Pero lo que lo sacó por completo de sus casillas fue imaginarla con otro hombre. Esa imagen le provocó tal rabia que casi se ahogó. Y sin embargo estaba agradecido por esa irritación, pues de no ser por ella el dolor lo habría abrumado.
– Mírame -le ordenó en un tono agrio. Al ver que ella no apartaba la vista de la ventana, la agarró por la barbilla y le hizo volver la cabeza por la fuerza-. Mírame, maldita sea.
Ella le sostuvo la mirada con una fría indiferencia que lo enfureció aún más. Nada en su expresión indicaba que fuese la misma mujer con quien había hecho el amor hacía sólo unas horas. ¿Cómo había logrado ocultarle esa faceta de sí misma? ¿Cómo demonios había conseguido engañado de ese modo? Tuvo que recurrir a todo el dominio de sí mismo para no zarandeada.
– Erraste tu vocación, querida. Habrías arrasado en los escenarios. Te aseguro que me tenías convencido de que eras un dechado de virtudes y de decencia. Pero obviamente no eras más que una maquinadora corriente y una embustera consumada. Tu negativa a asumir debidamente tus obligaciones de esposa me parece una justificación más que suficiente para deshacerme de ti.
Elizabeth se puso lívida.
– Entonces, ¿aceptarás la anulación?
– No, Elizabeth, exigiré la anulación, tan pronto como me haya asegurado de que no te he dejado embarazada ya. Durante los próximos dos meses vivirás en mi finca de las afueras de Londres. Ese tiempo nos bastará para cerciorarnos de que no estás encinta.
El pánico se reflejó en el semblante de su esposa. Obviamente no había contemplado la posibilidad de que el daño ya estuviese hecho.
– ¿Y si no lo estoy?
– Entonces daremos por terminado nuestro matrimonio.
– ¿Y si estoy… en estado?
– Entonces tendremos que sobrellevar esta farsa de matrimonio. Después de que nazca el niño, si quieres marcharte…
– Jamás abandonaría a un hijo mío.
Austin soltó una carcajada llena de amargura.
– ¿En serio? Pues no has dudado en quebrantar tus votos matrimoniales, así que ya no sé de qué eres capaz.
Los ojos de Elizabeth centellearon y, por un instante, a Austin le pareció que ella se disponía a replicarle, pero se limitó a apretar los labios.
– Ah, y una cosa más -añadió él-. Confío en que te comportarás con la máxima corrección durante los dos próximos meses. No comentarás esto con nadie ni harás nada que pueda suponer un deshonor para mí o para mi familia. ¿Lo entiendes? No toleraré que mi esposa se quede embarazada de otro hombre.
De nuevo tuvo la impresión de que un destello de dolor brillaba en los ojos de Elizabeth, pero lejos de amilanarse, ésta repuso:
– No te seré infiel.
– Por supuesto que no. Y ahora, si me disculpas, quisiera vestirme. Tomaré las disposiciones necesarias para que te instales en la casa de las afueras.
– ¿Ya no quieres que te ayude a encontrar a William?
– Si tienes alguna otra visión, mándame un mensaje. Yo investigaré por mi cuenta desde aquí. Sin ti.
Cruzó la habitación a grandes zancadas y abrió la puerta que daba a la alcoba de Elizabeth. Ella se quedó inmóvil por un momento y miró en otra dirección con expresión inescrutable. Después atravesó la habitación con presteza y entró en su dormitorio. Austin cerró la puerta tras ella y echó el cerrojo con toda deliberación. El chasquido metálico retumbó en el súbito silencio.
A solas en su alcoba, Austin apoyó los puños contra la puerta y cerró los ojos, consumido por las emociones que se agitaban en su interior, hiriéndolo, abrumándolo hasta tal punto que quería gritar. Una parte de su ser estaba poseída de furia. Una furia oscura y fría. Pero otra parte de él estaba tan transida de dolor que casi cayó de rodillas. Sentía un hueco en el lugar del pecho donde hacía unos minutos latía su corazón… Antes de que Elizaheth se lo arrancara y lo partiese en dos.
Cuando aún no la conocía, él era un hombre incompleto que, más que vivir, vegetaba. Ella lo había convertido en un hombre completo con su dulzura y su inocencia, sus risas, su amor… Pero todo eso nunca existió en realidad. Nunca antes había imaginado que una mujer pudiese quererlo por él mismo, aunque había llegado a creer que Elizabeth sí. Pensaba que él jamás se enamoraría, pero había sucumbido ante ella, con toda el alma y el corazón, con un amor que no creía ser capaz de sentir.
Se acercó a la ventana, descorrió la cortina y paseó vagamente la mirada por un mundo que de repente se había vuelto inhóspito.
Ella había conseguido ganarse su amor.
Pero todo era una ilusión.
Antes de que Elizabeth apareciese en su vida, él nunca había hecho grandes planes para el futuro. Lo atormentaban los secretos que guardaba, y había pasado el tiempo de aventura en aventura, de club en club, de una fiesta aburrida a otra.
Pero ella lo había hecho cambiar. Había convertido al hombre solitario, indiferente y cínico que era en una persona con ilusión en el futuro…, un futuro lleno de felicidad, con una esposa cariñosa y unos hijos sanos y alegres.
Y ahora todas esas nuevas esperanzas se habían truncado. Se habían venido abajo. Se habían hecho trizas. Ella había dicho que no soportaría perder a otro ser querido, y sin embargo estaba dispuesta a perderlo a él. Y eso aclaraba sin ninguna duda lo que sentía por él.
Dios santo, de no ser porque estaba tan afligido, transido de dolor, se habría reído. El «incomparable e invulnerable» duque de Bradford derrotado por una mujer, la que había considerado que encarnaba todos sus sueños. Sueños que ni siquiera sabía que alentaba.
En cambio, esa mujer había resultado ser su peor pesadilla.
Elizabeth contemplaba la puerta, atontada. Austin acababa de cerrarla y ella había oído correrse el cerrojo con un chasquido que resonó en su mente como una sentencia de muerte.
Justo cuando se preguntaba si alguna vez volvería a sentir algo, la invadió un dolor desgarrador que se extendió por todo su cuerpo y le abrasó la piel. Se tapó la boca con las manos para reprimir un alarido de agonía y se hincó de rodillas en el suelo.
Nunca, nunca olvidaría la expresión de Austin mientras la escuchaba hablar: el cariño se había transformado en amargura, la calidez se había convertido en fría indiferencia, y la ternura había cedido el paso alodio.
Dios, lo amaba con toda su alma. Tanto que no soportaría darle una niña destinada a morir. Jamás conseguiría hacerle entender que él se culparía a sí mismo de la muerte de su hija, y que los remordimientos y la angustia lo destrozarían. Que nunca se recuperaría.
Elizabeth había renunciado a su alma para darle a él la libertad. Pero ese precio no le importaba. Un hombre honorable como Austin habría rehusado disolver su matrimonio y se habría resignado a convivir el resto de sus días con ella sin tener hijos, practicando la abstinencia. Merecía la felicidad, una esposa más adecuada para él, hijos a los que prodigar su amor, de modo que ella le habría dicho cualquier cosa para convencerlo.
Y lo había hecho.
Una carcajada de amargura brotó de su garganta al recordar sus propias palabras: «Fantaseaba con la idea de ser duquesa… No puedo tener hijos contigo…, pero podría tenerlos con otro. La niña que moría en mi visión era mía… y tuya».
Esas mentiras le habían costado todo lo que le importaba en el mundo. El hombre al que amaba. Hijos. Nunca, nunca volvería a estar con un hombre. Casi se había atragantado al pronunciar la frase «fantaseaba con la idea de ser duquesa». La había soltado como último recurso, cuando se hizo patente que él no aceptaría su decisión a menos que ella extinguiese la llama del cariño que él sentía por ella. Y ahora no la consideraba más que una cazafortunas intrigante y mentirosa. El esfuerzo de ocultar su sufrimiento para hacerle creer que lo que quería era un título, una vida sin él, había estado a punto de matarla.