– Si no creyera que William sigue vivo -dijo él al fin- y que puedes ayudarme a encontrarlo, nunca te habría traído.
– Entonces permite que te ayude, por favor. No quiero que sufras más. Deja que te ayude a encontrar las respuestas que buscas. Permaneceré tan cerca de ti que incluso sentirás latir mi corazón.
Ella esperaba arrancarle una sonrisa, pero la seriedad no desapareció de la mirada de Austin. Él levantó las manos, le acarició las mejillas y entrelazó los dedos con los suyos, apretándoselos con tanta fuerza que ella sintió un cosquilleo en las yemas. No alcanzaba a leer sus pensamientos con claridad, pero era evidente que estaba confundido.
Justo cuando empezaba a creer que él la enviaría de vuelta a casa, Austin se llevó su mano a los labios y le estampó un beso cálido en los dedos.
– Entremos -dijo.
El letrero colgado en la fachada del establecimiento rezaba «EL CERDO ROÑOSO».
En el momento en que Elizabeth entró en el establecimiento concluyó que el nombre era de lo más apropiado. La peste a licor agrio y cuerpos sin lavar la envolvió como una nube tóxica. Tuvo que reprimir una arcada al percibir la mezcla de ese hedor y del humo acre y denso que flotaba en el aire.
La mortecina luz interior le permitió distinguir las figuras de unos hombres de aspecto tosco, sentados a unas mesas pequeñas de madera, inclinados sobre unos vasos mugrientos. Cuando ella y Austin aparecieron en la puerta, el rumor de la conversación se interrumpió y todos miraron a los recién llegados con ojos hostiles y suspicaces.
A pesar de sus bravatas de unos momentos antes, Elizabeth sintió que la invadía el miedo y se arrimó a Austin. Daba la impresión de que esa panda no dudaría en clavarles una navaja a la menor provocación, pero la mirada claramente intimidatoria de Austin no les daba opción a acercarse.
– Mantén la vista baja y no hables -musitó Austin.
La guió a una mesa cubierta de marcas de vasos situada al fondo.
Ella notó las miradas de los clientes en su espalda, pero en cuanto se sentaron el murmullo de la conversación se reanudó.
Una mujer con un vestido sucio y manchado de grasa se acercó a su mesa.
– ¿Qué va a ser, caballeros?
Elizabeth echó un vistazo por debajo del ala de la gorra y la embargó una gran compasión. La mujer era alarmantemente delgada y tenía varias magulladuras en la piel. Al mirarla con más detenimiento, descubrió que tenía los labios hinchados y un moretón amarillento en la mejilla, y que sus ojos eran los más mortecinos que Elizabeth hubiese visto jamás.
– Whisky -pidió Austin-. Dos.
La mujer se irguió, hizo un gesto de dolor y se llevó una mano a la parte baja de la espalda.
– Marchando dos whiskys. Si desean ustedes algo aparte de licor, me llamo Molly.
Elizabeth respiró hondo. Dios santo, qué terrible que alguien se viese obligado a vivir en un entorno tan sórdido. Se le encogió el corazón de lástima por Molly, y se preguntó si la pobre mujer había conocido alguna vez la felicidad.
– ¿Estás bien? -susurró Austin.
– Esa mujer. Es…
Sacudió la cabeza y se mordió el labio, incapaz de describir su desesperación.
– Una prostituta. -Se inclinó hacia delante-. ¿Has percibido algo a través de ella?
A Elizabeth se le humedecieron los ojos. Al echar una ojeada subrepticia al otro extremo del bar, vio a Molly abriéndose paso entre la muchedumbre de hombres. Casi todos la manoseaban al pasar, le toqueteaban los pechos o le apretaban las nalgas, pero ella apenas rechistaba y seguía adelante con la mirada perdida.
– No he percibido más que abatimiento -musitó Elizabeth-. Nunca había visto una desesperanza semejante.
– Seguro que no dudaría en robarte si se le presentase la ocasión. De hecho, apuesto a que antes de que nos vayamos intentará vaciarte el bolsillo.
– Si llevara monedas en el bolsillo, con gusto se las daría a la pobre mujer. Dios santo, Austin, la han pegado y tiene el aspecto de no haber tomado una comida decente en semanas.
Justo entonces apareció Molly con dos vasos pringosos que contenían whisky. Austin se llevó la mano al bolsillo, extrajo varias monedas y las colocó sobre la mesa. En la mirada de Molly no se apreció la menor reacción.
– Muy bien -dijo en una voz carente de toda emoción-. ¿Cuál de los dos será el primero? -Sus ojos amoratados se achicaron hasta quedar reducidos a rendijas-. No se les ocurra pensar que voy a atenderlos a los dos a la vez, porque yo no hago esas cosas.
Elizabeth apretó los labios, esperando que no se notase que esa insinuación la había escandalizado. No se atrevía a imaginar los horrores a los que tenía que enfrentarse esa mujer a diario. Sintió tanta compasión que tuvo que pestañear para contener las lágrimas.
– Sólo quiero información -dijo Austin en voz baja-, sobre un hombre llamado Gaspard. -Describió al francés-. ¿Lo has visto?
Molly reflexionó un momento y luego sacudió despacio la cabeza.
– No estoy segura. Muchos hombres entran y salen cada día de esta pocilga y, para ser sincera, trato de no mirarlos a la cara. Sólo sé que huelen mal y todos tienen manos grandes y malas.
– Desvió la vista hacia las monedas que descansaban sobre la mesa-. ¿Necesitan algo más?
– No, Molly, gracias.
Austin recogió las monedas y se las dio. A continuación metió la mano en el bolsillo y extrajo varias monedas de oro que le entregó también.
Molly abrió unos ojos como platos y dirigió a Austin una mirada atónita e inquisitiva.
– ¿Todo esto? -preguntó-. ¿Sólo por hablar un poco?
Austin asintió con la cabeza.
Molly se guardó las monedas en el corpiño y se alejó a toda prisa, como si temiera que él le exigiese que se las devolviera.
– ¿Cuánto dinero le has dado? -preguntó Elizabeth.
– Lo suficiente para que se alimente.
– ¿Durante cuánto tiempo?
Él titubeó por un instante, como si le incomodara responder, pero luego se encogió de hombros.
– Durante al menos seis meses. ¿Has tenido ya alguna visión?
– No. Suele ser difícil en medio de una multitud. Percibo demasiadas sensaciones a la vez, y todas se mezclan y se confunden. Necesito cerrar los ojos y relajarme.
– Muy bien. Hazlo, y mientras tanto echaré un vistazo alrededor a ver si reconozco a alguien.
Ella asintió con la cabeza y cerró los ojos. Austin se fijó con cuidado en cada uno de los clientes, pero ninguno le resultaba familiar.
Al cabo de un rato, Elizabeth abrió los ojos.
– Lo siento, Austin, pero no logro discernir nada que pueda ayudarnos.
– Entonces vámonos -dijo él, poniéndose de pie-. Hay otros establecimientos donde investigar.
Salieron del tugurio sin percances y subieron al carruaje que los esperaba. Austin dio una dirección al cochero y se acomodó enfrente de Elizabeth. En realidad, bajo aquella luz tenue y con su atuendo masculino, podía pasar por un hombre joven, cosa que le pareció extrañamente perturbadora a Austin, que tantas pruebas tenía de su feminidad.
– Siento no haber podido percibir nada en esa taberna -se disculpó ella-, pero tal vez tendremos más suerte en el siguiente local. ¿Adónde vamos ahora?
– A un antro de juego. Según mis informes, Gaspard fue visto ahí hace poco.
– De acuerdo. -Vaciló, y él notó que estaba retorciéndose los dedos-. Quiero agradecerte el gesto que has tenido con Molly.
La conciencia de Austin lo impulsó a decide que ni siquiera se habría fijado en esa prostituta de no ser por ella, pero antes de que pudiera abrir la boca, su esposa alargó el brazo y le posó la mano sobre la manga.
– Eres un hombre extraordinario, Austin. Un hombre extraordinario y fuera de lo común.
A él se le hizo un nudo en la garganta. Maldición, ya volvía a las andadas, convirtiéndolo en un cuenco de gelatina con sólo tocarlo y dedicarle unas palabras amables y una mirada afectuosa. Lo hacía derretirse como nieve arrojada al fuego.