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Elizabeth sintió el cansancio abrumador que a veces la invadía después de sus visiones. Necesitaba sentarse, pero la suspicacia que destilaban los ojos del duque la mantuvo inmovilizada.
– Quiero que me diga todo lo que sabe sobre mi hermano y por qué asegura que está vivo -dijo él.
«Dios santo, ¿por qué no me habré quedado callada?», se preguntó Elizabeth, aunque ya conocía la respuesta. Le vino a la mente el rostro de una joven…, la querida amiga a la que nunca volvería a ver… Y todo porque Elizabeth no se había decidido a manifestar su presentimiento. Era un error que había jurado no cometer de nuevo.
Además, el hecho de que el tal William siguiese con vida… ¿no debería ser motivo de alegría? Pero al ver la hostilidad y la desconfianza en la mirada del duque supo que se había precipitado. Aun así, seguramente habría algún modo de convencerlo de que le había dicho la verdad.
– Sé que vuestro hermano está vivo porque lo he visto…
– ¿Dónde? ¿Cuándo?
– Lo he visto hace un momento. -Su voz se convirtió en un susurro-. En mi mente.
Él achicó los ojos hasta que quedaron reducidos a rendijas.
– ¿En su mente? ¿Qué tonterías son ésas? ¿Está usted loca?
– No, excelencia. Yo… tengo el don de ver cosas. Mentalmente. Supongo que algunos lo llamarían una segunda visión. Me temo que no puedo explicarlo con claridad.
– Y sostiene que ha visto a mi hermano… vivo.
– Sí.
– Si eso es verdad, ¿dónde está?
Ella frunció el entrecejo.
– No lo sé. Mis visiones suelen ser bastante vagas. Sólo sé que no murió, como todo el mundo cree.
– ¿Y espera que me crea eso?
Su tono de incredulidad glacial le heló la sangre en las venas.
– Comprendo vuestras dudas. Muchos tachan de fabulación todo lo que no tiene una explicación científica. Sólo puedo aseguraros que lo que os digo es cierto.
– ¿Qué aspecto tenía ese hombre que según usted era mi hermano?
Elizabeth cerró los ojos y respiró profundamente, esforzándose por poner la mente en blanco para concentrarse en lo que había visto.
– Alto. Ancho de espaldas. Cabello negro.
– Qué casualidad. Acaba de describir a la mitad de los hombres de Inglaterra, incluido el propio regente, quien, como usted bien sabe, está vivo. Y no debe de resultar muy difícil describir a mi hermano cuando hay un retrato suyo de considerable tamaño colgado en la galería.
– No he visto el retrato -replicó ella, abriendo los ojos-. El hombre que he visto se parecía a vos, y tenía una cicatriz.
Él se quedó muy quieto y ella advirtió que su cuerpo se tensaba.
– ¿Una cicatriz? ¿Dónde?
– En el brazo derecho.
– Muchos hombres tienen cicatrices. -El duque apretó los dientes-. Si cree que va a convencerme con sus artimañas de que tiene poderes mágicos o algo así, se ha equivocado de persona. Los ladrones gitanos han vagado por Europa desde hace siglos mintiendo, afirmando que tienen poderes de esa clase con la esperanza de sacarle dinero a la gente con sus embustes, y robando si no lo consiguen.
La ira se apoderó de ella.
– No soy una gitana, una embustera, una ladrona o una mentirosa.
– ¿Ah no? Supongo que ahora me dirá que puede leer el pensamiento.
– Sólo de vez en cuando. -Bajó la vista a la boca de él, torcida en un gesto desdeñoso-. He leído vuestros pensamientos cuando me habéis tocado la mano.
– ¿De verdad? ¿Y qué estaba pensando?
– Queríais… besarme.
El duque se limitó a arquear las cejas.
– No le hacían falta poderes especiales para adivinar eso. Su boca había captado mi atención momentáneamente.
Sin embargo, a pesar de esta respuesta indiferente, ella notó su tensión, su recelo y su suspicacia, actitudes que estaba acostumbrada a distinguir. Pero por debajo de todo ello percibió algo más, algo que, a pesar de su enfado, despertó su interés.
Soledad.
Tristeza.
Remordimientos.
Lo envolvían como una capa oscura, y a Elizabeth la compasión le encogió el corazón. Conocía demasiado bien esos sentimientos que atormentaban el espíritu y reconcomían el alma.
Ella también se arrepentía de cosas que había hecho y deseaba reparar. ¿Sería capaz de ayudarlo? ¿Lograría aplacar con ello su propio sentimiento de culpa?
Resuelta a convencerlo de que no estaba loca y de que él la había deseado de verdad hacía unos instantes, musitó:
– Queríais besarme. Os preguntabais a qué sabría mi boca. Os imaginabais que os inclinabais hacia delante y me rozabais los labios con los vuestros una vez, y otra. Después hacíais más profundo el beso…
Austin pestañeó, su mirada se ensombreció y se posó en la boca de ella.
– Continúe.
Una oleada de calor la recorrió al representarse lo que él había pensado a continuación… Acariciarle la lengua con la suya.
– Creo que ya he demostrado lo que quería.
– ¿Eso cree?
Austin la observó con los ojos entornados. Una cosa era adivinar que había fantaseado con besarla y otra muy distinta que sus palabras reflejasen fielmente lo que él había pensado.
Cielo santo, ¿y si ella estaba en lo cierto? ¿Y si William estaba vivo? Una esperanza absurda lo acometió con tanta fuerza que estuvo a punto de tambalearse, pero no tardó en recuperar la cordura. Varios soldados habían presenciado cómo William caía en combate. Aunque la bala le había destrozado la cara, lo habían identificado por la inscripción del reloj que encontraron debajo de su cuerpo.
No había lugar a dudas. William estaba muerto. De lo contrario, se habría puesto en contacto con su familia y habría regresado a casa.
A menos que fuese un traidor a la Corona.
La cabeza le daba vueltas. Resultaba de lo más sospechoso que la señorita Matthews le dijese aquello poco después de que él recibiese una nota inquietante, hacía unos quince días; una nota que confirmaba sus peores temores sobre la lealtad de William a la Corona. ¿Sabría ella algo de esa carta o de las actividades de William durante la guerra? ¿Sabría algo acerca del francés al que él había visto con William?
¿Cómo se habría enterado de lo de la cicatriz? William tenía una pequeña señal en la parte superior del brazo derecho, recuerdo de un percance que había sufrido al cabalgar en su infancia. ¿Era posible que ella hubiese estado con él de un modo lo bastante íntimo como para conocer su cuerpo?
A la tenue luz de la luna, mientras la brisa jugueteaba con su cabellera despeinada, la joven no presentaba en absoluto el aspecto de una espía, una asesina o una seductora, pero él sabía bien que las apariencias engañan. Algunas de las mujeres más hermosas que conocía eran maliciosas, maquinadoras y despiadadas. ¿Qué clase de persona habría detrás de su fachada de inocencia? No sabía a qué estaba jugando, pero estaba decidido a averiguarlo. Y si para ello había que seguirle la corriente y fingir que creía en sus «visiones», lo haría.
Abrió la boca para hablar, pero antes de que pudiese pronunciar una palabra, ella dijo:
– No estoy fingiendo, excelencia. Lo que quiero es ayudaros.
Maldición. Tendría que andarse con sumo cuidado delante de esa mujer. Aunque descartaba la posibilidad de que sus visiones fuesen reales -¿y qué hombre cuerdo no la descartaría?-, no cabía duda de que era asombrosamente perceptiva.
Si no extremaba las precauciones, quizás ella descubriría sus secretos, lo que podía acabar por hundir a su familia.
– Dígame qué sabe de mi hermano -le pidió.
– No sé nada de él, excelencia. Hasta que he tocado vuestras manos, ni siquiera conocía su existencia.
– ¿En serio? ¿Cuánto lleva usted en Inglaterra?
– Seis meses.
– ¿Y espera que crea que en todo ese tiempo nadie ha mencionado a mi hermano? -Austin soltó una carcajada amarga.
Tras vacilar unos instantes, ella dijo en voz baja: