– Pero no permitirás que vaya contigo.
– No. El barrio de la ribera es peligroso. Si sufrieras algún daño nunca me lo perdonaría.
– Y sin embargo pones tu propia vida en peligro.
– El riesgo es mucho menor para un hombre.
Una expresión de frustración asomó a los ojos de Elizabeth.
– ¿Qué debo hacer para probarte que puedo ayudarte?
¿Probar que sus supuestas visiones podrían conducirlo hasta Gaspard, un hombre a quien el mejor alguacil de Bow Street no había sido capaz de localizar? Deseaba con toda su alma poder creer eso, pero había dejado de creer en cuentos de hadas hacía mucho tiempo.
– No hay nada que puedas hacer -respondió en voz baja, y se sintió mal al ver el dolor que denotaba la mirada de ella, pero no tenía alternativa.
Elizabeth no iba a ayudarlo. De eso estaba seguro.
Elizabeth bajó las escaleras con un ejemplar de Sentido y sensibilidad en la mano, uno de los numerosos libros que Austin le había comprado la víspera. No tenía ganas de leer, pero anhelaba distraerse para librarse del nudo que se le había formado en el estómago de tanto preocuparse por él.
En medio del vestíbulo recubierto de mármol, miró con indecisión a derecha e izquierda. Tal vez intentaría encontrar la cocina para hurtar un vaso de sidra.
– ¿Puedo ayudaros, excelencia? -preguntó una voz profunda.
– ¡Ah! -Se llevó la mano al pecho-. ¡Carters! Menudo susto me ha dado.
– Os ruego que me perdonéis, excelencia.
Hizo una reverencia y luego se irguió con la espalda tan recta que ella se preguntó si alguien le habría metido una tabla por la parte de atrás de los pantalones.
– No se preocupe, Carters -dijo con una sonrisa que no fue correspondida-. ¿Podría indicarme por dónde queda la cocina?
Carters se quedó mirándola con el rostro desprovisto de toda expresión.
– ¿La cocina, excelencia?
El desaliento se apoderó de ella al oír el tono intimidatorio del mayordomo. Ella se puso recta también y le sonrió de nuevo.
– Sí. Quisiera un poco de sidra.
– No hay necesidad de que entréis jamás en la cocina, excelencia. Me encargaré enseguida de que un criado os traiga algo de sidra.
Giró sobre sus talones y echó a andar, presumiblemente para llamar a un criado. Ella reparó de inmediato en su cojera.
Estaba segura de que no lo había visto cojear cuando Austin se lo presentó. Durante un momento lo observó alejarse con su andar irregular.
– Carters.
El mayordomo se detuvo y se volvió hacia ella.
– ¿Sí, excelencia?
– No quiero que me tome por grosera, pero no he podido evitar fijarme en su cojera.
Por un segundo él se quedó estupefacto. Después recuperó su máscara inexpresiva.
– No es nada, excelencia.
– Tonterías. Obviamente sí es algo. -Se acercó a él y, cuando se encontraba justo enfrente, tuvo que contener la risa. La parte superior de su calva apenas le llegaba a la nariz-. ¿Ha sufrido un accidente de algún tipo?
– No, excelencia. Se trata sólo de mi calzado. El cuero está demasiado rígido y no he conseguido domado todavía.
– Entiendo. -Bajó la vista hacia sus lustrosos zapatos negros y asintió con la cabeza, comprensiva-. ¿Se le han levantado ampollas?
– Sí, excelencia. Varias. -Alzó la barbilla-. Pero no impedirán que cumpla con mis obligaciones.
– Cielo santo, esa posibilidad ni siquiera me ha pasado por la cabeza. Salta a la vista que es usted la eficiencia personificada. Sólo me preocupa que esté sufriendo. -Le sonrió a aquel hombre de semblante adusto-. ¿Le ha examinado alguien esas ampollas? ¿Un médico, quizá?
– Desde luego que no, excelencia -replicó enfurruñado, y echó los hombros hacia atrás de tal manera que Elizabeth se maravilló de que no se cayera de espaldas.
– Ya veo. ¿Dónde está la biblioteca, Carters?
– Es la tercera puerta a la izquierda por este pasillo, excelencia -señaló el mayordomo.
– Muy bien. Quiero verle ahí dentro de cinco minutos, por favor.
Se dio la vuelta para encaminarse a las escaleras.
– ¿En la biblioteca, excelencia?
– Sí. Dentro de cinco minutos.
Dicho esto, subió a toda prisa.
– ¿Sabes qué ha sido de la duquesa? -preguntó Austin al ayudante del mayordomo cuando salió al vestíbulo dando grandes zancadas. Había regresado del barrio ribereño y llevaba un cuarto de hora buscando a Elizabeth, sin éxito.
– Está en la biblioteca, excelencia.
Austin recorrió con la mirada el recibidor, que estaba vacío salvo por ellos dos.
– ¿Dónde está Carters?
– Creo que en la biblioteca con la duquesa, excelencia.
Poco después Austin irrumpió en la biblioteca y se detuvo en seco. Su esposa estaba arrodillada frente al mayordomo, que le encontraba sentado en su sillón favorito. Estaba descalzo, y tenía las perneras enrolladas y las pantorrillas delgadas y velludas al descubierto.
Austin, estupefacto, observó con incredulidad desde la puerta cómo Elizabeth se ponía hábilmente el pie descalzo de Carters sobre el regazo y le friccionaba el talón y la planta con una especie de crema. Justo cuando Austin creía que había llegado ni límite de su asombro, ocurrió algo que lo dejó boquiabierto.
Vio a Carters sonreír. ¡Sonreír!
No había en toda Inglaterra un mayordomo más retraído, adusto y glacialmente correcto que Carters. Durante todos los años en que Carters había servido a su familia, Austin nunca había visto al hombre esbozar una media sonrisa. Jamás le habían temblado siquiera los labios. Hasta ahora.
Pero lo que sucedió a continuación dejó a Austin aún más pasmado. Una carcajada brotó de la garganta de Carters. El hombre se estaba riendo, ¡por el amor de Dios!
Austin sacudió la cabeza para despejársela. De no ser porque no había bebido, habría jurado que la escena que tenía ante sí era producto de un exceso de brandy. Pero estaba totalmente sobrio, de modo que debía de ser real. ¿O no? Intentando poner sus confusas ideas en orden, atravesó la habitación.
– ¿Qué está pasando aquí? -preguntó, acercándose a su mujer, que no dejaba de sorprenderlo, y a su mayordomo, a quien al parecer no conocía en absoluto.
Elizabeth le dirigió una mirada inquisitiva, con los ojos llenos de preocupación. Carters parecía terriblemente apurado. Austin saludó con la cabeza a Elizabeth y la miró con una expresión tranquilizadora que alivió la tensión de su rostro.
– ¡Excelencia! -exclamó el mayordomo, sonrojado. Intentó ponerse en pie, pero Elizabeth se lo impidió con un gesto.
– Quédese sentado, Carters -le ordenó con firmeza-. Ya casi he terminado.
Carters tosió y se hundió de nuevo en el sillón. Ella le puso el pie en el suelo y le levantó el otro para aplicarle con delicadeza una ligera capa de bálsamo que sacaba de un cuenco de madera. Tenía la bolsa de medicinas en el suelo, abierta, a su lado.
– ¿Qué demonios le estás haciendo a Carters, Elizabeth? -preguntó Austin, con los ojos clavados en el extraordinario espectáculo que ofrecía su esposa al curar con ternura los pies de su temible mayordomo.
– El pobre Carters tiene unas ampollas espantosas que le han producido sus zapatos nuevos -explicó ella-. Le sangraban y era muy probable que se le infectaran, así que le he limpiado las heridas y preparado un ungüento para aliviar su incomodidad. -Acabó de colocar la venda y le desenrolló a Carters las perneras del pantalón-. ¡Listo! Ya está. Ya puede volver a ponerse los calcetines y zapatos, Carters.
El mayordomo obedeció con presteza.
– ¿Cómo siente los pies? -le preguntó Elizabeth.
Carters se puso de pie, botó varias veces sobre los talones y dio unos pasos de ensayo. El asombro se dibujó en su enjuta cara.
– Caramba, no me duelen nada, excelencia.
Caminó adelante y atrás varias veces delante de ella.