Él bajó la mano lentamente.
– ¿Qué viste?
– Vi morir a alguien. -Su sufrimiento era tan palpable que Austin prácticamente podía verlo.
– ¿A quién?
– A nuestra hija, Austin.
Se le cayó el alma a los pies.
– ¿Nuestra hija? ¿Cómo lo sabes?
– Era una niñita. Se parecía a ti, con sus rizos negros y unos hermosos ojos grises. -Con pasos vacilantes, se acercó a él y le agarró los brazos, hincándole los dedos en la piel-. ¿Entiendes lo que te digo? He visto el futuro. Teníamos una niña, de unos dos años. Y ella se moría.
La mente de Austin se quedó en blanco al oír estas palabras.
– Seguro que te has equivocado…
– No. Lo vi todo. Y no puedo permitir que eso suceda. No puedo permitir que nuestra hija muera.
Austin respiró a fondo e intentó pensar con claridad, pero ni por un momento dudó de la veracidad de esa premonición.
– De acuerdo. No permitiremos que ocurra. Ya estamos sobre aviso, así que estaremos preparados. La vigilaremos en todo momento, todos los días. Nada malo le ocurrirá.
– ¿Es que no lo ves? No puedo correr ese riesgo. Ya he perdido a mis padres, a los Longren y a Alberta. No soportaría perder a otro de mis seres queridos…, a nuestra hija. Tampoco soportaría verte sufrir por su muerte. -Lo miró por unos instantes-. Sólo hay una manera de asegurarnos de que nuestra hija no muera: no teniéndola.
¿No tener a su hija? Por supuesto que tendrían hijos. Muchos hijos, varones con la aguda inteligencia de ella, niñas con el cabello de su madre.
– Pero ¿qué estás diciendo?
Elizabeth se soltó de sus brazos y se volvió hacia la ventana. Él se quedó contemplando su perfil y escuchó sus rotundas palabras:
– No puedo tener hijos contigo. Me niego a tener hijos contigo. Y la única forma de asegurarme de ello es renunciar a mis deberes conyugales. Por supuesto, no espero de ti que sobrelleves una situación tan insostenible. Soy consciente de lo importante que es para un hombre de tu posición tener un heredero. -Alzó la barbilla, resuelta, pero su voz quedó reducida a un susurro lúgubre-. Por tanto, quiero que anulemos nuestro matrimonio.
Él se quedó paralizado durante todo un minuto, incapaz de comprender sus palabras. Al fin recuperó el habla.
– No es necesario que tomemos medidas tan drásticas, Elizabeth.
– Me temo que sí lo es. No puedo pedirte que aceptes a una esposa que se niega a compartir el lecho contigo.
Austin cerró los puños, pero consiguió mantener un tono sereno.
– No tengo por qué aceptar a una esposa que se niega a compartir el lecho conmigo. Hay medios de prevenir el embarazo…, si eso es lo que decidimos hacer al final.
– No estás escuchándome, Austin. Ya lo he decidido. No correré el riesgo de quedarme embarazada.
– Te prometo que podemos encontrar una manera…
– No puedes prometer eso para toda la vida, Austin. -Se volvió hacia él, y la fría determinación de su mirada le heló la sangre-. ¿Por qué te resistes a aceptar mi decisión?
Austin soltó una carcajada de incredulidad.
– ¿Quieres que acepte sin más tu capricho de deshacer nuestro matrimonio? Me asombra que la posibilidad de darte por vencida de ese modo te haya pasado por la cabeza siquiera. Creía que nuestro matrimonio significaba algo más para ti.
– Los dos sabemos que te casaste conmigo sólo porque te sentías obligado.
– Y los dos sabemos que nada me habría obligado a casarme contigo si yo no hubiese querido. -Redujo la distancia que los separaba y la tomó con suavidad por los hombros-. Elizabeth, da igual el motivo por el que nos casáramos. Lo que importa es lo que sentimos el uno por el otro y la vida que queremos llevar juntos. Podemos hacer que nuestro matrimonio sea tan fuerte que sobreviva a todo.
– Pero seguro que tú quieres tener hijos.
– Sí, quiero tenerlos. Con toda el alma. -La miró fijamente-. Contigo.
Ella respiró hondo.
– Lo siento. No puedo. No lo haré.
El silencio se impuso entre ambos. Él intentó conciliar a esa mujer fría, resuelta y distante con su Elizabeth afable y cariñosa, pero no lo logró. Pronunciando con esfuerzo las palabras, dijo:
– Comprendo que esa visión te haya afectado, pero no puedes dejar que destruya lo nuestro. No lo permitiré. -Le sujetó el rostro entre las manos-. Te quiero, Elizabeth. Te quiero. Y no te dejaré marchar.
Ella se puso blanca como la cera. Austin escrutó sus ojos y, por un instante, vio en ellos un dolor intenso y descarnado. Ella desvió la mirada, y a él le dio la impresión de que estaba conteniendo el llanto. Pero cuando se volvió hacia él de nuevo, Elizabeth tenía una expresión más severa. El dolor había cedido el paso a la firme determinación, y ella se apartó de él.
– Lo siento, Austin. Tu amor no. es suficiente.
Estas palabras le traspasaron el corazón causándole una herida sangrante. Dios todopoderoso, si hubiese tenido fuerzas para aspirar suficiente aire se habría reído de lo irónica que resultaba la situación. Después de esperar toda una vida a entregar su amor a una mujer, ella lo despreciaba como si fuera una vil baratija. «Tu amor no es suficiente.»
– Aunque tú estés dispuesto a soportar semejante situación -prosiguió ella en un tono monocorde-, yo no lo estoy. Quiero tener hijos algún día.
– Acabas de decir que no -protestó él cuando consiguió recuperar la voz.
– No. He dicho que no puedo tener hijos contigo… Pero podría tenerlos con otro. La niña que moría en mi visión era mía… y tuya.
Austin se quedó petrificado. No daba crédito a sus oídos.
– Elizabeth, creo que no sabes lo que dices. No es posible que pienses que…
– Sé exactamente lo que me digo. -Alzó la barbilla en un gesto desafiante y le dirigió una mirada inusitadamente gélida-. Cuando fantaseaba con la idea de ser duquesa, no imaginé que el precio del título fuera renunciar a tener hijos. No estoy dispuesta a pagar ese precio.
– ¿De qué demonios estás hablando? -soltó él-. No tenías ningunas ganas de convertirte en duquesa.
– No soy tonta, Austin -dijo ella, arqueando las cejas-. ¿Qué mujer no sueña con ser duquesa?
Sus palabras lo envolvieron como una manta glacial, helándolo hasta los huesos. Se negaba a creer esas declaraciones, pero estaba claro que hablaba en serio.
Estaba atónito. Estupefacto. Se llevó la mano al pecho y se frotó el lugar donde debía estar su corazón. No sintió nada. Todos los sueños y esperanzas que acababan de nacer en él se dispersaron, como ceniza al viento. Ella no lo amaba. No quería tener hijos con él. Ni seguir adelante con su matrimonio. Quería compartir su vida con otro…, con cualquier otro. Pero no con él.
Su estupefacción se evaporó de pronto y lo invadieron sentimientos encontrados: desilusión, ira y un dolor tan profundo que se sentía partido en dos. «Dios, qué idiota he sido.»
Hizo un esfuerzo para rechazar el dolor y concentrarse en la ira, dejando que este sentimiento le corriese por las venas y calentase su sangre helada.
– Me parece que empiezo a entenderlo -dijo en una voz tan amarga que le costó reconocerla-. Por más que asegurabas lo contrario, tenías el ojo puesto en el título. Ahora quieres deshacer nuestro matrimonio con el pretexto de que te preocupas por mí, cuando lo cierto es que quieres ser libre para casarte con otro para poder tener hijos. Sus hijos.
Ella empalideció al oír su tono, pero no apartó la mirada de sus ojos.
– Sí. Quiero pedir la anulación de nuestro matrimonio.
La furia y un dolor lacerante lo estremecieron hasta lo más hondo. ¡Maldición, qué magnífica actriz había resultado ser su esposa! Su preocupación, su afecto… era todo fachada. Durante todo ese tiempo él la había creído sincera y digna de confianza, inocente y sin malicia y, lo que era aún más gracioso, desinteresada. Pero Elizabeth no era mejor que las féminas que desde hacía años iban en pos de él en busca de fortuna. No podía creer que tuviese la desfachatez, la desvergüenza de encararse con él y decirle que quería anular su matrimonio porque deseaba que él fuese feliz, cuando lo que quería en realidad era conseguir otro marido.