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Pero en lugar de indignarse por ello, en lugar de sentir ganas de huir o apartarla de un empujón, ansiaba estrechada entre sus brazos, amarla, intentar explicarle de alguna manera los sentimientos inquietantes que despertaba en él.

La tomó de la mano enguantada y se la besó con vehemencia, casi con desesperación.

– Elizabeth, yo…

El coche se detuvo de golpe, interrumpiendo sus palabras. Al mirar por la ventanilla, vio que habían llegado a su destino. Ayudó a Elizabeth a apearse y la condujo a un callejón estrecho que discurría entre dos edificios de ladrillos ruinosos y abandonados. Bajaron por una escalera cubierta de desperdicios y entraron en la casa de juegos.

El interior era ruidoso, mal iluminado y lúgubre. Hombres de todas las condiciones sociales estaban sentados a las mesas jugando a las cartas o a los dados. Marineros bravucones, un grupo de dandis de Londres con espíritu aventurero, miembros de los bajos fondos; se permitía la entrada a todo aquel que tuviese dinero que apostar.

Después de indicarle de nuevo que se bajase el ala de la gorra y mantuviese la vista baja, Austin la guió despacio en torno a la habitación. Ella se detuvo cerca del extremo de la rayada barra de madera.

Tapándola de la vista de los demás con la espalda, Austin susurró:

– ¿Qué ocurre?

Ella arrugó el entrecejo y sacudió la cabeza. Sin una palabra, se quitó los guantes y se los guardó en el bolsillo. A continuación, colocó las manos sobre la barra y cerró los ojos.

Austin la observaba atentamente, ocultándola de los clientes del antro. Ella empezó a respirar más profundamente y justo cuando él creía que no soportaría un segundo más su silencio, abrió los ojos.

– Gaspard ha estado aquí -dijo.

Austin se puso tenso.

– ¿Cuándo?

La mirada de Elizabeth se tornó sombría.

– Esta noche, Austin. Ha estado aquí esta noche.

17

Con los párpados bien apretados Elizabeth se aferraba a la barra mientras trataba de asimilar el aluvión de imágenes que se agolpaban en su mente. El hombre que Austin buscaba había estado en ese preciso lugar, unas horas antes. Estaba convencida de ello.

Una escena nítida apareció en su imaginación.

– Lleva una pistola. -Sintió que le flaqueaban las rodillas-. Está acostumbrado a matar. Lo ha hecho más de una vez.

Él la tomó de la mano, y de inmediato tras los ojos cerrados de Elizabeth se materializaron más imágenes, que destellaron como relámpagos. El corazón se le aceleró y el pulso le latió con fuerza mientras las impresiones inconexas cobraban forma poco a poco. Una visión bien definida acudió a su cerebro, y aparecieron gotas de sudor en su frente. Notó que se mareaba y que le entraba una gran debilidad.

– Elizabeth, ¿qué ocurre?

A ella le pareció que el susurro angustiado de Austin le llegaba de muy lejos. Se esforzó por abrir los ojos, pero las imágenes que la asaltaban absorbían toda su energía. Se percató vagamente de un alboroto, de que alguien la levantaba en brazos y se la llevaba, pero estaba demasiado débil para protestar. La negrura la envolvió y se sumió en la inconsciencia.

Austin nunca había estado tan asustado. Maldita sea, Elizabeth había perdido el conocimiento. Tenía el rostro pálido como la cera y la piel húmeda, y respiraba trabajosamente. Sin hacer caso de las miradas de curiosidad que les dirigían varios clientes del garito, la levantó en vilo y salió a toda prisa del edificio. Una vez fuera, le gritó al cochero que los llevara a casa a toda velocidad. Subió con ella al coche, cerró la portezuela y la acostó con toda delicadeza en el asiento, con la cabeza sobre su regazo.

– Elizabeth -le dijo ansioso, con el cuerpo tenso de miedo-. Háblame, cariño. Por favor, dime algo.

Le dio unas palmaditas en las mejillas y se alarmó al notar que tenía la piel fría y sudada. Sin duda la atmósfera inquietante y los vapores tóxicos la habían afectado, pero, demonios, ¿por qué no se despertaba ahora que ya habían salido? No debería haberla traído. Si le ocurría algo…

La joven entreabrió los párpados y lo miró directamente a los ojos. El alivio que sintió Austin fue inmenso. Acariciándole la pálida mejilla, intentó sonreírle, pero sus músculos faciales se negaron a cooperar. Maldita sea, se sentía tan débil como un recién nacido.

Ella trató de incorporarse, pero él se lo impidió posándole con suavidad una mano sobre el hombro.

– Relájate -logró decirle.

Ella miró en torno a sí.

– ¿Dónde estamos?

– En el coche, camino de casa.

– ¿Camino de casa? -Frunció el entrecejo-. ¿Por qué?

– Me temo que has sufrido un vahído.

– ¿Un vahído? Tonterías.

De nuevo intentó incorporarse, y de nuevo él la sujetó.

– Un vahído -repitió, deslizando los dedos por su mejilla, incapaz de contener sus ganas de tocada-. Para ser una chica tan robusta, has caído redonda.

Ella sacudió la cabeza.

– No, no ha sido un vahído. He tenido una visión. Lo he visto, Austin. Lo he visto todo claro. A William, a Gaspard el francés…

El recuerdo de aquella espantosa noche, aquella escena obsesionante que había quedado grabada a fuego en la mente de Austin, irrumpió con ímpetu en su memoria, dejándolo trastornado. Ella le apretó la mano y abrió mucho los ojos.

Antes de que él pudiese pronunciar palabra, Elizabeth susurró:

– Dios santo, tú estabas allí. Los viste juntos, cargando cajas llenas de armas en un barco. -Austin intentó en vano apartar sus pensamientos de lo sucedido aquella noche. Apretándole la mano con más fuerza, ella añadió-: William te vio en las sombras. Se te acercó y discutisteis acaloradamente. Intentaste detenerlo, pero tu hermano no te hizo caso. Entonces le viste partir en ese barco… junto con un enemigo de tu país.

Un gran dolor y un sentimiento de culpa embargaron a Austin.

– Él les estaba entregando las armas -musitó, apenas consciente de lo que decía-. Al verme desembarcó. Me llevó a un callejón, donde Gaspard no pudiese vernos. Le pregunté cómo era capaz de hacer eso, pero se negó a contestarme. Me dijo que me ocupara de mis asuntos y que me fuera. Discutimos. Lo amenacé con entregarlo… Le dije que ya no era mi hermano.

– ¿Se lo has contado a alguien?

– No. -Echó la cabeza hacia atrás y cerró los ojos-. Si alguna vez saliese a la luz la traición de William, esa ignominia destrozaría a mi familia. Tenía que proteger a Caroline y a Robert. A mi madre. Aunque no puedo creer que William traicionase a Inglaterra, estoy seguro de lo que vi, y él no lo negó. La pregunta es: ¿por qué? ¿Por qué lo hizo?

Sabía que debía mirarla, observar su reacción, pero temía levantar la vista hacia sus ojos. ¿Qué haría si viese en ellos una expresión condenatoria? Había muchas probabilidades de que ella lo rechazara, a él y a su familia, ahora que sabía la verdad. Y, puesto que era su esposa, ella también estaría expuesta a la deshonra.

Preparándose para lo peor, abrió los ojos y la miró. Se le cortó la respiración. La mirada de Elizabeth expresaba una mezcla de emociones, pero no condena. Sólo afecto, cariño y preocupación.

Elizabeth alzó las manos para sujetarle la cara con suavidad.

– Dios santo, Austin, cuánto debes de haber sufrido al guardar este secreto para intentar proteger a tu familia. Me apena mucho tu dolor. Pero ya no estás solo.

La compasión sincera que irradiaban sus ojos, el suave y balsámico tacto de sus manos, y sus palabras pronunciadas a media voz se combinaron con la avalancha de emociones que lo asaltaba para hacer pedazos la desolación en que estaba sumido. «Ya no estás solo.»

La atrajo hacia sí y apoyó la cara en la cálida curva de su hombro. Un largo escalofrío recorrió su cuerpo, y la abrazó con más fuerza, tanta que a su esposa debieron de dolerle los huesos, pero ni una queja salió de sus labios. Ella lo estrechó contra sí, acariciándole el pelo y la espalda para calmado, mientras el sentimiento de culpa que llevaba tiempo pudriéndose en la conciencia de Austin estallaba en un torrente incontenible.