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– Estoy de maravilla. ¿Quién ha ganado?

– ¿Ganado?

Una sonrisa jugueteó en los labios de ella.

– La carrera. Creo que he ganado yo, pero estoy dispuesta a reconocer mi derrota.

– ¿No te… te he hecho daño?

– Por supuesto que no. Claro que siento las rodillas como si fueran gelatina, pero ésa es una afección que sufro siempre que me tocas. -Lo miró con expresión preocupada-. ¿No te habré hecho daño yo a ti?

A Austin lo invadió tal sensación de alivio que sus propias rodillas estuvieron a punto de ceder. Tuvo que hacer un esfuerzo para articular la respuesta a pesar del nudo que se le había formado en la garganta.

– No.

Tenía que darle explicaciones y pedirle disculpas, pero ¿cómo explicar lo que él mismo era incapaz de entender? Nunca había perdido el control de ese modo. Le faltaban palabras, pero desde luego le debía a ella un intento de explicación.

Sin embargo, antes de que pudiera abrir la boca, ella le rozó los labios con los suyos.

– Creo que aún nos quedan diez minutos -susurró junto a su boca-. No querrás desperdiciarlos hablando, ¿verdad?

Austin emitió un sonido, en parte carcajada, en parte gruñido. Tendría que haber esperado una reacción sorprendente por parte de ella. Se agachó, la levantó en vilo y se encaminó al lecho.

Siempre y cuando ella diese su consentimiento, había por lo menos media docena de cosas que él quería hacer en esos diez minutos.

Y, desde luego, hablar no era una de ellas.

16

Treinta minutos después Elizabeth contemplaba su imagen en el espejo de cuerpo entero. Ni sus propios padres la habrían reconocido.

Llevaba unos pantalones negros ajustados. Iba calzada con unas botas gastadas que le venían un poco grandes. Una holgada camisa blanca de hombre le ocultaba el busto, que se había ceñido con una faja. Llevaba el pelo recogido y tapado con una gorra de marinero encasquetada hasta los ojos. Podía pasar fácilmente por un hombre joven, alto y esbelto. Una vez que se pusiera el abrigo negro que colgaba de un poste de la cama, nadie se daría cuenta de que era una mujer, y menos aún una duquesa.

La puerta de la alcoba se abrió y apareció Austin.

– Muy bien. Ya se han marchado todos al teatro. ¿Estás… -al verla se detuvo en seco- lista?

Ella se volvió hacia él.

– Sí. ¿Qué opinas?

La miró de arriba abajo, y luego de los pies a la cabeza. Acto seguido se le acercó, muy serio, y se detuvo justo enfrente de ella.

– Tú no vas a salir de esta casa vestida así -barbotó con los dientes apretados.

Ella puso los brazos en jarras.

– ¿Puedo preguntarte por qué no? Es un disfraz perfecto. Nadie sospechará que no soy un hombre.

– Eso es lo que tú te crees. El modo en que esos pantalones marcan tu figura… -Agitó la mano, con los labios reducidos a una línea muy fina-. ¡Es indecente!

– ¿Indecente? ¡Eres tú quien me los ha dado!

– No sabía que tendrías ese aspecto con ellos puestos.

Ella empezó a dar golpecitos en el suelo con el pie.

– ¿Qué aspecto?

– El aspecto de… -De nuevo agitó la mano, como intentando hacer aparecer la palabra que buscaba por arte de magia-. Ese aspecto -concluyó, señalándola.

Ella exhaló un suspiro. Por lo visto él iba a dejar que su sentido de posesión diese al traste con el plan. Elizabeth tomó el abrigo del pilar de la cama, se lo puso y se lo abrochó.

– Mira -dijo, girando lentamente ante él-. Estoy tapada desde la barbilla hasta las rodillas.

Él continuó echando fuego por los ojos. Después de que ella diese dos vueltas delante de él, soltó algo parecido a un gruñido.

– No te quitarás ese abrigo ni por un segundo. Y lo llevarás siempre abrochado. Los parroquianos de la taberna que al parecer frecuenta Gaspard son gente muy ruda. Si alguien llegase a sospechar que eres una mujer podría haber consecuencias desastrosas.

– Entiendo.

Austin posó la vista en su gorra.

– ¿Está bien sujeta?

– Como si me la hubiese fijado a la cabeza con clavos.

La expresión de Austin no se relajó un ápice y por un momento ella temió que se negara rotundamente a llevada consigo. Hizo lo que pudo por mantener el rostro impasible y esperó en silencio. Al fin, él habló.

– Vámonos.

Salió de la habitación y ella lo siguió, cuidándose de disimular el alivio que sentía. Y la aprensión. Desde luego, no quería que la dejase en casa.

Porque sabía que algo importante ocurriría esa noche.

Media hora después, cuando el coche de alquiler se detuvo frente a un edificio destartalado, Elizabeth descorrió ligeramente la cortina y escrutó la oscuridad. Aunque no sabía exactamente dónde estaban, el hedor a pescado podrido indicaba la proximidad del río. Le entraron ganas de taparse la nariz.

– ¿Estás lista, Elizabeth?

Ella apartó su atención de la ventana y miró a Austin, sentado delante de ella. Incluso en la penumbra alcanzaba a ver su ceño fruncido. Su marido parecía irradiar tensión en ondas oscuras. Ella sonrió forzadamente, con la esperanza de desterrar su evidente inquietud.

– Sí, estoy lista.

– ¿Has entendido exactamente qué es lo que quiero que hagas? -preguntó él sin devolverle la sonrisa.

– Por supuesto. Si tengo alguna premonición, te avisaré de inmediato.

Aunque parecía imposible, el gesto de Austin se tornó aún más adusto.

– Gracias, pero no me refería a eso.

Entonces fue Elizabeth quien frunció el entrecejo.

– No lo entiendo. Creía que querías que te avisara si tenía alguna premonición.

– Y es verdad. Pero no debes apartarte de mi lado.

– No lo haré. Yo…

Él extendió los brazos y la tomó de las manos, interrumpiendo sus palabras. La intensidad de su mirada le puso a Elizabeth la carne de gallina.

– Prométemelo -le dijo Austin en un susurro apremiante.

– Te lo prometo, pero…

– No hay pero que valga. Este lugar es extremadamente peligroso. No podré protegerte si te alejas de mí. ¿Me he expresado con claridad?

– Con claridad meridiana. Me pegaré a ti como una lapa.

Él soltó un suspiro.

– Maldición, no ha sido buena idea. Hay mil cosas que podrían salir mal.

– Hay mil cosas que pueden salir bien.

– Estoy poniéndote en peligro.

– No correré más peligro que tú mismo.

La soltó y se pasó las manos por el pelo.

– Cuanto más lo pienso más me convenzo de que no es buena idea. Voy a pedirle al cochero que te lleve a casa.

Hizo ademán de abrir la puerta.

– No -replicó ella dándole un manotazo en la muñeca.

Él arqueó una de sus cejas color ébano, sorprendido.

– Si me obligas a irme a casa, alquilaré otro coche y regresaré aquí -declaró su mujer.

Él le clavó una mirada acerada. Elizabeth nunca lo había visto tan enfadado, y aunque sabía que no le haría daño, sintió escalofríos al ver la furia que despedían sus ojos.

– No harás nada por el estilo -dijo él pronunciando las palabras muy despacio y articuladamente.

– Lo haré si es necesario. -Antes de que él pudiese formular otra objeción, ella le sujetó la cara entre las manos-. ¿Crees que puedo ayudarte?

Él la miró durante un buen rato mientras Elizabeth se preguntaba si tenía la menor idea de lo mucho que le dolían las sombras de su mirada. Intuía que él le ocultaba algo, algún secreto oscuro y terrible que lo atormentaba, y sospechaba que evitaba deliberadamente pensar en sus sentimientos y sus ideas para que ella no pudiese «verlos».

Dios santo, resultaba doloroso presenciar su sufrimiento. Si al menos él le confiase sus secretos…, si se diese cuenta de lo mucho que deseaba, que necesitaba ayudarlo…

De lo mucho que lo amaba.

Nunca se lo había dicho, pues no estaba preparada para expresar sus sentimientos más íntimos en voz alta, ni estaba segura de que él quisiera oídos, pero ¿es que acaso no lo veía en sus ojos, por Dios?