– Estupendo. -Elizabeth le alargó el cuenco a Carters-. Llévese esto a su habitación y tápelo con un pañuelo mojado para mantenerlo húmedo. Aplíquese la crema antes de irse a dormir y luego otra vez por la mañana. Sus ampollas desaparecerán enseguida.
Carters tomó el cuenco de manos de Elizabeth y miró de reojo a Austin, vacilante.
– Gracias, excelencia. Habéis sido en extremo amable.
– Ha sido un placer, Carters. Si necesita ayuda para ponerse la venda, no dude en pedírmela. Y mañana tendré preparado ese cataplasma para su madre.
Elizabeth le dedicó una sonrisa angelical y Carters le sonrió como un colegial enamoradizo.
– Eso será todo, Carters -lo despidió Austin, señalando la puerta con un movimiento de la cabeza.
Al oír la voz de su patrón, Carters recordó de pronto cuál era su sitio. Se irguió, se alisó la levita de un tirón y borró toda expresión de su semblante. Giró elegantemente sobre sus talones y salió de la habitación con la cojera apenas perceptible.
En cuanto la puerta se hubo cerrado tras él, Elizabeth se levantó de un salto.
– ¿Has descubierto algo? -preguntó.
– No. He podido confirmar que Gaspard ha estado en esa zona, en efecto, pero no lo he encontrado.
– Lo siento. -Lo observó detenidamente-. ¿Estás bien?
– Sí. Frustrado, pero bien. -Sintió la necesidad de tocarla, deslizó las manos en torno a su cintura y la atrajo hacia sí. Era de lo más agradable tened a entre los brazos, de modo que desterró de su mente los recuerdos de toda la inmundicia que había visto esa tarde-. Estoy asombrado. Nunca había visto a Carters sonreír, y tú has logrado que se riera. -Le plantó un beso rápido en la nariz-. Increíble.
– No es ni de lejos tan temible como lo imaginaba -comentó ella, posándole las manos sobre las solapas-. De hecho, es un hombre bastante afable.
– ¿Carters afable? Dios santo, lo que me faltaba por oír. -Volvió los ojos al cielo y ella se rió-. Debo decir que verte arrodillada ante mi mayordomo, curándole los pies, me ha sorprendido.
– ¿Y eso por qué?
– No es algo que suelan hacer las duquesas, Elizabeth. No deberías tratar a los sirvientes con tanta familiaridad. Y, desde luego, no deberías ponerte sus pies descalzos sobre el regazo.
Sonrió para quitar algo de hierro a su reprimenda, pero ella se ofendió de inmediato.
– Carters estaba sufriendo, Austin. No puedes esperar que deje que alguien lo pase mal sólo porque soy una duquesa y resulta inapropiado que le ayude. -Alzó la barbilla, desafiante, con los ojos echando chispas-. Me temo que estoy profundamente convencida de esto.
Austin sintió una mezcla de respeto e irritación. No estaba acostumbrado a la derrota, pero era evidente que desde el momento en que se conocieron, a Elizabeth no le había importado un pimiento su rango elevado ni su posición social. El hecho de que se encarase a él con los ojos centelleantes, sin pestañear ni amedrentarse ante su posible ira, lo llenó de orgullo y respeto hacia ella. Su esposa sabía curar a la gente y estaba decidida a hacerlo, con o sin su aprobación.
¿Y quién diablos se creía él que era para tachar de indecoroso el comportamiento de ella? Dios sabía que él había vulnerado las conveniencias sociales en muchas ocasiones, últimamente al convertir a una americana en su duquesa. Maldita sea, tenía ganas de abrazarla, aunque por supuesto no era preciso que ella lo supiese. Por el contrario, adoptó una expresión seria, que era lo adecuado.
– Bueno, supongo que si ayudar a los que sufren es tan importante para ti…
– Te aseguro que lo es.
– ¿Y te gustaría contar con mi aprobación y mi bendición?
– Sí, mucho.
– ¿Y si me niego a dártelas?
Ella no vaciló ni por un instante.
– Entonces me veré obligada a ayudar a la gente sin tu aprobación ni tu bendición.
– Entiendo. -Le parecía tan generosa que quería aplaudida por su valor y su temple a pesar de su actitud desafiante.
– Por favor, compréndeme, Austin -dijo ella, poniéndole la mano en el rostro con suavidad-. No tengo el menor deseo de desafiarte o hacerte enfadar, pero no soporto ver sufrir a la gente. Tú tampoco, ¿sabes? Eres demasiado bondadoso y noble para permitir que otros sufran.
Austin la estrechó con más fuerza, tremendamente complacido de que su esposa lo considerase bondadoso y noble.
– Me alegro tanto de que estés en casa -le susurró ella al oído. Su aliento cálido le hizo cosquillas y una oleada de escalofríos deliciosos le recorrió la espalda-. Estaba tan preocupada…
El «efecto Elizabeth» lo inundó como si alguien hubiese abierto las compuertas. Ella se preocupaba por él. Y si esa mujer tan extraordinaria se preocupaba por él, quizá no fuese tan malo después de todo.
La emoción le hizo un nudo en la garganta. Se inclinó hacia atrás, tomó el rostro de ella entre sus manos y le acarició las tersas mejillas con los pulgares.
– Estoy bien, Elizabeth. -Una sonrisa traviesa le curvó los labios-. Quizá no sea tan robusto como tú, pero estoy bien. Y te doy mi aprobación y mi bendición para que cures a quien te plazca. Con una sola condición.
– ¿A saber?
Austin bajó la cara hasta que su boca se encontró justo encima de la de ella.
– Quiero ser el principal objeto de tus atenciones.
Ella le echó los brazos al cuello.
– Por supuesto, excelencia. -Se arrimó más a él, apretándose contra su evidente erección-. Oh, cielos -musitó-. Al parecer necesitas esas atenciones ahora mismo. Creo que deberíamos empezar. En el acto.
– Excelente sugerencia -convino él con voz ronca mientras fundía sus labios con los de ella.
Elizabeth pronunció su nombre en un suspiro, y el sentimiento de culpa lo estrujó como una soga anudada.
Sabía que ella no se pondría muy contenta cuando le dijese que se veía obligado a regresar al barrio de la ribera esa noche.
15
Robert, Caroline, Miles y la duquesa viuda se encontraban en el vestíbulo de la casa de Austin en Londres, entregando sus chales, abrigos y sombreros a Carters.
– ¿Dónde están el duque y la duquesa? -le preguntó Caroline al mayordomo una vez que él se hizo cargo de sus prendas exteriores.
– En la biblioteca, lady Caroline. Os anunciaré ahora mismo.
Robert miró a Carters alejarse a paso rápido por el pasillo. Éste se detuvo frente a la puerta de la biblioteca y llamó discretamente. Casi un minuto después, volvió a llamar.
Cuando otro minuto entero hubo transcurrido sin que le contestaran, a Robert se le encogió el estómago a causa de la inquietud. Primero aparecía muerto un alguacil de Bow Street, y ahora Austin no abría la puerta… ¡Maldición! Se volvió hacia Miles y le preguntó en voz baja:
– ¿Crees que algo va mal?
– No lo sé -respondió Miles arrugando el entrecejo con preocupación-, pero a juzgar por los sucesos recientes, diría que es posible.
– Bueno, no pienso quedarme en el vestíbulo con los brazos cruzados -susurró Robert.
Avanzó por el pasillo, seguido de cerca por Miles. Oían pisadas a sus espaldas, lo que significaba que las mujeres los seguían también.
– ¿Ocurre algo malo, Carters? -preguntó Robert. Carters se irguió, recto como un palo.
– Desde luego que no. Sólo espero a que su excelencia me dé permiso para entrar.
– ¿Y estás seguro de que está en la biblioteca? -preguntó Miles.
– Completamente seguro.
Carters golpeó una vez más con los nudillos y no recibió respuesta. Robert y Miles intercambiaron una mirada.
– Al diablo -farfulló Robert, alargando el brazo por detrás de Carters para abrir la puerta, haciendo caso omiso de las protestas indignadas del mayordomo.
Robert cruzó el umbral y se detuvo tan bruscamente que Miles chocó contra su espalda y casi lo tumbó al suelo.
Robert exhaló un suspiro de alivio. Saltaba a la vista que su preocupación por el bienestar de su hermano carecía de fundamento, pues Austin estaba a todas luces en plena forma e indudablemente… sano.