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Qué interesante.

– Siento mucho no haber sabido apreciar vuestra fiesta -se disculpó la joven, retrocediendo unos pasos-. Es una fiesta encantadora. Encantadora. La comida, la música, los invitados, todos son…

– ¿Encantadores? -aventuró él, servicialmente.

Ella asintió con la cabeza y retrocedió unos pasos más. Él no despegó la mirada de su rostro. Los expresivos ojos de Elizabeth mostraron una sucesión de emociones: vergüenza, desánimo, sorpresa… Sin embargo, él no detectó en ellos el menor asomo de timidez afectada o de cálculo interesado. Tampoco parecía especialmente impresionada por su ilustre título. No obstante, lo que lo fascinó fue la absoluta ausencia de coquetería en su comportamiento.

Ella no estaba flirteando con él.

Tampoco había coqueteado con él antes, cuando aún no sabía quién era, pero ahora…

Pues sí, resultaba muy, muy interesante.

– Gracias por acompañarme, excelencia. Creo que ahora volveré a la casa. -Retrocedió varios pasos más.

– ¿Y qué me dice de su vestido, señorita Matthews? Ni siquiera una advenediza de las colonias osaría mostrarse en el salón de baile en ese estado.

Elizabeth se detuvo y se miró.

– Supongo que no hay esperanza de que nadie lo note.

– No hay la menor esperanza. ¿Pasarán la noche aquí su tía y usted?

– Sí. De hecho, nos quedaremos varias semanas en Bradford Hall como invitadas de la duquesa viuda… -sus ojos brillaron con súbita comprensión-, que es vuestra madre.

– En efecto, lo es.

Austin se preguntó por un momento si su madre había concertado la visita con la esperanza de emparejado con Elizabeth, pero desechó la idea de inmediato. Le parecía inconcebible que a su madre, tan convencional, se le pasase por la cabeza la idea de que una americana pudiera ser una duquesa aceptable. No, Austin sabía demasiado bien que su progenitora había puesto el ojo en varias jóvenes de rancio abolengo británico.

– Como usted se aloja en esta casa, creo que puedo resolver su problema -dijo-. Le indicaré el camino de una entrada lateral poco usada que conduce directamente a las habitaciones de los invitados.

Ella le dirigió una mirada de gratitud inconfundible.

– Eso me salvaría sin duda del desastre social que veo cernerse sobre el horizonte.

– Vamos, pues.

Mientras caminaban hacia la mansión, Elizabeth preguntó:

– Detesto abusar más aún de vuestra bondad, excelencia, pero ¿os importaría disculpar mi ausencia ante mi tía cuando volváis a la sala de baile?

– Pierda cuidado; así lo haré.

– Eh… -Se aclaró la garganta-. ¿Y qué excusa pensáis darle? -¿Excusa? Ah, supongo que le diré que ha sufrido usted un leve vahído.

– ¡Vahído! -exclamó indignada-. ¡Qué tontería! Yo jamás caería víctima de algo tan frívolo. Además, tía Joanna no se lo creería. Sabe que soy de constitución fuerte. Deberíais pensar en otra cosa.

– De acuerdo. ¿Y qué me dice de una jaqueca?

– Jamás sufro de eso.

– ¿Y la dispepsia?

– Mi estómago funciona sin problemas.

Austin reprimió un gesto de desesperación.

– ¿Acaso nunca está usted indispuesta?

Elizabeth negó con la cabeza.

– Os olvidáis de que soy…

– De constitución robusta, sí, ya lo veo. Sin embargo, me temo que cualquier otra excusa, como la de un ataque de fiebre, causaría una preocupación innecesaria a su tía.

– Hum. Supongo que tenéis razón. No quisiera asustarla. De hecho, lo de la jaqueca no está tan lejos de la realidad. La mera idea de regresar al salón de baile hace que me palpiten las sienes. Muy bien -dijo, asintiendo con la cabeza-, podéis comunicarle que he sucumbido a la jaqueca.

Austin reprimió una sonrisa.

– Gracias.

– De nada -le respondió ella con una sonrisa radiante.

Unos minutos después llegaron a la mansión, y Austin la guió entre las sombras hasta una puerta lateral prácticamente oculta por la hiedra. Buscó el pomo a tientas y abrió la puerta.

– Ahí tiene. Los aposentos de los invitados están en lo alto de las escaleras. Tenga cuidado con los escalones.

– Lo tendré. Gracias de nuevo por vuestra amabilidad. -Ha sido un placer.

La mirada de Austin se posó en su rostro, débilmente iluminado. Incluso despeinada como estaba le parecía preciosa. Y divertida. No podía recordar la última vez que se había sentido de tan buen humor. Aunque le esperaban asuntos acuciantes en casa, no podía resistirse a prolongar aquel agradable paréntesis un poco más. Con suma delicadeza, le tomó la mano y se la llevó alas labios. Notó que tenía la mano caliente y suave, y los dedos largos y finos. De pronto, el aroma a lilas lo asaltó de nuevo.

Sus miradas se encontraron, y Austin se quedó sin aliento. Maldición, ella tenía un aspecto tan deliciosamente desarreglado…, como si las manos de un hombre le hubiesen desordenado el cabello y la ropa. Bajó la vista hacia su boca…, una boca incitante, increíblemente tentadora, y se preguntó a qué sabría. Imaginó que se inclinaba hacia delante, que le rozaba los labios con los suyos una vez y luego otra, antes de profundizar el beso, deslizando la lengua dentro de la seductora calidez de su boca. Tendría un sabor delicioso, como el de…

– Oh, Dios mío…

Los dedos de ella se cerraron con fuerza en torno a los suyos mientras lo contemplaba con los ojos muy abiertos. Mantuvo la mirada fija en los labios de él durante varios segundos y luego la apartó, visiblemente turbada. Austin se sorprendió al advertir que una sensación de calor le recorría el cuerpo. De no haber sido imposible, creería que ella le había leído el pensamiento.

Se disponía a soltarle la mano cuando la joven profirió un grito ahogado. Se miraron a los ojos y Austin se percató de que ella había palidecido de repente. Intentó apartar su mano de la de Elizabeth, pero ella se la apretó con más fuerza.

– ¿Qué ocurre? -preguntó, alarmado ante su lividez, nervioso por la concentración con que lo observaba-. Parece que haya visto un fantasma.

– William.

Austin se quedó paralizado.

– ¿Cómo ha dicho?

Los ojos de ella buscaron desesperadamente los suyos.

– ¿Conocéis a alguien llamado William?

Todos los músculos del cuerpo de Austin se tensaron.

– ¿A qué cree que está jugando?

Por toda respuesta, ella le estrujó la mano entre las suyas y cerró los párpados.

– Es vuestro hermano -musitó-. Os han dicho que murió sirviendo a su país. -Abrió los ojos, y su expresión produjo en él la espeluznante sensación de que podía verle el alma-. No es verdad.

A Austin se le heló la sangre. Retiró la mano bruscamente y retrocedió un paso, conmocionado por sus palabras. ¿Acaso conocía esa mujer su secreto más oscuro? Y en caso afirmativo, ¿cómo lo sabía?

Todas las imágenes que había intentado borrar de su mente durante un año lo asaltaron de golpe. Un callejón lóbrego. El encuentro de William con un francés llamado Gaspard. Cajas llenas de armas. Dinero que cambia de manos. Preguntas insistentes. Un amargo enfrentamiento entre hermanos. Y después, sólo unas semanas después, la noticia de que William había muerto en Waterloo, convertido en héroe de guerra.

El corazón le latía con fuerza mientras intentaba conservar lo calma. ¿Había algo más en esa mujer de lo que parecía? ¿Sabría algo de la carta que había recibido hacía poco o de los tratos de William con el francés? ¿Sería ella la clave que él había posado un año buscando?

Entornó los ojos sin apartarlos de la cara pálida de ella, y repitió la mentira que había dicho en incontables ocasiones:

– William murió luchando por su país. Es un héroe.

– No, excelencia.

– ¿Me está diciendo que mi hermano no era un héroe?

– No. Os estoy diciendo que no murió. Vuestro hermano William está vivo.