Debía informar a Caroline y a su madre de su inminente viaje a Londres.
¿Estaba embarazada?
Austin, sentado en su estudio, contemplando el fuego de la chimenea con su cuarta copa de brandy en la mano, intentaba en vano ahuyentar de su mente la pregunta que lo atormentaba desde hacía tres semanas. Miles se encontraba de pie junto a la repisa de la chimenea, contándole algo sobre los últimos cotilleos que había oído en White's, pero Austin no lo escuchaba. Después de varias copas más, sin duda dejaría de oír la voz de su amigo por completo. Tal vez dejaría también de sentir.
Había pasado esas tres semanas siguiendo el rastro de dos soldados que habían servido en el ejército con William pero, tal como habían declarado hacía un año, los dos le dijeron que lo habían visto, como a tantos otros ese día, caer en la batalla. También había esperado recibir más instrucciones por parte del chantajista, pero no le llegaron. ¿Por qué el hombre no había intentado cobrarle las cinco mil libras que le exigía? Si Elizabeth estuviese allí, tal vez podría…
Desechó el pensamiento, pero era demasiado tarde. Ella estaba grabada a fuego en su mente y, por más que intentaba no hacerse esa pregunta, la incertidumbre lo reconcomía por dentro: ¿estaría embarazada? Aguardaba la respuesta con ansia y también con miedo. Si lo estaba, tendría un hijo suyo…, un hijo destinado a morir antes de tener la oportunidad de disfrutar de la vida. Si Elizabeth no estaba encinta, su matrimonio habría acabado. Una risa amarga brotó de su garganta. Maldición, pasara lo que pasase, su matrimonio había llegado a su fin.
Apuró el contenido de la copa, se levantó y se acercó a las licoreras de cristal posadas en la mesita junto a las ventanas que daban a la calle. Se sirvió un brandy doble y descorrió la cortina.
Las verdes praderas de Hyde Park se extendían al otro lado de la calle, y una hilera de carruajes desfilaba por sus caminos. Caballeros y damas de elegante atuendo paseaban a la luz de la tarde, con sonrisas que parecían de alegría en el rostro.
Sonrisas de alegría. Una imagen de Elizabeth riendo apareció ante sus ojos, y se bebió la mitad de su copa de un trago. Demonios, ¿cuánto tiempo habría de pasar antes de que ella dejase de ocupar todos los rincones de su cerebro, antes de que su ira y su dolor remitiesen? ¿Cuánto tardaría en ser capaz de respirar sin que le doliese el pecho a causa de esa pérdida? ¿Cuándo dejaría de odiarla por haberle desgarrado el corazón, y cuándo dejaría de odiarse a sí mismo por permitírselo? Maldita sea, ¿cuándo dejaría de amarla?
No conocía la respuesta, pero, por todos los cielos, esperaba que otro brandy acelerase el proceso. Alzó la copa para llevársela a los labios, pero se detuvo al ver que un carruaje negro y lustroso tirado por cuatro hermosos caballos zainos se acercaba, «Diablos -pensó-, parece uno de mis coches.» Al inclinarse hacia la ventana, avistó el inconfundible emblema de los Bradford grabado en la puerta de ébano lacado.
¡Maldición! Sin duda era Robert, que volvía para fastidiarlo. Había soportado la compañía de su hermano el día anterior y no tenía ningunas ganas de repetir la experiencia.
– ¿Algo te ha llamado la atención ahí fuera? -le preguntó Miles, yendo a colocarse a su lado junto a las licoreras-. ¿No es ése uno de tus carruajes?
– Me temo que sí. Al parecer mi hermano ha decidido hacerme otra de sus visitas inesperadas.
El coche se detuvo frente a la casa, y un criado abrió la portezuela. La madre de Austin se apeó.
– ¿Qué hace ella aquí? -preguntó Austin.
Sin duda habría venido para ir de compras. De pronto se quedó paralizado y se le hizo un nudo en el estómago. ¿Sería posible que su madre o Robert le trajesen un mensaje de Elizabeth? No bien se le hubo ocurrido esa perturbadora posibilidad, nada menos que Elizabeth bajó del carruaje. Austin apretó con tanta fuerza la copa que el cristal delicadamente tallado se le clavó en la piel.
– Maldita sea, ¿qué está haciendo ella aquí? -gruñó, al tiempo que mil dudas se agolpaban en su cabeza.
¿Sabía ya si estaba embarazada? Sólo habían transcurrido tres semanas. Si ella lo tenía claro tan pronto era seguramente porque no lo estaba, ¿o sí? ¿Acaso su presencia se debía a que había tenido otra visión sobre William? Miró por la ventana, conteniendo el impulso de pegar la nariz al vidrio como un niño delante del escaparate de una tienda de golosinas, ansioso por contemplada mejor.
Llevaba un vestido de viaje verde azulado con un sombrero a juego. Unos rizos color castaño rojizo enmarcaban su rostro, y él se acordó de inmediato del tacto de su suave cabello entre los dedos. Incluso desde lejos alcanzó a ver sus oscuras ojeras, señal de que había pasado noches en vela.
El criado extendió el brazo hacia el interior del carruaje y ayudó a Caroline a apearse.
– ¿Qué demonios está haciendo ella aquí? -preguntó Miles bruscamente, apartando a Austin de la ventana para no perder detalle.
Austin dirigió a su amigo una mirada sorprendida.
– Es mi hermana. ¿Y por qué razón no debería estar aquí? Además, ya conoces a mi familia. Se desplaza en manada, como los lobos. Te apuesto lo que quieras a que mi hermano está a punto de hacer una de sus apariciones triunfales.
Como si hubiese estado esperando esta señal, Robert salió del carruaje con una enorme sonrisa en la cara. ¡Maldición! ¿Qué se traía entre manos esta vez? ¿Y por qué había venido Elizabeth en lugar de mandarle un mensaje? Austin se apartó de la ventana, posó bruscamente la copa sobre la mesa y se dirigió con furia hacia la puerta.
– ¡Austin, qué grata sorpresa!
Al oír estas palabras de su suegra, Elizabeth se volvió rápidamente. Allí, bajando a grandes zancadas hacia el vestíbulo, con el cuerpo tenso de ira, estaba su marido.
La invadió una gran consternación. Cielo santo, ¿por qué se encontraba él allí? ¿No se había marchado a Surrey?
Permaneció inmóvil, con los ojos clavados en él, intentando reprimir la oleada de cariño y añoranza que la asaltó, pero fue inútil. Dios, lo había echado tanto de menos…
Pero la expresión de Austin no dejaba lugar a dudas de que él no la había echado de menos. De hecho, cuando llegó al vestíbulo, hizo caso omiso de ella.
Se inclinó y aceptó un beso de su madre.
– No os esperaba -dijo con rabia contenida-. Todo va bien, espero.
– Oh, sí -dijo la viuda con una sonrisa-. Caroline, Elizabeth y yo estábamos deseando ir de tiendas, y Robert se ha ofrecido amablemente a acompañamos a la ciudad.
Austin fulminó a su hermano con la mirada, achicando los ojos.
– Qué detalle por tu parte, Robert.
La sonrisa de Robert podría haber iluminado la habitación entera.
– Oh, no es molestia en absoluto. Siempre es un placer viajar en un carruaje repleto de damas encantadoras.
Austin miró a Caroline enarcando una ceja.
– ¿No recorristeis bastantes tiendas cuando estuvisteis aquí hace unas semanas?
Una carcajada alegre escapó de los labios de Caroline.
– ¡Oh, Austin, qué divertido eres! Deberías saber que una mujer nunca se cansa de ir de compras.
Elizabeth estaba soportando el terrible bochorno que le producía aquella situación. Su marido ni siquiera parecía haber reparado en su presencia. Se impuso un silencio incómodo.
Ella sintió que se sonrojaba y sólo deseó que la tierra la tragara. Pero justo cuando creía que Austin se alejaría de allí sin saludarla, él se volvió y la miró fijamente.
La furia glacial que irradiaban sus ojos grises la heló hasta la médula. Y aunque tenía la mirada clavada en ella parecía más bien que la traspasara sin verla, como si en realidad su esposa no estuviese allí.
Todas las esperanzas que Elizabeth había alimentado de que el tiempo suavizase el trato que Austin le daba se truncaron al ver esa mirada. ¿Cómo diablos iba ella a sobrevivir a esa visita? Si ya el mero hecho de no estar con él, de atormentarse recordando lo que había perdido, suponía un suplicio insoportable…