Выбрать главу

La amaba tanto que le dolía.

Se quedó inmóvil. Pero ¿y si ella no correspondía a sus sentimientos? ¿Y si…?

Desechó esta idea sin contemplaciones. Elizabeth sencillamente tenía que amarlo, y no había que darle más vueltas. Y si no lo amaba ahora él encontraría el modo de conseguir que acabase amándolo. Tanto como él la amaba a ella.

Las palabras que nunca le había dicho a nadie pugnaron por salir. Tenía que decírselas. Tenía que hacerlo. Se preguntó si ella ya lo sabría. ¿Le habría leído el pensamiento y captado sus sentimientos? Quizá, pero en todo caso no se lo había comentado. De todos modos, aunque hubiese adivinado lo que sentía por ella, Elizabeth merecía oír esas palabras.

Volvió la cabeza y le rozó la sien con los labios. Después se echó hacia atrás, decidido a mirarla a los ojos al tiempo que le decía que la amaba.

Con el corazón desbocado, abrió la boca para hablar, y acto seguido la cerró.

Su esposa, su robusta esposa, siempre llena de energía, se había quedado dormida.

– ¿Elizabeth?

Por toda respuesta, ella soltó un suave ronquido.

Vaya, maldita sea.

Enseguida se sintió muy avergonzado. Qué egoísta de su parte, atender a sus propias necesidades cuando ella había pasado un día agotador. Por todos los diablos, se había desmayado en sus brazos hacía una hora. Si quería ganarse el amor de una mujer tenía que mandar al infierno su egoísmo. No podría comprar a su Elizabeth con baratijas, títulos ni joyas. Pero podía ganársela con cariño. Y amor.

Amor. Su boca se torció en una sonrisa.

Por fin había encontrado un nombre para el «efecto Elizabeth».

Procurando no despertarla, tiró del cubrecama para taparse los dos y la acurrucó cómodamente junto a sí. Después de escuchar su respiración regular durante varios minutos, le dio un beso en la frente.

– Te quiero -susurró-. Te quiero.

18

La visión se coló en el sueño de Elizabeth con el sigilo de un ladrón experimentado.

Las imágenes serpenteaban a través de los oscuros recovecos de su mente, ondulándose como volutas de humo, para luego ponerse fuera de su alcance.

Una criatura. Una hermosa niñita con brillantes rizos color ébano y ojos grises y vivarachos. Corría, riendo y gritando «mamá».

Entonces la visión cambió. La risa cedió el paso al miedo. Los chillidos de terror de la niña resonaron en la mente de Elizabeth, llenándola de aprensión.

El rostro angelical de la niñita se convirtió en una máscara pálida y aterrorizada. Unas manos femeninas se alargaron hacia ella, pero la niña parecía flotar cada vez más lejos de su alcance, hasta que se perdió de vista por completo, dejando sólo el eco de sus sollozos.

Entonces vio a Austin, transido de dolor, desolación y culpabilidad, hasta tal punto que Elizabeth apenas lo reconoció. Oyó su voz, un susurro entrecortado: «No puedo vivir sin ella… Por favor, Dios, no me digas que la he matado trayéndola aquí».

Elizabeth despertó sobresaltada, con un grito ahogado. El corazón le martilleaba el pecho y los pulmones le ardían como si hubiese corrido varios kilómetros. Y, sin embargo, se le había helado la sangre.

Buscó con los ojos a Austin, que dormía plácidamente a su lado. Menos mal, pues ella no hubiera podido hablar en ese momento.

Pero, Dios santo, tendría que decírselo.

Él debía saber que ella había visto la muerte de una niña. Una niña de cuya muerte él se culparía.

Una niña de cabello negro azabache y ojos grises, como los suyos.

Su hija.

La hija de los dos.

Austin abrió un ojo. Al ver el fino haz de luz tenue que se filtraba a través de las cortinas de terciopelo color burdeos, dedujo que estaba amaneciendo… y que por tanto ya era una hora perfectamente razonable para despertar a su esposa besándola dulcemente, haciéndole el amor con suavidad y confesándole su amor con ternura.

Al volver la cabeza, descubrió que su esposa yacía en el otro extremo de la gran cama, encogida y de costado, dándole la espalda. Demasiado lejos para tocarla.

Austin sintió una honda desilusión y estuvo a punto de reírse en voz alta de sí mismo. Maldita sea, en qué individuo tan embobado y perdidamente enamorado se había convertido. Y en un lapso de tiempo asombrosamente corto. «Seguro que para la hora de la cena estaré componiendo versos. Y sonetos al anochecer.» Estuvo a punto de soltar una risita. Sí, podía imaginarse con una rodilla en tierra, recitando apasionadamente la «Oda a Elizabeth».

Le bastaría con acercarse un poco a ella para rodearla con los brazos y sentir su calor, pero sabía que, en cuanto lo hiciera, ya no la dejaría dormir más. «No seas egoísta -pensó-, deja que descanse.» Entrelazando las manos en la nuca apoyó en ellas la cabeza y se obligó a permanecer donde estaba para no interrumpir el sueño de Elizabeth, al menos durante unos minutos. Sí, simplemente se quedaría ahí acostado, maravillándose del cambio tan drástico que esa mujer había obrado en su vida. Un cambio para bien.

Imaginó cómo le tomarían el pelo Miles y Robert cuando se dieran cuenta de que el «célebre duque de Bradford» había sucumbido al embrujo de su propia esposa. Y no habría manera de que no se diesen cuenta, pues le resultaría imposible ocultar su amor por Elizabeth.

Aunque tampoco tenía ganas de intentado. Por supuesto, no estaba muy bien visto enamorarse de la propia mujer, pero eso le importaba un pepino.

Una sonrisa que fue incapaz de contener se desplegó en su rostro. Sí, Robert y Miles se meterían con él sin piedad. «Pero ya me vengaré -se dijo- cuando el amor les pique en sus traseros desprevenidos. Y lo hará. Si puede ocurrirme a mí, puede ocurrirle a cualquiera.»

No podía esperar un segundo más para tocarla.

Pero no quería despertada… Se limitaría a abrazada. Moviéndose con todo sigilo, se deslizó por la cama hasta colocarse justo detrás de ella y le posó suavemente el brazo sobre el talle.

En cuanto la tocó, ella dio un respingo.

– Buenos días, cariño -le dijo Austin, dándole un beso en el hombro-. No era mi intención despertarte.

– Yo… pensaba que estabas dormido.

– Y lo estaba. Pero ahora ya estoy despierto. Y tú también. Mmm.

Hundió la cara en su cabello y aspiró su aroma a lilas. Le ciñó la cintura con el brazo y la atrajo hacia sí, con la espalda de ella contra su pecho.

Se quedó quieto al notar que ella se ponía rígida.

– No lo hagas -susurró Elizabeth.

Antes de que él pudiese preguntarle si algo no iba bien, ella se soltó de sus brazos y se sentó, tapándose con el cubrecama.

– ¿Elizabeth? -Austin se incorporó rápidamente-. ¿Te encuentras bien?

Como ella no respondía, la tomó de la barbilla con delicadeza y le hizo volver la cara hacia él.

Estaba llorando. Sus ojos parecían pozos dorados de aflicción. La calidez que solía brillar en su mirada había desaparecido para ser reemplazada por una expresión sombría que le rompió el corazón.

Le soltó la barbilla y le asió los brazos.

– ¿Qué ocurre? ¿Te duele algo?

Por toda respuesta, ella lo miró con esos ojos llenos de dolor. Un estremecimiento afín al pánico se deslizó por la espalda de Austin.

– Dime qué sucede -pidió, sacudiéndola suavemente.

– Tengo… tengo que decirte algo.

– ¿Sobre William?

– No. Sobre mí.

Ah. De modo que era eso. Por fin iba a desvelarle sus secretos…, a explicarle por qué se había marchado de América tan de repente.

Experimentó cierto alivio que mitigó su intranquilidad, y aflojó la presión sobre los brazos de Elizabeth. Por lo visto su esposa confiaba en él lo suficiente para abrirle su corazón. Y después de la confianza… ¿no era lógico que viniese el amor?

Dios, ¿iba ella a decide que lo amaba? En ese caso no debía de resultarle fácil hacer esta declaración, pues no sabía lo que él sentía por ella. Porque nunca se lo había oído decir. Probablemente Elizabeth tenía miedo de que él rechazase su amor.