Transcurrió un largo rato antes de que sus temblores cesaran. Después permaneció entre los brazos de Elizabeth e intentó poner en orden sus pensamientos.
Los últimos momentos que pasó con William siempre pesarían sobre su conciencia, pero ahora existía la esperanza de que surgiese una segunda oportunidad. William estaba vivo. Tenía que encontrado, hablar con él y descubrir los motivos de lo que había hecho.
Elizabeth aseguraba que William corría peligro. ¿Por qué? ¿Acaso alguien pretendía tomar represalias contra él por las actividades que había desarrollado durante la guerra? ¿O alguna otra amenaza se cernía sobre su hermano y lo mantenía cautivo? ¿Estaría William intentando escapar del mal que lo había impulsado a traicionar a su país? Si William necesitaba su ayuda, él se la daría sin importarle el pasado.
Austin tomó una resolución firme. Encontraría a William y a Gaspard. Costara lo que costase.
Por primera vez desde aquella horrible noche de hacía más de un año, respiró con tranquilidad. El alivio que experimentó al liberar su alma de aquella pesada carga lo dejó casi aturdido. Había pasado tanto tiempo solo, encerrado con su secreto… Pero ya no lo estaba. Ahora tenía a alguien con quien compartirlo. Elizabeth. Ella conocía su secreto más oscuro.
Esa hermosa mujer que ahora lo abrazaba contra su corazón, absorbiendo su dolor y reemplazándolo por su propia bondad, lo había liberado y le había devuelto la vida. Además, le había dado esperanza en el futuro.
Dios, cuánto la necesitaba.
Alzó la cabeza y la miró a los ojos. Tenía tantas cosas que decirle, que quería que supiese, pero la emoción le impedía emitir sonido alguno.
El coche se detuvo con una sacudida. Austin se obligó a apartar la mirada de ella y vio que habían llegado a su casa. Sin una palabra, la ayudó a apearse y pagó al cochero.
Sujetándola firmemente del brazo abrió la puerta de roble. El vestíbulo estaba vacío, pues Carters se había retirado hacía varias horas. Sin siquiera detenerse a quitarse el abrigo, la condujo escaleras arriba y a continuación a sus aposentos. Una vez dentro, cerró la puerta con llave.
Sentía una necesidad intensa, como nunca antes la había experimentado. Tenía que tocarla, abrazarla. Piel con piel. Corazón con corazón. Una afirmación de la vida, después de haber pasado tanto tiempo sintiéndose muerto por dentro.
Anhelaba expresarle sus sentimientos, pero no sabía de qué modo, ya que esa clase de palabras estaba fuera de su alcance. Necesitaba sentirla pegada a él, alrededor de él, debajo de él. Mostrarle de otra manera lo que las palabras no alcanzaban a expresar.
Sin despegar la vista de su rostro, empezó a desvestirse. Dejó caer descuidadamente el abrigo y después la chaqueta. El fular, el chaleco y la camisa se añadieron al montón de ropa en el suelo. Con el torso desnudo, se acercó a ella, incapaz de esperar un instante más para sentir sus manos sobre su cuerpo.
Ella hizo ademán de quitarse el abrigo, pero él le sujetó las manos y se encargó él mismo de hacerlo. Capa a capa fue desvistiéndola, y después acabó de despojarse de las últimas prendas que le quedaban, hasta que por fin estuvieron ambos frente a frente, desnudos.
Nunca en la vida se había sentido tan necesitado, tan vulnerable.
Alargó los brazos y tomó la cara de ella entre sus manos, rozándole las mejillas con los pulgares. Tenía tantas cosas que decirle, tantas cosas que contarle, pero le faltaba la voz.
– Elizabeth -susurró en tono bajo.
Fue la única palabra que consiguió pronunciar. Pero le mostraría lo que no lograba decirle. La estrechó entre sus brazos y posó los labios sobre los de ella, lleno de una ternura que contrastaba con la fiebre que ardía en su interior.
Ella susurró su nombre y lo rodeó con los brazos.
Y el dique estalló.
Austin la apretó contra su cuerpo, poseído por la necesidad de tocarla por todas partes al mismo tiempo. Sus labios se fundieron con los de Elizabeth en un beso cada vez más ardiente y apasionado. Su lengua exploraba el suave interior de su boca, entrando y saliendo una y otra vez.
Pero no le bastaba con besarla. Se apartó ligeramente y estudió su rostro. El corazón, que ya le latía a un ritmo frenético, se aceleró todavía más al ver la pasión y el deseo que brillaban en sus ojos.
– Elizabeth, Dios mío, no sé qué es lo que me haces… -gimió con voz ronca e irregular.
Se puso de rodillas y aplicó la boca a la nívea piel de su vientre.
– Tan suave… -murmuró, deslizando los labios por su abdomen-, tan hermosa…
Le introdujo la lengua en el ombligo antes de proseguir su recorrido hacia abajo. Le lamió y besó una de sus largas piernas de arriba abajo y luego subió por la otra, mientras deslizaba los dedos por la parte posterior de sus muslos y pantorrillas.
Cuando llegó a la base de las nalgas, alzó la cabeza.
– Mírame, Elizabeth.
Ella abrió los ojos y bajó la vista hacia él, mostrándole sus iris dorados encendidos de pasión.
– Abre las piernas para mí -le ordenó él en tono dominante con la boca pegada a la tersa piel de su vientre.
Cuando ella obedeció, él le deslizó una mano por el cuerpo, desde el cuello hasta los rizos de color rojo oscuro que cubrían su feminidad, y luego la acarició entre los muslos. Ella apretó los párpados, y un largo gemido se formó en su garganta.
– Eres tan hermosa… Y estás tan húmeda…, tan caliente -gimió él, hundiendo sus labios en su ombligo.
Después comenzó a descender, cada vez más, hasta que su lengua la acarició del mismo modo en que la habían acariciado sus dedos. Ella le aferró los hombros y jadeó.
Sosteniéndole las nalgas con las manos, la veneró con los labios y la lengua, aspirando su almizcle femenino, su delicada esencia, amándola hasta que ella se desbordó junto a él y, hundiéndole los dedos en los hombros, profirió un grito mientras el éxtasis le recorría todo el cuerpo. Cuando los espasmos remitieron, él la levantó en brazos, la llevó a su lecho y la depositó cuidadosamente sobre el cubrecama. Se colocó entre sus muslos y contempló su bello rostro, sonrojado de pasión.
– Mírame.
Elizabeth abrió los ojos y él la penetró con una acometida larga y enérgica, incrustándose en su húmedo calor. Ella soltó un gemido gutural, deslizando las manos por la espalda de Austin. Sin dejar de moverse muy despacio en su interior, él observó toda la gama de emociones que desfilaron por su expresivo rostro, mientras sus embestidas se volvían más largas, vigorosas y rápidas. Ella respondió moviendo las caderas al mismo ritmo que él, hasta que Austin notó que el placer se apoderaba de su mujer una vez más.
En el instante en que ella lo apretó en su interior, él perdió todo asomo de control. Todo su mundo quedó reducido al punto en que su cuerpo se unía al de Elizabeth. Nada le importaba excepto ella. Estar dentro de ella. Tenerla alrededor de él. La acometió una y otra vez, incapaz de detenerse, ciego de pasión. Con una última embestida, se derramó dentro de ella y, por un momento interminable, susurró su nombre una y otra vez, como una oración.
Cuando la tierra se enderezó, él se desplomó y rodó hasta quedar de costado, arrastrando a Elizabeth consigo. Quería acariciarle la espalda, pero no podía moverse. Ni siquiera podía cerrar los puños. A decir verdad, apenas podía respirar. Nunca había hecho el amor de un modo tan intenso, y un calor interior, más maravilloso que cualquier sensación que hubiese tenido nunca, se extendió por todo su cuerpo.
La amaba.
Por Dios, la amaba.