Un opíparo banquete de boda siguió a la ceremonia, y Austin se irritó por el retraso que eso suponía para su partida a Londres. Mientras cenaba unas finas rebanadas de cordero asado y rodaballo cocido a fuego lento, tuvo que repetirse varias veces que el motivo por el que estaba tan ansioso por llegar a Londres era porque esperaba recibir noticias del chantajista. El día siguiente sería el primero de julio y, como aún no sabía nada de James Kinney, se imponía una visita a Bow Street. Sí, ésos eran los motivos.
Pero entonces posaba la vista en su esposa…, su hermosa, enigmática, fascinante esposa, y todos sus pensamientos sobre investigaciones se escurrían de su mente como las gotas de lluvia de los árboles.
Cuando el largo banquete finalizó por fin, los recién casados se cambiaron los trajes nupciales por ropa de viaje y, entre gestos y palabras de despedida, se pusieron en camino hacia Londres.
Sentado en el carruaje ducal, Austin observó a Elizabeth agitar la mano hasta que todos los familiares e invitados quedaron reducidos a puntos diminutos. Cuando ella se acomodó, al fin, en el lujoso asiento de terciopelo color burdeos, enfrente de él, le sonrió.
– Qué carruaje tan espléndido, Austin. Es de lo más confortable. Vaya, casi no se sienten sacudidas.
– Me alegra que le des tu aprobación.
– Ha sido una ceremonia preciosa, ¿no crees?
– Preciosa. -Reparó en un paquete envuelto que ella llevaba sobre el regazo-. ¿Qué es eso?
– Es un regalo.
– ¿Un regalo?
– Sí, es una palabra que usamos en América para referimos a algo con que una persona obsequia a otra. -Le tendió el paquete-. Es para ti.
– ¿Para mí? ¿Me has comprado un regalo?
– No exactamente. Pero lo entenderás cuando lo abras.
Lleno de curiosidad, Austin deshizo el lazo y retiró con todo cuidado el envoltorio. Descubrió el retrato de él que ella había bosquejado junto al arroyo, cuando le había pedido que rememorase su pasado. Aunque la familia de Austin acostumbraba a intercambiar regalos en ocasiones especiales como los cumpleaños, Austin había olvidado cuándo había sido la última vez que alguien le había hecho un regalo sorpresa.
Tardó un minuto entero en recuperar la voz.
– No tengo palabras, Elizabeth.
– Oh, cielos. No tienes que decir nada -aseguró ella con un hilillo de voz.
– Pero quiero hacerlo. -Levantó la vista del retrato hacia ella y se extrañó al ver su expresión inquieta-. Supongo que debería decir «gracias», pero me parece de todo punto insuficiente para un regalo como éste. -Le sonrió-. Gracias.
– ¡Ah! No hay de qué. Como no decías nada, pensaba que…
– ¿Qué pensabas?
– Que era ridículo regalarle mi burdo bosquejo a un hombre que lo tiene todo, incluidas muchas obras de arte de valor incalculable.
– Mi silencio no se debía a nada parecido, te lo aseguro. Es sólo que no recuerdo haber recibido nunca un regalo tan bonito. Por unos instantes me he quedado sin palabras. -Su propia franqueza lo sorprendió-. ¿Dónde conseguiste el marco?
– Tu madre tuvo la gentileza de invitarme a rebuscar en el trastero de Bradford Hall, y fue allí donde lo encontré. -Torció la boca en una sonrisa irónica-. No te creerías lo que me costó librarme de las garras de la costurera por unos minutos. A pesar del tiempo que pasé alejada del alfiletero, consiguió confeccionar un vestido de boda magnífico.
– Estoy de acuerdo. -Volvió a envolver con delicadeza el dibujo y lo depositó al lado de ella, en el asiento-. ¿Te importaría sentarte junto a mí? -le sugirió, dando unas palmaditas al almohadón que tenía junto al muslo.
Ella se instaló a su lado sin dudado. En cuanto se hubo acomodado, él se inclinó y le dio un beso rápido en los labios.
– Gracias, Elizabeth.
– De nada.
Le dedicó una sonrisa y él tuvo que luchar contra el impulso de tumbarla sobre sus rodillas y besarla hasta que perdiese el sentido. Decidido a no ceder a tentaciones que pudieran dejarlo dolorido para el resto del trayecto, extrajo una baraja de su bolsillo.
– Tardaremos unas cinco horas en llegar a Londres -dijo, barajando las cartas-. ¿Juegas al piquet?
– No, pero me encantaría aprender.
Austin descubrió enseguida que a su flamante esposa se le daban excepcionalmente bien los juegos de naipes. Apenas le había explicado las reglas y ya lo estaba derrotando. Estrepitosamente.
Aunque él había propuesto que jugasen a las cartas para mantener la mente y las manos apartadas de su esposa, las cosas no marchaban tal como las había planeado. Jugó bastante bien hasta que ella se quitó la chaqueta corta de su conjunto de viaje. Era imposible no fijarse en el modo en que sus generosos pechos se apretaban contra la suave muselina color melocotón de su vestido mientras estudiaba sus cartas, frunciendo el ceño con gran concentración.
Luego, para colmo, Elizabeth tuvo calor y se quitó la pañoleta, dejando al descubierto su nívea piel y mostrándole ocasional y tentadoramente una parte de los pechos a través del escote. Él se quedó mirándolos, incapaz de concentrarse; en un abrir y cerrar de ojos perdió por dos puntos.
– ¿Estás bien, Austin? ¿Te duele la cabeza?
Él alzó la mirada hasta posada en su rostro.
– En realidad me siento un poco, eh, acalorado. -Descorrió la cortina y respiró con alivio el aire fresco-. Pararemos dentro de unos minutos para cambiar de caballos.
«Gracias a Dios. Necesito aire.»
Mientras el cochero reemplazaba el tiro, Austin salió a estirar las piernas con placer. Pero no le quitó ojo a Elizabeth, que estaba a cierta distancia, inclinada sobre unas plantas.
Cuando ella volvió a su lado, la ayudó a subir al carruaje y prosiguieron su camino.
– Adivina lo que he encontrado -dijo su esposa, acomodándose la falda alrededor.
– A juzgar por tu sonrisa resplandeciente, supongo que has encontrado diamantes.
Ella negó con la cabeza y le tendió su sombrero. Estaba lleno de fresas de color rojo subido.
– Había docenas de ellas. El cochero me ha invitado a recoger todas las que quisiera.
Metió la mano en el sombrero, tomó una fresa y se la dio.
– ¿Alguna vez has oído hablar del origen de las fresas? -preguntó ella, llevándose una a la boca y masticando con delectación.
– No. ¿Es una historia americana?
– En cierta forma, sí. Es un mito de los indios cherokee. Papá me lo contó. ¿Te gustaría oído?
– Por supuesto -respondió él, recostándose sobre los almohadones de terciopelo.
– Hace mucho, mucho tiempo, había una pareja que vivía muy feliz. Pero, después de un tiempo, empezaron a discutir. La mujer abandonó al marido y se dirigió a la tierra del Sol, situada muy lejos, al este. Él la siguió, pero la mujer nunca volvió la vista atrás.
»El Sol se compadeció del hombre y le preguntó si aún estaba enfadado con su esposa. El hombre contestó que no y que quería recuperada. -Hizo una pausa para llevarse otra fresa a la boca.
– ¿Y qué pasó entonces? -preguntó Austin, fascinado por su insólito relato.
– El Sol hizo crecer un arbusto de arándanos suculentos justo delante de la mujer, pero ella no les prestó la menor atención. Más tarde hizo brotar unas zarzamoras, pero ella volvió a pasar de largo. El Sol interpuso otras frutas en su camino para tentada, pero ella seguía adelante.
»Entonces ella vio unas fresas, fresas hermosas, maduras, jugosas. Las primeras en el mundo. Después de comer una, volvió a desear a su esposo. Recogió las fresas y emprendió el regreso para dárselas a él. Se encontraron en el camino, se sonrieron y regresaron juntos a casa. -Le dirigió una sonrisa y le ofreció otra-. Ya conoces el origen de las fresas.