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– Una historia muy interesante -comentó él, con los ojos clavados en sus labios, húmedos y teñidos de rosa por el jugo de las frutas.

El recuerdo del sabor a fresas de su dulce boca se adueñó de él, y de inmediato se obligó a pensar en otra cosa. Maldita sea, ¿por qué resultaba tan difícil?

Mientras saboreaban las fresas que quedaban, se preguntó qué haría para mantener las manos apartadas de ella durante el resto del viaje. Sin embargo, su esposa resolvió el problema poco después de comerse la última fresa.

– Cielos -dijo, ahogando un bostezo-. Tengo mucho sueño.

Le pesaban los párpados, y él exhaló un suspiro de alivio. No le costaría resistir la tentación si ella se quedaba dormida. La atrajo hacia sí y dejó que apoyara la cabeza sobre su hombro.

– Ven aquí, señorita robusta -bromeó-, antes de que te caigas al suelo, inconsciente.

– Supongo que eso sería poco digno -dijo ella con voz soñolienta, acurrucándose contra él.

– Un comportamiento por demás impropio de una duquesa -convino él, pero ella ya no lo oyó. Se había quedado dormida.

Moviéndose con cuidado para no despertarla, Austin se desperezó y la sostuvo contra su pecho. Embriagado por su aroma a lilas y la sensación de su cuerpo contra el suyo, todos sus sentidos se despertaron. Maldita sea, por lo visto resistir la tentación no resultaría tan sencillo como él creía.

Mientras a él le palpitaba la entrepierna, ella dormía. Se sentía excitado y ardoroso, pero ella estaba relajada y sumida en un lánguido sopor. Elizabeth suspiró entre sueños y lo abrazó con más fuerza.

Demonios, iba a ser un viaje insoportablemente largo.

12

Elizabeth despertó poco a poco. Lo primero que notó fue que reinaba la oscuridad dentro del carruaje. Lo siguiente en lo que reparó fue en que estaba tendida cuan larga era sobre los suaves almohadones de terciopelo.

Después se dio cuenta de que Austin yacía a su lado, rodeándola con los brazos. Ella estaba parcialmente encima de él, y tenían las piernas entrelazadas. Intentó apartarse, pero él la abrazó con más fuerza, inmovilizándola donde estaba.

– ¿Adónde vas? -preguntó él con un susurro ronco que le provocó una serie de escalofríos a Elizabeth.

– Debo de estar aplastándote.

– En absoluto. De hecho, estoy muy cómodo.

Tranquilizada por estas palabras se recostó de nuevo, cerró los ojos y aspiró el maravilloso olor de él. Olía a… al paraíso. A sándalo y a límpida luz del sol. Olía a Austin.

Respiró hondo de nuevo y suspiró.

– ¿Cuándo llegaremos a Londres?

– Estaremos en casa en menos de una hora. De hecho, aunque me encanta estar aquí acostado, más vale que nos sentemos como es debido y nos recompongamos antes de llegar.

Ella se incorporó y se puso de nuevo su chaqueta corta.

– ¿En qué parte de Londres está tu casa?

– Nuestra casa -corrigió Austin- está en Park Lane, la misma calle donde se encuentra la residencia de tu tía. Estamos al lado de Hyde Park, en una zona llamada Mayfair. También estaremos muy cerca de Bond Street, así que podrás ir de compras tan a menudo como quieras.

– Oh, ir de compras. No puedo esperar.

Su evidente falta de entusiasmo la delató.

– ¿Ni siquiera te importan las tiendas? -preguntó él, ostensiblemente sorprendido.

– La verdad es que no. Para mí, ir de tienda en tienda mirando los artículos sin necesidad de comprar nada concreto es una pérdida de tiempo. Sin embargo, si se trata de uno de los deberes de una duquesa, me esforzaré por cumplir con él.

– Seguro que querrás comprar alguna fruslería o algún artículo personal. Después de todo, en algo tendrás que gastarte tu asignación.

– ¿Asignación?

– Sí, es una palabra que usamos en Inglaterra para referirnos a sumas de dinero que se dan con regularidad. Recibirás una asignación trimestral que podrás gastar en lo que más te apetezca.

– ¿De qué suma estamos hablando? -inquirió ella, preguntándose qué podría comprar que no tuviese ya. Él le dijo una cifra y ella se quedó boquiabierta-. No hablarás en serio, ¿verdad? -Era imposible que pretendiese darle tanto dinero.

Incluso en la penumbra, él advirtió que se ponía muy seria.

– ¿Qué ocurre? ¿Te parece insuficiente?

Ella lo miró, asombrada, parpadeando.

– ¿Insuficiente? Dios santo, Austin, ya me imaginaba que estabas lejos de ser pobre, pero no tenía la menor idea de que pudieras permitirte darme tanto dinero cada diez años, y menos aún cada trimestre. -Extendió el brazo y le tocó la manga-. Agradezco tu oferta, pero no hace falta. Ya tengo todo lo que necesito.

Esta vez fue Austin quien se quedó boquiabierto. ¿No sabía que pudiera permitírselo? ¿De verdad acababa de decir que no era necesario que le concediera una asignación? ¿Que ya tenía todo lo que necesitaba? Pensó en la legión de mujeres superficiales, avariciosas, intrigantes y maquinadoras que había en la alta sociedad e intentó imaginar a una sola de ellas pronunciando las palabras que acababa de oír de boca de Elizabeth. Sacudió la cabeza. Dios santo. ¿Era su esposa una persona real?

Continuó mirándola, escrutando sus ojos, y llegó a una conclusión clara: sí. Esa mujer, su esposa, era absolutamente real. Era bondadosa, amable y desinteresada. Aunque él no lo había estado buscando, de hecho había encontrado un auténtico tesoro. «Y yo que creía que ella había reaccionado así porque la asignación le parecía irrisoria», se dijo. Hizo un gesto de contrariedad ante su propia estupidez.

La suave voz de Elizabeth interrumpió sus cavilaciones.

– Te he disgustado. Lo siento.

– No estoy disgustado, Elizabeth. Estoy… asombrado.

– ¿En serio? ¿Por qué?

Él le tomó la mano y se la llevó a los labios.

– Porque eres asombrosa. -Mientras le besaba el centro de la palma, el carruaje se detuvo, señal de que habían llegado a su destino-. Continuará -prometió él en un tono lleno de sobreentendidos que encendió las mejillas de Elizabeth.

Se apearon y él la guió a través de la elaborada verja de hierro forjado. En cada ventana de la elegante casa de ladrillo brillaban velas, inundando el edificio de una luz cálida, acogedora y matizada. Cuando se acercaron, las enormes puertas dobles se abrieron de par en par para recibirlos.

– Bienvenido a casa, excelencia -dijo el mayordomo, y los acompañó hasta el vestíbulo revestido de mármol.

– Gracias, Carters. Ésta es la señora de la casa, su excelencia la duquesa de Bradford.

El mayordomo hizo una profunda reverencia.

– La servidumbre os expresa su más sincera enhorabuena por vuestro desposorio, excelencia -le dijo a Elizabeth, con una expresión muy seria en el adusto semblante.

– Gracias, Carters -respondió ella sonriendo.

Austin siguió su mirada hacia el grupo de criados que estaban colocados en fila detrás de Carters, esperando para saludarlos. No cabía en sí de orgullo cuando ella dio un paso al frente y les sonrió. Carters le presentó uno a uno a todos los componentes del servicio, y todos ellos quedaron encantados con esa nueva patrona que repetía sus nombres y dedicaba a cada uno de ellos una sonrisa amistosa. La esposa de Austin compensaba con creces su falta de refinamiento y sofisticación con su forma de ser afectuosa y espontánea.

– Es tarde, Carters. Os sugiero a ti y al resto del servicio que os retiréis -le indicó Austin una vez que acabaron las presentaciones-. Yo acompañaré a la duquesa a sus aposentos.

– Por supuesto, excelencia.

Carters se inclinó de nuevo y se marchó con los demás, dejando a Austin en el enorme vestíbulo, a solas con su esposa.

– Carters me intimida un poco -susurró ella-. ¿No sonríe nunca?

– Nunca, al menos que yo recuerde.

– ¿Dónde diablos encuentras a gente tan terriblemente seria?

Incapaz de resistirse a tocarla, Austin retorció uno de sus rizos color castaño rojizo entre sus dedos.