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– Estaba pensando -empezó a decir él- que me gustaría que te soltaras el pelo.

Alargó el brazo y le desabrochó el prendedor incrustado de perlas que le sujetaba el cabello en lo alto de la cabeza. Cientos de rizos largos y suaves se desparramaron cayéndole a Elizabeth por la espalda, hasta que las puntas le rozaron las caderas. Austin hundió los dedos entre los sedosos mechones y se los llevó a la cara.

– Tienes un cabello increíble -susurró, aspirando la fragancia floral de sus bucles color castaño rojizo-. He deseado tocarlo, deslizar las manos por él, desde la primera vez que te vi.

Ella lo miraba fijamente, inmóvil, con los ojos muy abiertos.

– También estaba pensando en el aspecto tan suave que tiene tu piel -prosiguió él, siguiendo con los dedos la línea que descendía desde las mejillas hasta el cuello, y de ahí hasta el hoyuelo situado entre las clavículas.

Un débil gemido escapó de los labios de ella cuando sus dedos descendieron aún más y rozaron la turgencia de sus senos casi desnudos.

Austin colocó las manos sobre los hombros de ella y deslizó con suavidad la bata hacia abajo a lo largo de sus brazos caídos, hasta que la prenda se arrebujó a sus pies. Austin se quedó sin palabras, incapaz de apartar la vista de su sobria belleza, del brillo de deseo que empezaba a asomar en sus ojos.

– ¿En qué estás pensando ahora? -preguntó ella en un susurro al ver que él continuaba contemplándola en silencio.

– Prefiero enseñártelo.

Le tomó el rostro entre las manos y notó que a Elizabeth el pulso le latía a gran velocidad en la base de la garganta, casi tan deprisa como a él. Bajó la cabeza y la besó, moviendo los labios con delicadeza al principio, y después con presión creciente. Cuando su lengua buscó el camino al interior de su boca, ella la recibió con la suya. Él soltó un gemido y la abrazó con fuerza, deslizando las manos por la espalda que el atrevido camisón dejaba al descubierto.

Bajó las manos hasta sus nalgas y la levantó, apretando el muslo de ella con su miembro excitado. Ella emitió un jadeo que se convirtió en un gruñido gutural cuando él se frotó suavemente contra ella.

– Dios, tocarte es delicioso -le susurró Austin al oído. Ella se estremeció entre sus brazos… Era un estremecimiento de placer que la recorrió de la cabeza a los pies-. Tan increíblemente delicioso…

Sus manos se apartaron de las tentadoras nalgas y subieron, explorando sus curvas, su tronco, hasta apretar entre sus palmas los lados de sus generosos pechos. Ella pronunció su nombre con un suspiro cuando él comenzó a mover lentamente los pulgares en círculo en torno a sus pezones cubiertos de seda.

Tomó los pechos en sus manos, acariciando suavemente sus puntas excitadas a través de la vaporosa tela de su vestido, sin apartar la mirada de su rostro. A Elizabeth la sangre le subió a las mejillas y los ojos se le cerraron cuando él introdujo los dedos en el escote de su camisón y le tocó la sensible piel.

– Mírame, Elizabeth -le ordenó en voz baja mientras sus dedos jugueteaban con sus pezones-. Quiero verte los ojos.

Ella levantó despacio los párpados y clavó en él una mirada vidriosa y soñadora. Él deslizó los dedos bajo los tirantes de su camisón y lo hizo bajar muy despacio por su cuerpo.

Centímetro a centímetro, ella se reveló ante él, en una tortura lenta y sensual que aumentaba junto con su deseo. Sus pechos turgentes y voluptuosos, con los pezones erectos, parecían suplicarle que los tocara. Su estrecha cintura daba paso a unas caderas sutilmente redondeadas. El camisón resbaló de entre los dedos de Austin y cayó a los pies de Elizabeth, dejando al descubierto una tentadora mata de rizos castaños entre sus muslos y unas piernas largas y esbeltas. De inmediato él se imaginó esas piernas alrededor de su cintura y sintió una explosión de deseo en su interior.

– Elizabeth…, eres preciosa…, perfecta.

Sabía que desnuda sería muy bella, pero literalmente lo dejaba sin aliento. Se agachó, la levantó en brazos, la llevó a la cama y la depositó con cuidado sobre la colcha. Se quitó la ropa tan rápidamente como se lo permitieron sus manos trémulas y se acostó a su lado.

Ella se acodó de inmediato sobre el lecho, recorriendo el cuerpo de Austin ávidamente con la mirada. Él se obligó a permanecer quieto, dejando que ella lo contemplara hasta hartarse.

– Nunca antes había visto a un hombre desnudo -reconoció ella, posando la vista en todos los rincones de su cuerpo, abrasándole la piel.

– Me alegro de oírlo.

Elizabeth se quedó observando su miembro, tan erecto que incluso la mirada de ella le dolía.

– Dime una cosa: ¿son todos los hombres tan… impresionantes como tú?

– Me temo que no lo sé -soltó él, aunque no creía que ningún otro hombre hubiera estado nunca tan excitado como él en ese momento. Y ella ni siquiera lo había tocado aún.

Necesitaba sentirla, saborearla. Entre sus brazos, en su boca, ahora mismo.

Empujándole suavemente la parte superior del cuerpo para que la apoyara de nuevo en la cama, bajó la cabeza y rodeó uno de sus pezones endurecidos con sus labios. Ella profirió un quejido y enredó sus dedos en su pelo, arqueando la espalda, ofreciéndose más todavía a su boca. Él atendió a su ruego silencioso, dedicando generosamente su atención a un pecho y luego al otro, con sus labios y su lengua.

– Madre mía -resopló ella-. Me siento tan… -Su voz se perdió en un suspiro etéreo.

Él alzó la cabeza.

– Tan… ¿qué?

La visión de ella, con su magnífica cabellera dispersa alrededor, los pezones húmedos y erectos por la acción de su lengua, sus ojos llenos de pasión, casi lo dejó sin sentido.

– Tan caliente. Tan temblorosa. Y… llena de deseo.

Comenzó a moverse sin parar, y Austin apretó los dientes cuando su suave vientre le rozó la virilidad.

Dios, sí, entendía perfectamente esas sensaciones, pero él estaba quemándose vivo. Estremecido. Desesperado. Nunca había deseado tanto a una mujer, hasta el extremo de que le temblasen las manos, de que no pudiese pensar con claridad.

Le acarició el abdomen y ella exhaló un suspiro largo.

– Abre las piernas para mí -le susurró Austin al oído. Ella obedeció, separando los muslos para darle acceso a la parte más íntima de su cuerpo.

En el instante en que la tocó, los dos gimieron. Con infinito cuidado, la estimuló con un movimiento suave y circular hasta que las caderas de ella empezaron a moverse en círculos bajo su mano. Austin se sentía tan inflamado de deseo que estaba a punto de abandonar su determinación de avanzar poco a poco.

Le introdujo un dedo con suma delicadeza, y de inmediato sintió una presión cálida y aterciopelada. Estaba tan apretada…, tan caliente y tan húmeda… Su miembro excitado se tensó, y una fina capa de sudor apareció en su frente.

Sus miradas se encontraron. Ella alzó la mano y le tocó la cara con ternura.

– Austin…

Él había imaginado que oírla pronunciar su nombre con una voz susurrante y llena de pasión aumentaría su deseo, pero la realidad le hizo perder el control por completo. Se colocó entre sus muslos y, despacio y con reverencia, la penetró hasta que llegó al himen. Intentó traspasar la barrera sin causarle dolor, pero era imposible. Consciente de lo que había que hacer e incapaz de esperar un segundo más, aferró sus caderas con las manos y empujó con ímpetu, hundiéndose en ella hasta lo más hondo.

El gemido de ella le atravesó el corazón.

– Lo siento mucho, cariño -musitó él, reuniendo las fuerzas suficientes para permanecer totalmente quieto-. ¿Te he hecho daño?

– Sólo por un instante. Más que nada, me has sorprendido. -Una sonrisa jugueteó en sus labios-. Me has sorprendido de un modo maravilloso. Por favor, no pares.

No hizo falta que se lo pidiera dos veces. Apoyando el peso de su tronco en las manos, se deslizó lentamente adentro y afuera de su sexo húmedo y caliente. Se retiraba hasta casi abandonarla, sólo para sumergirse profundamente en su calor. Elizabeth lo miraba fijamente, y él observó en la profundidad dorada de sus ojos castaños todos los matices del placer. Ambos movían las caderas rítmicamente, y él apretó los dientes, pugnando por recuperar el control, decidido a darle placer antes de liberar el suyo propio. Pero por primera vez en su vida este propósito le pareció imposible de cumplir. El sudor le cubría la piel, y los hombros le dolían a causa del esfuerzo de retrasar su clímax.