía Joanna no se embarcase en una disertación sobre la anatomía de Austin.
– Hum… Me temo que no sé exactamente a qué te refieres con «ya sabes dónde».
Tía Joanna se inclinó hacia delante, obligando a Elizabeth a esquivar una pluma de pavo real.
– Me refiero a la alcoba -respondió en voz baja, y Elizabeth se relajó, aliviada-. Si mantienes a tu marido contento en la alcoba, su encapricha miento se transformará en amor. A mí me funcionó con mi querido Penbroke. Tu tío me fue fiel hasta el último día de su vida. Un marido que tiene un lecho nupcial bien caliente no se busca una querida.
Elizabeth sintió que las mejillas se le ponían al rojo vivo, pero su tía prosiguió:
– Como tu madre, que en paz descanse, no está ya entre nosotros, te aleccionaré como creo que ella hubiese querido. Dime, querida, ¿sabes de dónde vienen los niños?
Elizabeth reprimió el súbito impulso de reír, pues su tía parecía tan seria y tan decidida a cumplir con su deber…
– Tía Joanna, soy la hija de un médico y me crié entre animales. Estoy familiarizada con las funciones corporales.
– Excelente. Entonces ya sabes todo lo que hay que saber.
– ¿Ah sí?
– Sí. -Extendió el brazo y le acarició la mejilla-. Sólo tienes que acordarte de todo lo que te he dicho y todo saldrá estupendamente.
Elizabeth se quedó mirándola, intentando recordar algo de lo que su tía le había dicho.
– Y si tienes alguna otra duda -añadió tía Joanna- no vaciles en consultarme. Estaré encantada de ayudarte. -Dicho esto, se puso en pie y se echó la boa al hombro-. Vamos, querida. Es hora de ir abajo. Quiero asegurarme de tener una buena vista de lady Digby y su caballuna prole cuando Bradford anuncie vuestro compromiso. Es un poco rastrero de mi parte, lo sé, pero no ocurre cada día que tu sobrina pesque al «soltero más codiciado de Inglaterra».
Elizabeth nunca había visto tal variedad de expresiones faciales como esa tarde, durante el anuncio de su compromiso que hicieron en el salón. Caroline y tía Joanna estaban radiantes. La madre de Austin sonreía majestuosamente mientras Robert también sonreía y a la vez guiñaba los ojos. La mayoría de los demás invitados mostraba una gama de emociones que iban desde la sorpresa al pasmo, mientras que lady Digby ponía la misma cara que si se hubiese tragado un insecto. Las hermanas Digby parecían haber comido un limón agrio. Sin embargo, después de la sorpresa inicial, los invitados se arremolinaron alrededor de Elizabeth y Austin para darles la enhorabuena.
A continuación se celebró una cena de gala, en la que todos alzaron la copa para brindar por los novios. Varios comensales que tenían previsto marcharse a primera hora de la mañana cambiaron sus planes para quedarse en Bradford Hall y asistir a la precipitada boda.
Elizabeth se percató de que las hermanas Digby ya estaban dirigiendo su atención a otros caballeros disponibles. Contuvo una sonrisa cuando vio a Robert sentado entre dos de ellas, las cuales pugnaban por captar su interés con fría determinación. Robert la sorprendió mirándolo desde el otro lado de la mesa y puso los ojos en blanco. Ella tuvo que toser tapándose la boca para disimular las carcajadas.
Su alegría fue menguando, no obstante, a medida que la cena avanzaba. Se dio cuenta, con creciente incomodidad, de que todas las personas sentadas a la mesa de caoba cubierta de manjares la observaban. Algunos de los invitados eran menos descarados que otros, pero ella sintió el peso de dos docenas de miradas clavadas en ella. La evaluaban.
Si antes era objeto de su desprecio, ahora notó que hacían conjeturas sobre ella, que despertaba su curiosidad. Y aunque percibió con toda claridad el escepticismo velado tras muchas de las sonrisas, nadie pronunció una sola palabra hiriente contra ella, como Austin había predicho. De hecho, el caballero que estaba sentado a su lado, en lugar de hacer caso omiso de ella, estaba pendiente de todo lo que decía, como si sus labios desgranaran perlas brillantes. Penélope y Prudence, ninguna de las cuales se había dignado intercambiar más de una docena de palabras con ella, se empeñaban ahora en enredarla en una conversación sobre moda. Por suerte, ellas dos hablaron casi todo el tiempo.
Mientras el caballero que tenía a su vera parloteaba incesantemente sobre una reciente cacería de zorros, ella echó un vistazo a la cabecera de la mesa, donde estaba sentado Austin. Él se disponía a beber de su copa de vino cuando sus miradas se encontraron. Y ninguno de los dos la apartó.