– La familia de Carters ha estado al servicio del duque de Bradford desde hace tres generaciones. Nació serio.
La tomó del brazo y la condujo a la primera planta por la escalera curva. Ella volvía la cabeza de un lado a otro, inspeccionando su nuevo hogar.
– Cielos, esto es fabuloso. Como Bradford Hall. ¿Son así de magníficas todas tus residencias? ¿No posees algo más… pequeño?
Austin reflexionó unos instantes.
– Hay una casita modesta en Bath.
– ¿Cómo de modesta?
– De unas veinte habitaciones, más o menos.
– Una casa de veinte habitaciones difícilmente puede calificarse de modesta -rió ella.
– Me temo que es lo más sencillo que tengo. Si quieres, puedes comprar una choza o una casucha con tu asignación. -Le dedicó un guiño travieso-. Algo de sólo diez habitaciones. -Hizo una pausa y abrió una puerta-. Hemos llegado.
Ella cruzó el umbral y dio un grito ahogado. La alcoba estaba decorada con marfil y oro, desde los cortinajes de terciopelo color crema hasta la suntuosa alfombra persa bajo sus pies. Varias lámparas colocadas a baja altura bañaban la estancia entera en una luz suave, y un fuego acogedor ardía en la chimenea de mármol.
– Qué habitación tan hermosa -exclamó ella, encantada. Deslizó los dedos sobre el brocado de oro del sofá y los sillones a juego. Abriendo los brazos comenzó a girar sobre sí misma, haciendo ondear los pliegues de su falda-. ¿Qué hay ahí? -preguntó, señalando una puerta que se veía al fondo.
– Un cuarto de baño contiguo a mis aposentos. Forma parte de las reformas que he realizado hace poco y resulta bastante innovador. Tu doncella está preparándote un baño ahora. Te esperaré en mi habitación.
Le acarició la mejilla y se marchó, cerrando la puerta tras sí. Elizabeth abrió la puerta del baño y se encontró con una joven tímida.
– Buenas tardes, excelencia. Me llamo Katie. Soy vuestra doncella.
Gracias a Dios no había nadie más en la habitación, pues de lo contrario Elizabeth habría torcido el cuello en una y otra dirección, buscando a «su excelencia», como había hecho en el vestíbulo cuando Carters le había presentado sus respetos. Sin duda tardaría un tiempo en acostumbrarse al tratamiento.
Katie la ayudó a desvestirse y a meterse en la bañera, que, para sorpresa de Elizabeth, no sólo estaba empotrada en el suelo, sino que era lo bastante grande para dos o incluso tres personas. Exhaló un suspiro de felicidad mientras se sumergía en el agua con aroma a lilas. Cuando emergió, quince minutos más tarde, la piel le cosquilleaba de placer.
– Os he preparado vuestro bonito camisón, excelencia -le dijo Katie.
– Muchas gracias. Es un regalo de mi tía. Estoy deseando verlo.
– Es increíblemente bonito.
Elizabeth decidió que «increíble» era, desde luego, una palabra apropiada. La prenda era bonita, sin duda, un modelo diáfano en un tono muy pálido de azul, pero se le pegaba a cada una de sus curvas de un modo que sólo podría describirse como indecente.
– ¡Cielos! ¿En qué diablos estaría pensando tía Joanna? -exclamó, consternada por la extensión de piel que el escote dejaba al descubierto. La tela apenas le cubría los pezones. Por detrás, la prenda no era más recatada: tenía toda la espalda desnuda hasta las caderas-. No puedo ponerme esto.
– Estáis impresionante, excelencia -le aseguró Katie.
– Tal vez la bata lo arregle un poco -murmuró Elizabeth. Pero no lo arreglaba en absoluto. La bata a juego sólo consistía en unas mangas largas y una espalda hecha de metros de una tela que colgaba hasta el suelo. Estaba ribeteada con un encaje color crema que únicamente servía para resaltar su piel desnuda.
– Nunca había visto una bata como ésta -jadeó Elizabeth, intentando en vano juntar ambos lados para cubrirse-. ¿Qué demonios voy a hacer? Y, lo que es más importante, ¿qué va a decir mi marido?
– Por alguna razón, creo que su excelencia estará encantado.
Su excelencia, efectivamente, se mostró encantado cuando abrió la puerta de sus aposentos en respuesta a sus golpecitos. De hecho, se quedó sin aliento.
Ante él se alzaba una visión envuelta en seda de un color azul muy pálido. Una visión de cabello castaño rojizo, cuya nívea piel brillaba bajo un tentador salto de cama que apenas la cubría. Su mirada comenzó a descender desde el rostro arrebolado de ella por su escote atrevido y la prenda que se adhería provocativa mente a su figura. Inmediatamente sintió una presión en la entrepierna.
– Estás deslumbrante -comentó en voz baja, llevándose una mano de Elizabeth a los labios.
Ella carraspeó.
– Me siento bastante… desnuda. No logro entender qué pretendía mi tía al regalarme semejante conjunto.
Austin se esforzó por no reír y la condujo a su espaciosa alcoba. Sabía exactamente qué pretendía lady Penbroke y se lo agradeció para sus adentros.
– Deslumbrante -le aseguró de nuevo.
– De modo que ¿está contento el duque?
– El duque está muy contento.
– Entonces supongo que estoy cumpliendo con mi deber de duquesa.
– ¿Lo ves? Te dije que sería sencillo. -Le señaló una mesa pequeña y dispuesta con esmero junto a la chimenea-. ¿Tienes hambre?
– No.
– ¿Sed?
– No.
– ¿Estás nerviosa?
– Hum… -Una sonrisa compungida se dibujó en sus labios-. Sí. Pero estaba haciendo un gran esfuerzo por disimularlo.
– Me temo que la expresividad de tus ojos te delata…, como también el rubor que tiñe tus mejillas y el hecho de que estás retorciéndote los dedos.
Elizabeth bajó la vista hacia sus manos y desenlazó los dedos.
– ¿Sabes qué es lo que va a ocurrir entre nosotros, Elizabeth? -preguntó él, deslizándole la punta del dedo por la tersa mejilla.
Ella alzó los ojos para mirado a la cara.
– Claro -respondió, sorprendiéndolo con su naturalidad-. Estoy familiarizada con el estudio de la cría de animales y la anatomía humana.
– Ah…, entiendo. -Se acercó a ella y le posó las manos sobre los hombros-. Bueno, no sé si te servirá de consuelo, pero yo también estoy nervioso.
Ella abrió los ojos como platos.
– ¿Quieres decir que tampoco has hecho esto nunca?
Austin ahogó una carcajada.
– No, no es eso lo que quiero decir.
– Mi aprensión deriva del miedo a lo desconocido. Si no es éste tu caso, ¿por qué estás nervioso?
«Porque quiero que esta noche sea perfecta para ti, en todos los sentidos. Nunca imaginé que sería tan importante para mí que tú quedaras satisfecha», pensó él. Además, se sentía inseguro ante la idea de seducir a una inocente. Siempre había evitado a las vírgenes como a la peste, pero ahora debía afrontar la inquietante tarea de desflorar a su esposa.
– La primera vez que dos personas hacen el amor siempre resulta un poco incómoda -dijo-. No quiero hacerte daño.
– Y yo no quiero decepcionarte.
La miró de arriba abajo. Eso no era muy probable. Ofrecía un aspecto maravilloso e increíblemente dulce. Y tan inocente… y atractiva. Además, su atuendo era de lo más provocativo. Su mirada se perdió en su pronunciado escote y vio la rosada parte superior de sus pezones que asomaban por el borde. Su sexo se hinchó inmediatamente, y él tuvo que recurrir a toda su fuerza de voluntad para no soltar un quejido.
– Tienes el ceño fruncido -observó ella, apartándose intranquila-. ¿Te preocupa algo? Con gusto hablaré contigo de tus problemas.
– ¿En serio?
– Por supuesto. Es obligación de una esposa aliviar las preocupaciones de su marido, ¿no es cierto?
Dios todopoderoso, se moría de ganas de que ella aliviase sus preocupaciones.
– En ese caso, te diré en qué estoy pensando. -«Y te lo mostraré», dijo para sus adentros.
La atrajo delicadamente hacia sí hasta que sólo los separaban unos centímetros. Ella alzó la barbilla y lo miró con ojos inquisitivos.