La mano de él quedó detenida a medio camino entre la mesa y sus labios, y sus ojos permanecieron fijos en los de ella. Una oleada de calor la recorrió mientras luchaba contra el súbito impulso de abanicarse con la servilleta de lino. La mirada de Austin, la oscura intensidad que parecía penetrar hasta su alma, la ponía nerviosa. Y la excitaba de un modo que no acertaba a describir.
Haciendo un gran esfuerzo, logró prestar atención de nuevo a sus compañeros de mesa, pero siguió notando un hormigueo en la piel a causa de la mirada de Austin.
Cuando la cena finalizó, las damas se retiraron al salón para tomar café. Elizabeth no tardó en verse rodeada de media docena de mujeres parlanchinas.
– Por supuesto, debes hacernos una visita en cuanto te venga bien, querida -dijo lady Digby, que se había abierto paso a codazos hasta llegar a ella. Antes de que Elizabeth pudiera abrir la boca para contestar, lady Digby prosiguió-: De hecho, me gustaría dar una cena en tu honor. -Se volvió hacia sus hijas-. ¿Verdad que sería estupendo, chicas?
– Estupendo, madre -respondieron a coro las hermanas Digby.
Con aire resuelto y posesivo, lady Digby tomó a Elizabeth por el brazo.
– Vamos, querida. Sentémonos y hagamos planes.
Una voz masculina profunda detuvo a lady Digby.
– Si no le importa, lady Digby -dijo Austin con suavidad-, necesito hablar con mi prometida.
Lady Digby renunció de mala gana a acaparar a Elizabeth.
– Nos disponíamos a hablar de mis planes para la fiesta que quiero dar en su honor.
– ¿De verdad? Tal vez deba usted hablar de los preparativos con mi madre y lady Penbroke. Ellas ayudarán a Elizabeth a organizar sus compromisos sociales para los próximos meses, hasta que se adapte a sus nuevas funciones.
– Desde luego. Vamos, chicas.
Lady Digby cruzó la habitación a grandes zancadas, como un barco a toda vela, y su flota de hijas siguió su estela. Austin le sonrió a Elizabeth.
– Me ha parecido que necesitabas que te rescataran.
– Creo que lo necesitaba, aunque no estoy convencida de que tu madre o mi tía te lo agradezcan.
Él le quitó importancia al asunto con un gesto.
– A madre se le dan muy bien estas cosas. Manejará a lady Digby con una facilidad que me asustaría de no ser porque la admiro tanto. -Le escrutó el rostro con la mirada-. Pareces alterada. ¿Ha dicho alguien algo que te molestara?
– No, pero me temo que me siento un poco… abrumada.
Él le ofreció su brazo.
– Ven conmigo.
A ella ni se le pasó por la cabeza la posibilidad de negarse. Intentando no mostrarse demasiado ansiosa, lo tomó del brazo y dejó que él la guiara hacia la puerta de la sala.
– ¿Adónde vamos?
Él enarcó una ceja.
– ¿Importa mucho?
– En absoluto -respondió ella sin dudarlo-. Me alegro de escapar de los ojos de toda esta gente.
Austin notó el estremecimiento de Elizabeth. Había estado observándola durante toda la cena y había comprobado lo bien que se desenvolvía frente a su reciente popularidad. Se había mostrado impecablemente cortés con las personas que antes se reían a sus espaldas, encantadora con quienes la habían rechazado y sonriente ante todos los que le habían hecho daño.
Diablos, estaba orgulloso de ella.
Cuando llegaron a su estudio privado, abrió la puerta. El fuego crepitaba en la chimenea, proyectando un brillo suave sobre toda la habitación. Cerró la puerta tras de sí, apoyó la espalda contra ella y miró a Elizabeth. Estaba en medio del estudio, con las manos entrelazadas delante de sí, más hermosa que ninguna mujer que él hubiese visto jamás. Lo invadió una gran ternura, junto con el impulso irrefrenable (no, la necesidad) de besarla. Sin embargo, antes de que pudiera ceder a ese impulso, ella habló.
– ¿Puedo preguntarte algo?
– Por supuesto.
– Lo que me ha pasado a la hora de la cena… ¿te pasó a ti también? -preguntó con el entrecejo fruncido.
– ¿Cómo dices?
– Cuando heredaste el título y te convertiste en duque, ¿comenzó la gente a tratarte de manera distinta? Soy la misma que hace una semana, y sin embargo todos se comportan conmigo de otro modo.
– No te han tratado mal, espero.
– Al contrario, todo el mundo parece empeñado en ser amigo mío. ¿A ti te ocurrió lo mismo?
– Sí, aunque antes de convertirme en duque fui marqués, así que ya estaba bastante acostumbrado.
Ella lo observó durante un buen rato y luego sacudió la cabeza con tristeza.
– Lo siento mucho. Debe de ser muy duro para ti no saber si la gente te aprecia a ti o a tu título.
Él respiró hondo. ¿Dejarían alguna vez de sorprenderlo sus palabras? Cruzó la alfombra de Axminster, que amortiguaba el sonido de sus pisadas, y se detuvo frente a Elizabeth. Ella lo miró y el corazón le brincó en el pecho. En sus ojos Incomparables brilló una ternura cálida, sincera, honesta e inconfundible.
Austin tenía que tocarla. En ese mismo instante.
Tomó su rostro entre las manos y le rozó los labios con los suyos.
– Austin -jadeó ella.
¿Por qué lo conmovía tanto oír su nombre pronunciado por esa boca? Sólo pretendía darle un beso breve. La había conducido al estudio por una razón totalmente distinta. Pero ahora que tenía tan cerca sus formas curvilíneas y tentadoras, y que la oía suspirar su nombre, olvidó por completo dicha razón. La atrajo hacia sí y le deslizó la punta de la lengua por el carnoso labio inferior. A ella no le hizo falta otra invitación para abrir la boca. Él pronunció su nombre en una mezcla de susurro y jadeo, y la besó más apasionadamente.
Ladeó la cabeza para abarcar mejor sus labios, y sus sentidos se inflamaron. El calor de aquel cuerpo, el dulce sabor a fresas de su boca, el delicado aroma a lilas, todo ello lo envolvía, encendiéndolo de pies a cabeza con un deseo incontrolable. Cuando finalmente hizo el esfuerzo de levantar la cabeza, respiraba agitadamente y el corazón le latía al doble de su velocidad normal. O quizás al triple.
– Cielo santo -resolló Elizabeth, aferrándose a sus solapas-. Esto se te da bastante bien.
Él se apartó ligeramente y contempló su expresión maravillada, henchido de satisfacción masculina.
– Y a ti también. -Increíble, indescriptiblemente bien.
– Mi madre me dijo una vez que los besos de papá hacían que se le derritiesen los huesos. En ese entonces yo no tenía idea de a qué se refería.
– ¿Y ahora? -preguntó él, con una sonrisa.
El rubor tiñó sus mejillas de piel de melocotón.
– Ahora lo entiendo. Perfectamente. Se refería a que dejas de sentir las rodillas. Debo decir que es una experiencia de lo más agradable.
– En efecto, lo es.
Y pronto sería aún más agradable…, cuando estuvieran juntos en la cama, desnudos, haciendo el amor. Decenas de imágenes eróticas se agolparon en su cabeza, pero él las alejó con firmeza. Si permitía que su mente se recrease en esos pensamientos, ella no saldría del estudio con la virtud intacta.
La soltó de mala gana y se dirigió a su escritorio.
– Quiero darte algo.
Aparecieron los hoyuelos a cada lado de la boca de Elizabeth.
– Creía que eso era justo lo que acababas de hacer.
– Me refiero a otra cosa. -Abrió con llave el cajón inferior, extrajo lo que quería y volvió a su lado-. Toma. Para ti -dijo, tendiéndole una pequeña caja cubierta de terciopelo.
Ella enarcó las cejas, sorprendida.
– ¿Qué es?
– Ábrelo y verás.
Elizabeth abrió la tapa con bisagras y soltó un grito ahogado. Allí, sobre una base de terciopelo blanco como la nieve, descansaba un topacio tallado en forma ovalada y rodeado de diamantes.