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Ella le tomó la cara entre sus delicadas manos.

– ¿Te he… molestado de alguna manera?

Su tono denotaba confusión e inquietud, y Austin se habría reído de su ridícula pregunta si hubiera tenido el aliento suficiente.

– No. Me has causado mucho placer. Demasiado -musitó con una voz ronca que no reconoció. Empezó a moverse con ella, con un vaivén largo y enérgico-. Elizabeth…, rodéame con las piernas.

Ella alzó sus largas piernas y, entrecruzando los tobillos tras la espalda de Austin, se balanceó al compás de cada uno de sus movimientos al tiempo que él la acometía, cada vez más deprisa y con más ímpetu. Austin, sumido en una vorágine de sensaciones, la oyó murmurar su nombre una y otra vez, la sintió latir alrededor de él, apretándolo con su sexo aterciopelado y caliente.

Abandonándose por completo, se hundió en ella repetidamente, con el corazón golpeándole el pecho. Su clímax lo asaltó con tanta fuerza que su última embestida estuvo a punto de lanzar a Elizabeth contra la cabecera. Se desplomó sobre ella, agotado, y dejó caer la cabeza en su hombro. Tenía la piel empapada en sudor, y su respiración entrecortada le quemaba los pulmones. No habría podido moverse aunque le fuera la vida en ello.

Al cabo de un rato ella se removió debajo de él y logró levantarle la cabeza. Él miró sus bellos ojos, que irradiaban una ternura que le llegó a lo más hondo.

Ella le pasó las puntas de los dedos por los labios.

– Eres maravilloso -susurró.

Sus palabras fluyeron sobre él, lo envolvieron, y el corazón le brincó en el pecho. «Eres maravilloso.» Había oído esas palabras antes, de boca de alguna amante satisfecha, pero esta vez sabía que era distinto. Porque la persona que las pronunciaba también era distinta. Y porque intuía que no se refería a sus dotes amatorias.

«Eres maravilloso.» Ninguna otra mujer se lo había dicho refiriéndose en realidad a él, a que él era maravilloso. Diablos, sabía que no lo era, pero el placer lo invadió de todas maneras.

Una sensación de… ¿de qué?… lo rodeaba. ¿De bienestar? Sí, pero había algo más. Otro sentimiento que no acertaba a Identificar y que lo llenaba de satisfacción y calidez. Tardó un momento en descubrir de qué sentimiento se trataba. Hacía canto que no lo experimentaba que al principio no lo había reconocido.

Era la felicidad. Ella lo hacía feliz.

Pero se recordó que todavía había preguntas sin respuesta sobre su esposa. Elizabeth guardaba secretos de su pasado que no había compartido con él. Y su matrimonio era de conveniencia.

Aunque resultaría tan fácil persuadirse de lo contrario…

13

Robert se encontraba en el salón de Bradford Hall, y aún le resonaba en los oídos la estremecedora noticia que el magistrado acababa de comunicarles. «Tenía la cara destrozada, imposible de identificar, pero saltaba a la vista que era un alguacil. Llevaba la chaqueta roja de Bow Street. Parece tratarse de un robo, pero tendremos que llevar a cabo una investigación. El mozo de cuadra de ustedes se llevó un buen susto al encontrar el cadáver así. Tendremos que notificado a su excelencia de inmediato.»

– No logro imaginar qué estaría haciendo un alguacil en las ruinas -le dijo Robert a Miles, que se hallaba junto a la repisa de la chimenea-. Pero fuera cual fuese la razón, esta historia me da mala espina.

– Tal vez Austin conociese al hombre -aventuró Miles-. Lo averiguaremos mañana cuando lleguemos a Londres.

– Sí. He dispuesto que traigan el carruaje al alba. No le he dicho a madre ni a Caroline por qué nos vamos, pero siempre se mueren de ganas de viajar a la ciudad, gracias a Dios. -Robert se pasó las manos por el cabello-. No me ha parecido muy adecuado comunicarles que Mortlin había descubierto un cadáver entre los matorrales y que quizás haya un asesino suelto por aquí. Por supuesto, madre se ha mostrado reacia a interrumpir el viaje de novios de Austin y Elizabeth, así que te agradezco que nos hayas invitado a alojarnos en tu casa de la ciudad.

– Es un placer para mí -respondió Miles, apurando su copa de brandy.

– Me tranquiliza que los últimos invitados, incluida lady Penbroke, se hayan marchado esta mañana -prosiguió Robert-, por lo que no ha sido necesario presentarles excusas.

– En efecto -dijo Miles, sirviéndose otro brandy y tomándoselo de un trago.

Robert se quedó mirándolo.

– ¿Te encuentras bien?

– Estoy bien, ¿por qué lo preguntas?

– Porque prácticamente has vaciado la licorera de brandy en los últimos cinco minutos.

– Es sólo que estoy un poco nervioso, supongo.

Robert asintió con la cabeza.

– Te entiendo perfectamente. -Consultó el reloj que descansaba sobre la repisa-. Es casi medianoche. Me retiro y te sugiero que hagas lo propio.

– No tardaré. Buenas noches.

En cuanto Robert hubo salido de la habitación, Miles se sirvió otro brandy. Apoyado en la repisa de la chimenea contempló las llamas, intentando deducir qué estaba haciendo un alguacil en Bradford Hall y por qué lo habían matado. Nada estaba claro salvo el hecho de que Robert, su madre y Caroline debían marcharse de allí hasta que el misterio se resolviese. Se le hizo un nudo en el estómago. Si algo le ocurriese a Caroline…

Se bebió media copa y cerró los ojos. No. Caroline no sufriría ningún daño; él se aseguraría de ello. Pero primero tendría que sobrevivir al viaje de cinco horas que lo esperaba al día siguiente.

Cinco horas en un carruaje con Caroline. Cinco horas teniéndola al alcance de la mano, cinco horas aspirando su delicada fragancia.

Cinco horas de tortura inhumana.

Se le revolvieron las tripas sólo con pensado. Una cosa era evitarla en medio de una multitud y otra muy distinta intentar fingir indiferencia en un carruaje. Y delante de su hermano y su madre, por si fuera poco.

Maldición, ¿cuándo demonios se había hecho mayor Caroline? La había visto miles de veces y nunca se había fijado en ella. Siempre había sido «la pequeña Caroline» hasta esa noche, hacía dos meses, en que había bailado un vals con ella. Desde entonces le parecía que no podía dejar de mirada. La joven había encajado entre sus brazos como si estuviera hecha sólo para él, y por más que Miles se esforzaba, no lograba borrar de su memoria su olor y su tacto.

Cerró los ojos, visualizándola en su mente. ¿Qué se sentiría al tocar esos labios? ¿A qué sabrían?

Abrió los párpados de golpe y se tomó el resto del brandy de un trago. «¡Un momento! -se dijo-. ¿En qué diablos estoy pensando?» Si Austin llegara a sospechar siquiera que tenía pensamientos carnales sobre Caroline, con un chasquido de los dedos ordenaría que le cortasen la cabeza.

Tenía que apartar de su ánimo esos impulsos descabellados. Caroline no era una mujer con la que se pudiera jugar, una mujer como las que le gustaban a él. Caroline deseaba un marido, y como él no abrigaba la menor intención de convertirse en uno, tenía que olvidarse de esa locura. No buscaba una esposa, en absoluto. Se negaba a dejarse encadenar, como le había sucedido a su padre con su segunda mujer, una arpía fastidiosa que le había hecho la vida imposible hasta el final.

Soportaría el viaje en coche de caballos al día siguiente y la presencia de Caroline en su casa durante un tiempo, y después ya no tendría que volver a verla hasta la siguiente temporada, gracias a Dios. Para entonces, no le costaría mucho evitarla.

Alguien llamó a la puerta.

– Adelante.

Caroline entró y cerró la puerta tras sí.

Miles sintió como si la habitación, de pronto, se hubiese quedado sin aire.

– Muy buenas noches -dijo ella, colocándose a su lado frente a la chimenea y dedicándole una sonrisa vacilante-. Buscaba a Robert.