Estaba abrazando con fuerza a Elizabeth, besándola apasionadamente. Robert sospechaba que la ancha espalda de Austin ocultaba de la vista otros detalles de lo que estaba haciendo. Aun así, todos oyeron el inconfundible gemido de placer de Elizabeth.
– Ejem -carraspeó Robert.
Austin y Elizabeth no dieron señales de haberlo oído.
– ¡Ejem! -lo intentó de nuevo Robert, más alto.
Austin alzó la cabeza.
– Ahora no, Carters -gruñó sin molestarse en volverse.
– Siento mucho decepcionarte, muchacho, pero no soy Carters -anunció Robert.
Austin se quedó petrificado. La inoportuna voz de su hermano estuvo a punto de arrancarle una palabrota, pero logró ahogarla a tiempo. Con un gritito de sorpresa, Elizabeth trató de soltarse de sus brazos, pero él la sujetó con firmeza sacando de mala gana las manos de su corpiño. Al mirarla reprimió un gemido de deseo: sus mejillas teñidas de rojo, sus labios húmedos e hinchados de tanto besarlos y su peinado, bastante menos ordenado de como lo llevaba diez minutos antes, le daban un aspecto arrebatador.
Austin soltó entre dientes una maldición soez. Tenía que hacer algo respecto a su hermano. Le pasó por la cabeza la posibilidad de arrojado al Támesis. Sí, era una idea que definitivamente tenía sus ventajas. Se volvió para recibir a su invitado inesperado y descubrió que Robert no estaba solo. Miles, Carolina, su madre y Carters se aglomeraban en la puerta.
Carters entró en la habitación, con una expresión de angustia en su semblante habitualmente inexpresivo.
– Perdonadme, excelencia, he llamado varias veces, pero…
Austin lo interrumpió con un gesto.
– No tiene importancia, Carters. -Diablos, lo cierto era que el hombre hubiera podido aporrear la puerta con un mazo sin que Austin lo oyese-. Puedes volver a tus quehaceres.
– Sí, excelencia.
Carters se recompuso la levita, giró sobre sus talones y salió de la biblioteca, no sin antes manifestarle su desaprobación a Robert con un resoplido.
La madre de Austin dio unos pasos al frente tendiéndole las manos.
– Hola, cariño; hola, Elizabeth. ¿Cómo estáis?
Parecía tan contenta de verlos que parte de la irritación de Austin se evaporó. Mientras Elizabeth saludaba a los demás, él se inclinó y le dio un beso a su madre en la mejilla.
– Estoy muy bien, madre.
– Sí, ya lo veo -respondió ella arqueando una ceja, divertida. Se inclinó hacia delante y añadió en voz baja-: No te preocupes, querido. Nos quedaremos en casa de Miles.
Austin esperaba que su alivio no se notara demasiado. Después de saludar a Caroline, le dirigió una breve cabezada a Miles y luego fulminó a Robert con la mirada.
– ¿Qué os trae a todos por aquí?
– Robert y Miles iban a venir a la ciudad -explicó su madre- y nos invitaron a Caroline y a mí a acompañarlos.
– Qué maravillosa sorpresa -dijo Elizabeth-. Estamos encantados de veros.
Robert tuvo la clara impresión de que Elizabeth sólo hablaba por ella, pues Austin no parecía encantado en absoluto, Pero al constatar que Austin y Elizabeth estaban bien, Robert respiró aliviado y la tensión que le atenazaba los hombros se relajó.
Había asuntos muy serios que tratar, pero Robert no podía abordarlos delante de las mujeres, y si le pedía a Austin de inmediato que se reuniese con él fuera de la habitación sabía que su madre, Caroline y seguramente Elizabeth se morirían de curiosidad y querrían saber de qué se trataba. No tenía ningunas ganas de explicarles la auténtica razón de esa visita.
Mientras Elizabeth ofrecía asiento a sus invitados y mandaba preparar té y un refrigerio para ellos, Robert se acercó a su hermano, que no se había movido de su sitio al otro lado de In estancia. Austin lo acogió con una mirada gélida.
– Estoy recién casado, Robert. ¿Lo has olvidado, tal vez?
– Por supuesto que no lo he olvidado.
– Entonces ¿cómo diablos se te ha ocurrido venir aquí sin que te invitara, y traerlos a ellos contigo? -Austin señaló a los demás con un movimiento de cabeza, sin apartar los ojos acerados del rostro de Robert. Antes de que éste pudiera contestar, Austin prosiguió-: Bueno, y ¿cuándo os marcháis?
– ¿Marcharnos? Pero si acabamos de llegar. -Un impulso perverso le hizo preguntar-: ¿Es que no te alegras de vernos?
– No.
– Qué pena. Y yo que pensaba que vendría a salvarte del aburrimiento que sin duda empezabas a sentir después de tres interminables días de matrimonio. Es evidente que la gratitud te ha dejado sin habla.
– ¡Largo de aquí!
Robert hizo chascar la lengua.
– Qué descortés te has vuelto desde que te has casado.
Austin apoyó la cadera en el enorme escritorio de caoba, dobló los brazos sobre el pecho y cruzó los tobillos.
– Te doy exactamente dos minutos para que me digas todo lo que quieras, y después, lamentablemente, tendrás que marcharte. Madre dice que te alojarás en casa de Miles. Sin duda necesitas tiempo para instalarte en tu habitación.
Robert echó un vistazo subrepticio a su alrededor y comprobó que las mujeres estaban ocupadas charlando. Enarcó las cejas mirando a Miles, quien de inmediato se disculpó ante ellas y se reunió con Austin y Robert al otro lado de la biblioteca.
– De hecho, Miles y yo estamos aquí por una razón muy concreta -dijo Robert en voz baja, acercándose a Austin.
– ¿Te refieres a otra razón aparte de la de incordiarme?
– Sí, pero es algo que debemos tratar en privado.
Austin observó a su hermano con los ojos entornados. A veces le costaba distinguir si Robert estaba tomándole o no el pelo, pero su expresión grave parecía auténtica. Austin advirtió que Miles también estaba muy serio.
– ¿Podríamos ir a tu estudio? -sugirió éste.
Austin miró alternativamente sus semblantes circunspectos.
– De acuerdo.
Lo asaltó la sospecha de que lo que Robert y Miles iban a contarle no le gustaría en absoluto.
Definitivamente, no le gustó lo que Robert y Miles le contaron.
Un cadáver en su finca. El cadáver de un alguacil de Bow Street.
Una vez que se hubo quedado a solas en su estudio, Austin caminó de un lado a otro de la alfombra de Axminster. Mil pensamientos se arremolinaban en su cabeza, y se le contraía el estómago a causa de la tensión. No le cabía la menor duda de que el muerto era James Kinney.
Maldita sea, con razón Kinney no se había presentado a su cita. El pobre estaba tumbado boca abajo entre los arbustos, con media cabeza destrozada.
Las palabras de Robert resonaron en sus oídos: «Juzgamos conveniente alejar a Caroline y a madre de la finca, por si acaso hay un lunático rondando por ahí, aunque según el magistrado el móvil fue el robo».
¿El robo? Austin sacudió la cabeza. No, Kinney iba a darle información sobre Gaspard. Y ahora estaba muerto.
¿Qué había descubierto? Fuera lo que fuese, era lo bastante importante para que lo mataran. Y él no tenía ninguna duda de quién lo había matado.
Se pasó una mano temblorosa por el pelo. Estaba claro que Gaspard no sólo era un chantajista, sino también un asesino. Un asesino que aseguraba estar en posesión de la prueba de que William era un traidor. Un asesino que, en cualquier momento, podía sacar a la luz esa información y deshonrar a la familia de Austin.
«No permitiré que eso ocurra», se dijo. ¿Qué sería de su madre y de Caroline? ¿Y de Robert? ¿Y de Elizabeth?
¡Maldición! Qué lío. Seguramente Kinney murió la noche, en que debían reunirse…, de un disparo en la cabeza, pobre diablo. Probablemente había sido el disparo lo que había asustado a Myst…
Se quedó paralizado.
Las palabras de Elizabeth le vinieron a la mente y le martillearon el cerebro: «En mi visión oí claramente un disparo. Percibí la cercanía de la muerte. La percibí con mucha intensidad. Me alegro mucho de que no te hayan herido de un balazo».