– ¿A qué hora quieres que nos marchemos esta noche? -preguntó ella, devolviendo la atención de Austin al asunto que los ocupaba.
– Mi familia y Miles vendrán a cenar, aunque no sé muy bien cómo se decidió eso, y después se irán todos al teatro. Saldremos para realizar nuestra misión cuando se hayan marchado.
– ¿No se preguntarán por qué no vamos con ellos al teatro?
– Lo dudo. Estamos recién casados. Estoy seguro de que darán por sentado que preferimos quedarnos en casa a solas.
– Quieres decir que pensarán que estamos… -dijo ella con las mejillas encendidas, y su voz se extinguió para dar lugar a un silencio incómodo.
Él se le acercó, la estrechó entre sus brazos y le posó los labios en la zona de piel sensible situada debajo de la oreja.
– Sí, pensarán que estamos haciendo el amor.
– Qué escándalo. ¿Qué demonios pensará tu madre de mí?
– Estará encantada de que nos llevemos tan bien. -Él observó su rostro sonrojado-. ¿Estás segura de que quieres venir conmigo esta noche?
– Por supuesto. Ya sabes que soy muy robusta.
– En efecto. -Le plantó un beso en la frente y se apartó-. Ahora debo ir a Bow Street para notificarles todo lo que sé sobre James Kinney. Nos veremos en el salón a las siete.
Austin pasó toda la cena deseando que su familia se retirase. Tenía mucho en qué pensar, en especial acerca del hecho de que William probablemente estaba vivo. Y acerca del peligro.
¿Cómo diablos habían podido equivocarse las autoridades militares respecto a la muerte de su hermano? ¿Dónde estaba? ¿Estaría implicado todavía en actividades desleales? «Ah, William… -pensó-. ¿En qué te fallé?»
Pero le resultaba imposible poner en orden sus pensamientos delante de su familia. Su madre, por lo general moderada, casi estaba dando botes en su silla en el otro extremo de la mesa mientras conversaba con Elizabeth, llena de entusiasmo.
Caroline y Robert discutían animadamente haciendo gestos y, cuando su madre no los miraba, se sacaban la lengua, como les gustaba hacer desde pequeños. Austin se percató de que Miles era el único comensal callado, sin duda porque los demás no le dejaban decir palabra.
En cuanto hubo finalizado la cena, Austin se puso en pie y se dirigió a la otra punta de la mesa, donde se encontraba Elizabeth.
– Si nos disculpáis, creo que Elizabeth y yo nos retiramos. Disfrutad del resto de la velada.
Tendió la mano y la ayudó a levantarse.
– ¿Os retiráis? -exclamó Caroline con los ojos desorbitados-. ¿A esta hora?
– Sí -respondió Austin con serenidad, haciendo caso omiso de las sonrisitas que Miles y Robert no se molestaron en disimular.
– ¡Pero si es muy temprano! ¿No queréis…? -Caroline se interrumpió bruscamente y fulminó con la mirada a Robert, que estaba sentado enfrente de ella-. ¿Has sido tú quien acaba de darme una patada?
– Sí. Pero sólo porque estoy demasiado lejos para meterte la servilleta en la boca. -Agitó los dedos para despedir a Austin y guiñó un ojo a Elizabeth-. Buenas noches, Austin. Dulces sueños, Elizabeth.
Sin más preámbulos, Austin condujo a Elizabeth hacia la puerta del comedor y subió con ella las escaleras. No se detuvo hasta que hubo cerrado la puerta de su alcoba tras sí. Apoyado en ella, estudió el rostro sonrojado de su esposa.
– Por todos los cielos, ya nunca seré capaz de mirarlas a la cara -se lamentó ella, caminando impaciente sobre la alfombra-. Todos piensan que estamos haciendo eso.
El deseo irresistible de hacer «eso» golpeó a Austin con la fuerza de un puñetazo. Estaba nervioso, tenso, y sólo con pensar en tocarla se inflamó por dentro. Se dio impulso para apartarse de la puerta y acercarse a ella. La agarró por el brazo para detener sus idas y venidas y la atrajo hacia sí.
– Bueno, pues ya que todos lo piensan, no deberíamos decepcionarlos -dijo fijando los ojos en los de ella, que lo miraban con sorpresa.
– Pensaba que querías que nos marcháramos en cuanto ellos salieran para el teatro -dijo Elizabeth.
Él llevó las manos a la espalda de su mujer y empezó a desabotonarle el corpiño.
– Eso quiero, pero tardarán una media hora en estar listos. Además, tienes que ponerte tu disfraz, y puesto que para ello debes quitarte este vestido, te sugiero que aprovechemos la oportunidad.
Le desabrochó el último botón, le deslizó el vestido hacia abajo y lo soltó. La prenda cayó arrugada a sus pies.
– Cielos. Sin duda debería sufrir un desvanecimiento ante una proposición tan escandalosa.
El le pasó los dedos por los pechos.
– ¿Un desvanecimiento? ¿Debo pedir que te traigan amoniaco?
– No será necesario. Por fortuna, poseo una…
– Una complexión de lo más robusta. Sí, es una suerte.
– Vaya, por tu tono deduzco que necesitas algo de ejercicio. ¿Qué tienes en mente? ¿Una carrera?
– Bueno, me gustaría que nos marcháramos dentro de media hora.
La camisa interior de Elizabeth se desplomó alrededor de sus tobillos, junto con su vestido. Al verla desnuda, increíblemente bella, con una sonrisa a la vez tímida y traviesa que le iluminaba el rostro, a Austin se le hizo un nudo en la garganta. Maldita sea, ninguna otra mujer producía en él un efecto semejante. El sentimiento que le inspiraba lo confundía y desconcertaba. Era algo más que deseo. Era una necesidad. Una necesidad desgarradora de tocada, de sentida.
La estrechó entre sus brazos y la besó profunda y largamente, con los músculos tensos por el esfuerzo de apretada contra sí, de abrazada más estrechamente. La inmovilizó contra la pared para devorar su boca y deslizar las manos por sus costados.
Ella respondió a sus movimientos echándole los brazos al cuello y apretándose contra él hasta sentir los latidos de su corazón, pegado al suyo.
– Austin…, por favor…
Su súplica le tocó la fibra sensible. «Por favor.» Dios, sí, por favor. Estaba a punto de reventar. La necesitaba, en ese preciso instante.
Bajó las manos y prácticamente se desgarró los pantalones. Luego la levantó en vilo.
– Rodéame con las piernas -gimió, con una voz que ella no reconoció.
Con los ojos muy abiertos, ella obedeció y él la penetró. Su calidez lo envolvió, apretándolo como un puño aterciopelado, Él la sujetó por las caderas y se movió dentro de ella, con acometidas bruscas y rápidas. Tenía la frente cubierta de sudor, y su respiración entrecortada le quemaba los pulmones. Con una última embestida, llegó a un clímax demoledor. Apoyando la cabeza en el hombro de ella, le apretó las caderas con los dedos y, por un momento interminable, palpitó en su interior, derramando su simiente y parte de su alma en su intimidad.
Tardó un rato en recuperar la cordura. Después levantó la cabeza y la miró. Elizabeth tenía los ojos cerrados y el rostro pálido. De pronto Austin se sintió culpable.
¿Acaso estaba mal de la cabeza? Acababa de poseer a su esposa contra la pared, como a una prostituta del puerto. Sin pensar por un instante en sus sentimientos o su placer. Probablemente le había hecho daño. Bajó la mirada y vio las marcas rojas que le había dejado en las caderas. Su esposa debía de pensar que él era un monstruo.
Con la máxima delicadeza, se apartó de Elizabeth, que habría resbalado hasta el suelo si él no la hubiese sujetado. ¡Maldición! ¡Ni siquiera podía mantenerse en pie! ¿Tanto daño le había hecho?
Sosteniéndola con un brazo por el talle, le apartó un rizo castaño rojizo de la frente.
– Elizabeth, Dios mío, lo siento. ¿Te encuentras bien?
Ella agitó los párpados y los abrió muy despacio. Él se dispuso a encajar el reproche que sabía que iba a ver en sus ojos, las palabras de recriminación que merecía.
Los ojos de color ámbar de Elizabeth se posaron en los suyos.