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– Es un anillo -jadeó ella, contemplando con los ojos desorbitados la relumbrante joya-. Cielo santo, es extraordinario.

«Como tú.» El pensamiento acudió a la mente de Austin, sobresaltándolo, pero no pudo negar que era cierto. Ella era extraordinaria, y no sólo por su belleza física, sino por razones que lo confundían e inquietaban.

Levantó el anillo de su lecho de terciopelo y lo deslizó en el dedo anular de la mano izquierda de Elizabeth.

– Pertenece a una colección que obra en poder de la familia desde hace cuatro generaciones. Lo he escogido porque el color me recuerda al de tus ojos.

«Los ojos más bellos que jamás he visto», pensó.

Con la vista fija en el anillo, ella movió la mano lentamente, admirando los destellos que las llamas del hogar arrancaban a la piedra preciosa. Acto seguido, alzó esos ojos y los posó en él. Unas lágrimas le brillaban en las pestañas, y él temió que ella se echase a llorar. En lugar de ello, Elizabeth se inclinó hacia delante y le dio un beso leve en la mejilla.

– Gracias, Austin. Es el anillo más hermoso que he visto nunca. Siempre significará mucho para mí.

A Austin se le encogió el corazón al percibir la emoción en su voz. Esa calidez que se había acostumbrado a sentir a su lado lo invadió de nuevo. Era una sensación que no podía describir más que como «el efecto Elizabeth».

Dios. Ella irradiaba una dulzura, una inocencia que a él le parecía imposible en un ser del sexo femenino que tuviera más de diez años.

Tenía buen corazón. Era generosa y desinteresada.

Él no era así en absoluto. Su fracaso respecto a William lo demostraba.

Austin la contempló durante largo rato, y la imaginó como una novia. Su novia. Un pensamiento perturbador lo asaltó, haciéndole poner ceño. Ella estaba acomodándose a todos sus planes sin una pregunta ni una queja, y a él no le había pasado por la cabeza que quizás Elizabeth deseara una boda fastuosa como la que anhelaban las demás mujeres. Se sintió avergonzado de su propio egoísmo.

– ¿Te encuentras bien, Austin?

– Se me acaba de ocurrir que quizás esta boda informal y precipitada no sea exactamente lo que siempre has soñado.

Una sonrisa dulce se dibujó en los labios de la joven.

– La boda de mis sueños siempre ha tenido más que ver con el novio que con el lujo y el boato de la ceremonia. Dos semanas después de que mis padres se conocieran frente a la tienda de sombreros, se fugaron y se casaron en un barco. El capitán ofició la ceremonia. Lo importante no es cómo te casas, sino con quién.

Austin, sin saber muy bien cómo responder, la estrechó entre sus brazos y hundió el rostro en su fragante cabello, disfrutando su calor por unos instantes. Luego, tras darle un beso rápido en la frente, se apartó de ella.

– Deberíamos volver con los demás.

Mientras caminaban despacio hacia el salón, ella dijo:

– Supongo que eres consciente de que estoy un poco nerviosa ante la perspectiva de convertirme en duquesa.

– Me temo que eso es inevitable, considerando nuestra intención de casarnos.

– Las cosas habrían sido mejores, mucho más sencillas, si fueras sólo un jardinero -suspiró ella-. O quizás un comerciante.

Él se detuvo y se quedó mirándola.

– ¿Cómo dices?

– Oh, no pretendía ofenderte. Es sólo que nuestras vidas serían mucho menos… complicadas si no tuvieras un título de tanta categoría.

– ¿Preferirías casarte con un comerciante? ¿O con un jardinero?

– No. Preferiría casarme contigo. Pero eso resultaría más simple si fueras un jardinero.

Por primera vez Austin cayó en la cuenta de que a lo mejor ella sería más feliz si se casara con un comerciante. Aunque Elizabeth se mostraba respetuosa con su título, su rango no la impresionaba en absoluto. Pero el mero hecho de imaginarla casada con otro, en brazos de otro hombre, lo hacía enloquecer de celos.

Con un tono forzado de despreocupación, preguntó:

– ¿Y si yo fuera un comerciante? ¿Te casarías conmigo de todas maneras?

Ella le posó la mano en la mejilla y le observó con ojos muy serios.

– Sí, Austin. Me casaría contigo de todas maneras.

La confusión se apoderó de él. En cierto modo había esperado una respuesta burlona por parte de Elizabeth, pero ella lo había sorprendido, como hacía a menudo. Maldición, ¿cómo se las arreglaba para desconcertarlo siempre?

– Aunque tu madre, Caroline y tía Joanna han prometido ayudarme, no tengo nada claro qué es lo que hace exactamente una duquesa -declaró ella.

Austin hizo acopio de fuerzas y le sonrió.

– Es un trabajo muy sencillo. Su única obligación consiste en mantener contento al duque.

Ella soltó una carcajada.

– Qué bonito. Para ti. ¿Y cómo se las ingenia para mantener contento al duque?

La mirada de Austin la recorrió de arriba abajo.

– No tendrás ninguna dificultad, te lo aseguro.

Él iba a enseñarle exactamente el modo de contentar al duque la noche de bodas. Se preguntó cómo demonios se las arreglaría para esperar hasta entonces.

Al día siguiente, mientras Elizabeth permanecía arrellanada o, según se imaginaba él, atrapada en la soleada biblioteca con su madre, Caroline, lady Penbroke y las costureras, Austin repasaba las cuentas de su finca de Surrey.

Al atardecer, sus ojos cansados veían borrosas las hileras de números, y cuando oyó llamar a la puerta de su estudio, dejó la pluma de buen grado.

– Adelante.

Miles entró y cerró la puerta tras de sí.

– Bueno, debo decir, Austin, que eres una caja de sorpresas.

– ¿Ah sí? -preguntó él con fingida sorpresa-. Y yo que pensaba que era más bien aburrido y predecible.

– Todo lo contrario, muchacho. Primero me envías a Londres para recabar información sobre la señorita Matthews. Luego me haces regresar para asistir a tu boda con dicha mujer. -Miles se acercó al escritorio y estudió a Austin con exagerada atención-. Hum. Tienes buen aspecto. No presentas síntomas visibles de demencia, como el impulso de pegar saltos incontrolables o proferir obscenidades a voz en cuello. Por lo tanto, sólo puedo presumir que esta boda precipitada indica, o bien que estás perdido, apasionadamente enamorado… -Su voz se apagó y arqueó las cejas.

A su pesar, Austin notó que se sonrojaba.

– El viaje en carruaje claramente te ha zarandeado el cerebro.

– … o bien -prosiguió Miles como si Austin no hubiese hablado-, que has deshonrado a la chica. -Hizo una pausa y luego asintió con la cabeza-. Entiendo. No has podido resistir la tentación, ¿eh?

– Ella me salvó la vida.

Miles se quedó inmóvil.

– ¿Perdona?

Austin lo puso al corriente de todo lo sucedido en los últimos días. Cuando hubo terminado, Miles sacudió la cabeza.

– Dios santo, Austin. Tienes suerte de estar sano y salvo. -Miles se inclinó sobre el escritorio y le posó la mano sobre el hombro-. Todos estamos en deuda con la señorita Matthews.

– Yo desde luego sí lo estoy.

Un destello perverso brilló en los ojos de Miles.

– Apuesto a que das gracias al cielo porque no fuera una de las hermanas Digby quien te encontró herido.

Un escalofrío le recorrió la espalda.

– Dios, tienes razón.

– Lo que me lleva a preguntarte… ¿cómo logró encontrarte la señorita Matthews?

Antes de que Austin pudiese discurrir una explicación verosímil para algo que no la tenía, Miles extendió las manos.

– Da igual. Está claro que habíais concertado una cita. No hace falta que me des más detalles.

– Eh…, bueno. -Austin carraspeó-. Y ahora, cuéntame, ¿qué has averiguado sobre la señorita Matthews?

Miles se repantigó en el cómodo sillón de orejas situado junto al escritorio de Austin. Extrajo de su bolsillo una libreta de piel y echó un vistazo a sus notas.

– Mis indagaciones confirmaron que llegó a Londres el 3 de enero de este año a bordo del Starseeker. La suerte quiso que ese navío estuviese en reparación en el puerto, de modo que pude entrevistarme con Harold Beacham, su capitán.