Cuando el sexo de ella se apretó en torno al suyo él la miró, como hipnotizado. Elizabeth arqueó la espalda y se entregó por completo a la pasión. Su reacción desinhibida era una visión tan increíble, tan erótica, que él perdió todo control. Incapaz de contenerse más, la embistió y palpitó durante un momento interminable en el que casi perdió el sentido, y se derramó en su cálido interior.
Cuando la hinchazón remitió por fin, la abrazó y rodó de manera que los dos quedaron de costado. Sus cuerpos encajaban perfectamente el uno en el otro. Ella lo estrechó con fuerza y colocó la cabeza bajo su barbilla, con los labios pegados a su garganta.
Su dulce beso lo deleitó como una caricia, y el «efecto Elizabeth» se apoderó de él. Todavía respiraba de forma irregular, por lo que se obligó a hacer inspiraciones profundas y pausadas. Ella posó la mano sobre su corazón desbocado y se acurrucó contra él, como para sentirse más segura.
Dios. Ella era tan deliciosa… Y era suya. Toda suya. Sus labios se curvaron en una sonrisa de satisfacción. Le acarició la espalda y esperó a que su pulso se normalizara.
Su ritmo cardíaco tardó un buen rato en volver a la normalidad, y como Elizabeth guardaba un silencio insólito en ella, Austin pensó que se había quedado dormida. Se recostó ligeramente para contemplada y se sorprendió al ver que alzaba la barbilla y lo miraba a los ojos, con expresión seria e inmutable.
– Debo decirte, Austin, que mis estudios de anatomía no me habían preparado en absoluto para las maravillosas sensaciones que acabamos de compartir.
«Mis experiencias previas tampoco me prepararon en absoluto», pensó Austin. Le apartó con delicadeza un rizo rebelde de la frente, sin saber qué decir. Lo cierto es que su esposa lo había dejado sin habla.
Ella le atrapó la mano, se la llevó a la mejilla y luego le dio un beso.
– Ha sido como si hubieras encendido una cerilla y me hubieras prendido fuego. Como si cayese desde un precipicio y flotara suavemente hasta el suelo rodeada de nubes de algodón. Como si nuestras almas se fundiesen en una. -Sacudió la cabeza y arrugó la frente-. ¿Tiene algún sentido todo eso?
Él nunca había sentido nada remotamente parecido a lo que acababa de experimentar al hacerle el amor a esa mujer. Nunca antes lo había consumido un impulso tan posesivo, una increíble sensación de ternura.
– Tiene todo el sentido del mundo -aseguró-. Y es algo que mejora con el tiempo.
Elizabeth puso cara de pasmo al oír esas palabras.
– ¿Mejora? Cielo santo, ¿cuánto puede llegar a mejorar?
– Estaré encantado de mostrártelo.
Elizabeth soltó un gritito ahogado, sobresaltada, cuando él se colocó boca arriba y ella de pronto se encontró sentada a horcajadas sobre sus musculosos muslos. Al bajar la vista hacia él, el corazón le dejó de latir por unos instantes. Dios bendito, era el hombre más apuesto que hubiese visto jamás.
– Al parecer me tienes bajo tu poder, esposa -dijo él con una media sonrisa traviesa-. Me pregunto qué piensas hacer al respecto. -Entrelazó las manos bajo la cabeza y la observó con sus ojos negros y centelleantes.
Ella bajó la mirada lentamente, estudiando el fascinante cuerpo masculino. Los remolinos de vello negro que le cubrían el pecho se estrechaban en su abdomen hasta formar una delgada línea que volvía a ensancharse hacia la entrepierna.
Al contemplar esa parte de él, a Elizabeth se le cortó el aliento. La visión de su miembro erecto y excitado la cautivó y la intrigó a la vez. Ansiaba tocarlo…, tocar esa parte de su cuerpo…, tocarlo por todas partes. Poco a poco, volvió a fijar la vista en sus ojos ardientes.
– Tócame -la invitó él, con una voz semejante a una caricia suave y áspera a la vez-. Estoy totalmente a tu disposición. Explora todo lo que desees.
Sin esperar a que la incitase más, ella se inclinó hacia delante, le colocó las manos en los sobacos, bajo sus brazos, y deslizó los dedos muy despacio por su cuerpo. Fascinada, observó cómo se le estremecían los músculos a su contacto. Él gimió y la miró a través de los párpados entornados con sus ojos oscuros y tormentosos.
– ¿Te gusta? -susurró ella.
– Hum…
Animada por su muestra de asentimiento, Elizabeth se dejó llevar por la curiosidad. Le pasó los dedos por el crespo vello del pecho, maravillándose de la combinación de texturas: la flexibilidad del vello sobre la piel cálida que cubría sus duros músculos. Cada contracción de esos músculos y cada gemido que él emitía aumentaban la confianza de Elizabeth.
Deseosa de proporcionarle tanto placer como él le había dado, imitó las acciones previas de Austin. Se inclinó hacia delante, le besó el pecho y como recompensa él profirió un sonido parecido a un quejido. Ella sacó la lengua y le acarició delicadamente con ella una de sus tetillas planas y marrones. Un gemido le indicó que eso le gustaba. Su lengua se movió con más atrevimiento, lamiéndole primero una tetilla y luego la otra, metiéndoselas en la boca y rodeándolas lentamente con la lengua. Conforme los gemidos de él se hacían más largos, la invadió una satisfacción femenina por el hecho de ser capaz de afectar a ese hombre poderoso de un modo tan intenso.
Austin apretó las mandíbulas y rogó al cielo que le diera fuerzas. Cuando había invitado a Elizabeth a explorar su cuerpo, no era consciente de la dulce tortura a la que lo sometería. Su miembro, dolorosamente estimulado, ansiaba hundirse en ella, imploraba desahogo, pero si él sucumbía a su irrefrenable impulso, sin duda la asustaría. Además, interrumpiría la minuciosa exploración que ella llevaba a cabo, a todas luces una espada de doble filo. No sabía cuánto más podría soportar, pero de ninguna manera quería que su esposa se detuviese.
Se las arregló de algún modo para mantener las manos enlazadas tras la cabeza, pero se le habían entumecido los dedos de apretados tan fuerte. Hasta esa noche había creído poseer un gran control de sí mismo; su mente dominaba a su cuerpo y no viceversa. Siempre había sido capaz de aplazar su clímax tanto como quisiera.
Pero esa noche no.
No mientras las dulces manos de Elizabeth recorriesen su cuerpo, mientras su suave lengua lo acariciara, mientras su miembro se tensara, duro como una piedra y a punto de estallar. No mientras…
Ella le rozó el pene con las puntas de los dedos, y Austin sintió una fulminante oleada de deseo.
Apretó los dientes y cerró los ojos con fuerza mientras las manos de ella lo acariciaban, moviéndose arriba y abajo a lo largo de esa parte de él que ardía y palpitaba por ella. El deseo lo acometió en sucesivos embates, ahogándolo en un mar de sensaciones. Si ella no se detenía pronto, él explotaría en sus manos. Segundos después ella le rodeó el tallo con los dedos, apretó ligeramente y él supo que estaba perdido. Ningún hombre podía aguantar tanto.
No podía contenerse más.
Con un gemido de agonía, tendió a Elizabeth boca arriba y se hundió en ella con una acometida profunda y potente.
– ¡Austin!
– Dios, lo siento.
No podía creer que la hubiese embestido con la falta de delicadeza de un jovencito atolondrado. Y todo porque no había podido evitarlo no había logrado controlarse. Había perdido el dominio de sí mismo. Sin embargo, comprendió con irritación que si hubiera esperado un poco más antes de penetrarla habría eyaculado como no lo había vuelto a hacer desde que era un muchacho. Una fuerza que no podía dominar ni entender lo tenía en su poder. Apoyó la frente en la de Elizabeth y luchó por controlar lo incontrolable.