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»Según el capitán Beacham, la señorita Matthews era una pasajera encantadora. Nunca se quejaba, aunque hubiese mala mar. Ella y su acompañante solían reunirse con él en cubierta al anochecer para ver las estrellas. Ella tenía amplios conocimientos de astronomía, y él disfrutaba de su compañía. -Le guiñó el ojo a Austin-. Me parece que abrigaba intenciones románticas hacia tu novia.

Austin apretó los dientes, pero hizo caso omiso del comentario burlón.

– ¿Sabía él si era la primera vez que ella viajaba a Inglaterra?

– Eso es lo que ella le dijo. Según el capitán, aunque ella tenía muchas ganas de llegar a Inglaterra, tenía un aire melancólico. Él supone que se debía a que echaba de menos su hogar, pero nunca habló de ello. -Pasó varias páginas de la libreta-. También localicé a la señora Loretta Thomkins, su compañera de viaje.

Austin se enderezó en la silla.

– ¿Y qué te dijo?

Miles alzó la vista al techo.

– ¿Qué no me dijo? Diantres, la mujer no cesó de parlotear desde el momento en que puso los ojos en mí. -Se tiró del lóbulo de las orejas-. Menos mal que las tengo pegadas a la cabeza, pues de lo contrario se me habrían caído de tanto oírla hablar. Sé más sobre esa mujer que sobre nadie.

– Confío en que sólo compartirás conmigo los detalles importantes.

– Como quieras -dijo Miles con expresión desanimada-, pero maldita la gracia que me hace ser el único que conoce la historia de su vida. -Exhaló un suspiro teatral y consultó de nuevo su libreta-. Según la señora Thomkins, la señorita Matthews, a quien se refería como «esa criatura tan dulce y querida para mí», se fue a vivir con unos parientes lejanos por parte de su padre, apellidados Longren, cuando su progenitor murió.

– ¿No tenía dinero?

– No estaba en la indigencia, pero tampoco quedó en una posición muy boyante. La muerte repentina de su padre le rompió el corazón. La señorita Matthews le dijo a la señora Thomkins que detestaba vivir sola, así que vendió la casita que compartía con su padre y se mudó a la residencia de sus parientes. Al parecer todo marchó sobre ruedas hasta hace nueve meses. Fue entonces cuando la señorita Matthews hizo las maletas y se fue.

– ¿Qué sucedió?

– La señora Thomkins no lo sabía a ciencia cierta, pero sospechaba que la señorita Matthews había discutido con sus parientes, pues nunca hablaba de ellos y cambiaba de tema cuando ella los mencionaba. Fuera lo que fuese lo ocurrido, causó una gran tristeza a la señorita Matthews y la decidió a abandonar América desesperada, en opinión de la señora Thomkins.

– ¿Desesperada?

– Desesperada por marcharse sin la menor intención de regresar. -Miles se encogió de hombros-. Si algo se puede decir de la señora Thomkins es que es amante del drama. También dijo que «esa criatura tan dulce y querida» parecía un alma en pena durante las primeras semanas de la travesía y que el verla tan apesadumbrada le partía el corazón. -Cerró la libreta con un gesto contundente y se la guardó en el bolsillo del chaleco-. Eso es lo que llegué a indagar antes de que me mandases llamar.

Austin meditó sobre esta sorprendente información. ¿Qué había movido a Elizabeth a marcharse de América tan repentinamente y con la intención de no volver? Evidentemente, había otros propósitos detrás de su viaje a Inglaterra además de visitar a su tía. ¿Se habría indispuesto con sus parientes? Le extrañaba que nunca los mencionase, pero quizás era un recuerdo demasiado doloroso para hablar de ello. Él entendía perfectamente lo que era esa situación.

– Gracias, Miles. Te agradezco tu ayuda.

– No hay de qué. ¿Necesitarás alguna cosa más de mí?

– No lo creo. ¿Por qué no te quedas en Bradford Hall durante unos días después de la boda? Robert ha regresado del continente, y a madre le encanta tenerte por aquí. También a Caroline.

Una expresión extraña asomó al rostro de Miles, y Austin creyó que rechazaría la invitación. Pero Miles asintió con la cabeza.

– Me gustaría pasar unos días más aquí. Gracias. Y ahora, por favor satisface mi curiosidad. Todo el secretismo que rodea tu petición de información me tiene confundido. La señorita Matthews no es adinerada ni mucho menos, pero a ti no te hace ninguna falta casarte con una rica heredera. Y aunque es americana, es la sobrina de un conde. Si albergabas sentimientos amorosos hacia ella, podrías habérmelo dicho. Yo habría comprendido perfectamente tu deseo de investigar con discreción a una novia en potencia.

Austin puso ceño. Se disponía a decide a Miles que sus indagaciones no tenían nada que ver con los sentimientos, amorosos o de otro tipo, pero resultaba más fácil dejado en el error. Eso desde luego le ahorraría explicaciones que no tenía ganas de dar.

– Lamento lo del secretismo -dijo aparentando indiferencia-, pero ya sabes cómo me habrían acosado si alguien se hubiera enterado de mis planes. Gracias por tu discreta ayuda.

– Me alegro de haberte sido de utilidad. -Una sonrisa maliciosa iluminó el rostro de Miles-. Me alegro por partida doble de no haber descubierto algo espantoso en el pasado de tu prometida.

– Yo también, aunque supongo que eso no habría cambiado gran cosa. Es mi deber casarme con ella.

Miles se puso de pie. Una sonrisa pícara jugueteó en las comisuras de su boca.

– Tu deber. Sí, estoy seguro de que ésa es la única razón.

11

La boda se celebró en el salón.

Las superficies de todos los muebles estaban adornadas con flores frescas, que impregnaban el aire con su fragancia embriagadora. Los treinta y tantos invitados estaban sentados en hileras de sillas colocadas en medio de la estancia, de cara a la chimenea.

Austin se hallaba de pie entre Robert y el párroco local, a quien habían pedido que oficiara la ceremonia. Cuando Elizabeth apareció en la puerta, todas las miradas se volvieron hacia ella y se levantó un murmullo entre los invitados. A Austin se le cortó la respiración. Elizabeth era el ser más exquisito que jamás hubiese visto. Su vestido de satén color marfil descendía desde un corpiño con escote en U hasta sus pies formando una columna estrecha y lisa. La suave tela se ensanchaba por abajo y terminaba en una breve cola por detrás. Unos guantes blancos y largos, bordados con hilo de oro y perlas, le cubrían los brazos hasta las mangas cortas y abombadas del vestido.

Llevaba el cabello recogido en un moño sencillo, con cientos de rizos sedosos que le caían por la espalda y le rozaban la cintura. No lucía otra joya que su anillo de pedida y las sartas de diamantes que le centelleaban en el pelo. Eran un regalo de bodas de la madre de Austin.

Avanzó lentamente hacia él, con sus luminosos ojos castaños de tonos dorados fijos en los suyos. Le dedicó una sonrisa tímida y temblorosa, produciéndole el «efecto Elizabeth».

– Dios mío, Austin -susurró Robert con evidente admiración-. Es fabulosa.

Austin, con la atención puesta en Elizabeth, no contestó. Robert le dio un leve codazo en las costillas.

– ¿Sabes? No es demasiado tarde para que cambies de opinión -musitó-. Estoy seguro de que podríamos encontrar a alguien dispuesto a ocupar tu lugar para librarte de los horrores del matrimonio y todo eso. Quizá yo mismo contemplaría la posibilidad de ofrecerme voluntario.

Austin no despegó por un momento los ojos del rostro de Elizabeth.

– Otro comentario como ése, hermanito, y acabarás metido de cabeza en los rosales.

Robert soltó una risita y guardó silencio.

La ceremonia duró menos de quince minutos. Después de pronunciar los votos matrimoniales que los unían para toda la vida, Austin rozó ligeramente la boca de Elizabeth con los labios, y el corazón estuvo a punto de estallarle en el pecho. «Ella es mía.» No acertaba a abarcar los límites de su euforia. Mientras todo el mundo les daba la enhorabuena y les deseaba lo mejor, él no pudo borrar la sonrisa de satisfacción de su cara.