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– Ha sido un despertar muy bonito -murmuró cuando recuperó el habla.

Le acarició la región baja de la espalda y las redondas nalgas con un movimiento suave y circular.

– Para mí ha sido muy bonito también -dijo ella con un guiño descarado que lo hizo sonreír.

En efecto, los tres últimos días habían sido los más felices que Austin había vivido. Habían salido de la casa sólo una vez, para dar un paseo en carruaje por Hyde Park, y después para curiosear por las tiendas de Bond Street. Austin se había prendado de unos pendientes de diamantes y perlas en una joyería de moda y se los había comprado a su esposa a pesar de sus protestas. Después Elizabeth descubrió una librería pequeña en una callejuela adoquinada y lo había arrastrado al interior.

– Creía que habías dicho que no te gustaba ir de compras -había bromeado él mientras ella examinaba los volúmenes de las estanterías.

– No me interesa ir a comprar cosas, pero esto son libros.

Él no estaba muy seguro de haber entendido la distinción, pero le encantó poder complacerla. Le compró más de una docena de libros y se percató, divertido, de que ella se mostraba mucho más entusiasmada con ellos que con los pendientes de precio exorbitante que acababa de regalarle.

Aparte de esta salida, hecha el día anterior, habían pasado casi todo el tiempo en la alcoba de Austin, desnudos, tocándose, aprendiendo, disfrutando el uno del otro, compartiendo sus cuerpos. Incluso les servían la mayor parte de las comidas allí, y sólo salían de la habitación para cenar en el comedor formal. Pero en cuanto terminaban huían de nuevo a su mundo íntimo, donde él le enseñaba a su esposa el significado de la pasión, descubriendo de paso que, aunque había tenido muchas amantes, nunca había experimentado la honda ternura que Elizabeth le hacía sentir.

En su segunda noche, juntos habían hecho una escapada de medianoche al estudio privado de Austin. Él le había asegurado que tenía una sorpresa para ella y le había pedido que cerrase los ojos y se dejase conducir de la mano al estudio. El fuego de la chimenea bañaba la habitación en un brillo cálido y tenue. Ella paseó la mirada por todo el estudio y avistó el bosquejo que le había regalado, colgado en un lugar destacado de la pared situada frente al escritorio.

Él se acercó a ella por detrás y le rodeó la cintura con los brazos.

– Cada vez que alzo la vista hacia ese retrato, pienso en ti -le dijo en voz baja.

Después había dedicado una hora a enseñarle los pasos del vals y descubrió que ese baile era mucho más sensual de lo que nunca había imaginado. Quizás Elizabeth no fuese la pareja de baile más diestra que había tenido, pero nunca lo había pasado tan bien.

Acabaron haciendo el amor muy despacio y sin prisas sobre la gruesa alfombra al calor del fuego, y Austin supo que nunca volvería a entrar en su estudio sin ver en su mente a Elizabeth acostada sobre el tapiz, con los ojos brillantes de deseo y los brazos extendidos hacia él.

Ahora, ella le rozó el cuello con los labios. Dios, esa mujer lo hacía feliz, cosa que lo inquietaba, lo desconcertaba y lo ponía eufórico al mismo tiempo. Aunque en los últimos días ambos habían pasado muchos momentos románticos juntos, riendo y charlando, ella no le había revelado los motivos secretos que la habían impulsado a marcharse de América. Él había tocado el tema una vez, pero ella había desviado inmediatamente la conversación. Para su sorpresa, la renuencia de Elizabeth a contarle cosas de su pasado le molestó, pues él deseaba que ella le hablara de eso.

– ¿Qué te gustaría hacer hoy? -le preguntó Austin, acariciándole con delicadeza su tersa piel.

– Mmmm… Lo estoy haciendo ahora mismo.

– ¿Ah sí? ¿Y qué es?

– Abrazarte. Sentirte cerca de mí. Sentirte dentro de mí. -Echó la cabeza hacia atrás y lo miró con ojos sombríos y cargados de emoción. Le posó con ternura la mano en la cara-. Tocarte. Amarte.

¿Estaba diciendo que lo quería? ¿O se refería sólo a hacer el amor con él? Austin no lo sabía, y aunque nunca antes había solicitado el amor de una mujer, de pronto deseaba oír palabras amorosas de boca de Elizabeth.

No podía negar que ese matrimonio de conveniencia estaba dando un vuelco inesperado. Además, la sensación de vulnerabilidad y confusión que lo embargaba era algo que no le gustaba demasiado.

Ella le pasó la punta de los dedos por las cejas.

– ¿Y a ti? ¿Qué te gustaría hacer hoy?

– Me gustaría quedarme aquí contigo y hacer el amor durante toda la tarde, pero hay unos asuntos que reclaman mi atención.

– ¿Puedo hacer algo para ayudarte?

Él sonrió al percibir el ansia en su voz.

– Me temo que no. Tengo que hacer varias diligencias y ocuparme de un enorme montón de correspondencia aburrida.

– ¿Podría acompañarte mientras haces tus diligencias?

– Me temo que debo encargarme de ellas solo. -No le hacía gracia llevarla consigo al barrio de la ribera-. Me distraerías demasiado. Estaría concentrado en ti, no en el trabajo.

Ella se quedó quieta y le puso las manos a los lados de la cara.

– Me ocultas algo. Vas a algún sitio adonde no quieres que yo vaya. -Soltó un suspiro-. Deja que te ayude, Austin.

Maldición, ¿es que esa mujer podía leerle el alma? Era, cuando menos, una pregunta perturbadora. ¿Podía ella ver el afecto creciente que le estaba tomando?

¿Afecto? Casi hizo un gesto de disgusto ante la insulsez de eso palabra, que no describía ni remotamente lo que sentía por ella. La idea de que ella pudiera ver o percibir cosas que él aún no estaba preparado para compartir lo desconcertaba, aunque Elizabeth no había vuelto a mencionar sus visiones ni a afirmar que le hubiese leído el pensamiento.

Deslizó el dedo por el tabique nasal de ella. En cuanto a llevarla consigo a los sitios a los que.tenía que ir, eso quedaba terminantemente descartado. No estaba dispuesto a exponerla al peligro o a…

– No quieres exponerme al peligro. Lo entiendo. Pero estaré contigo. Estaré perfectamente a salvo.

– No puedo llevarte a esos lugares, Elizabeth. Son sórdidos, en el mejor de los casos. No son la clase de sitios que frecuentan las damas.

– ¿Qué te traes entre manos exactamente?

Contempló la posibilidad de no decírselo, pero descubrió que no tenía las menores ganas de mentirle.

– ¿Recuerdas que en las ruinas te dije que había contratado a un alguacil de Bow Street para que investigase a un francés que vi con William antes de su muerte?

– Sí. Habías quedado en encontrarte con ese alguacil esa noche.

– Exacto. Bueno, pues he recibido informes de que el francés que busco, al que conozco por el nombre de Gaspard, ha sido visto hace poco en una taberna y antro de juego situado cerca del barrio ribereño. Iré a ver si lo encuentro.

– ¿Por qué?

«Porque ese bastardo amenaza con destruir todo lo que me importa -pensó-. Podría acarrear la ruina a mi familia…, de la que ahora formas parte.» Pese a su renuencia a mentir, sabía que tendría que hacerlo.

– Tengo motivos para creer que le robó varias cosas a William, y quiero recuperarlas.

– ¿Por qué no dejas que tu investigador lo encuentre?

– Deseo seguir su rastro mientras aún esté caliente.

Ella clavó la mirada en sus ojos, que estaban muy serios.

– Quiero acompañarte.

– De eso ni hablar.

– ¿No entiendes que podría ayudarte? ¿Por qué no intentas al menos creer en esa posibilidad? Podría percibir algo que te facilitase esa búsqueda. Si toco algo que él haya tocado o a alguna persona con quien haya hablado, tal vez podría adivinar su paradero.

– Diablos, ya sé que quieres ayudarme, y aunque no puedo negar que posees una intuición muy aguda, no eres maga. Sencillamente no hay manera de que puedas ayudarme en esto. Además, por nada del mundo voy a llevarte a los barrios bajos de Londres. Agradezco tu interés, pero…