La expresión con que su esposo la contemplaba, sin asomo de cariño ni de afecto, le provocaba un dolor que le debilitaba las piernas.
Pero había hecho lo que debía. Lo mejor para él. Decidida a no dejar que percibiese su sufrimiento interior, esbozó una sonrisa forzada.
– Hola, Austin.
Él tensó los músculos de la mandíbula.
– Elizabeth.
Ella intentó humedecerse los resecos labios, pero también se le había secado la boca.
– Yo… creía que habías ido a Surrey.
La expresión gélida de Austin habría podido extinguir un incendio.
– ¿A Surrey?
– Sí, a la inspección anual de las cosechas…
Su voz se apagó hasta dar paso a un silencio embarazoso e insufrible, mientras él la miraba con fijeza.
– ¿Tienes algo que decirme?
La escueta pregunta resonó en el vestíbulo.
Elizabeth sintió el peso de las miradas de los demás, que observaban su tenso intercambio de palabras. La humillación la embargó, y si sus piernas hubiesen cooperado con ella habría salido corriendo de esa casa.
– No -murmuró-. Nada.
Miles interrumpió esa violenta conversación al aparecer en el vestíbulo. Saludó a todos, pero Elizabeth notó que se inclinaba rígidamente ante Caroline y que ésta no lo miraba a los ojos al responder a su saludo.
– Quisiera cruzar dos palabras contigo en mi estudio, Robert -dijo Austin en una voz repleta de amenaza.
– Por supuesto -respondió Robert-. En cuanto me haya instalado en…
– Ahora.
Sin una palabra más, Austin giró sobre sus talones y echó a andar por el pasillo.
Todos se quedaron callados. Finalmente, la viuda carraspeó.
– ¡Vaya! ¿No es… estupendo? Robert, por lo visto Austin desea hablar contigo.
Las cejas de Robert se elevaron hasta casi desaparecer bajo su flequillo.
– ¿Ah sí? No me había fijado.
Tras despedirse con una reverencia llena de desenvoltura, se alejó con toda calma por el pasillo por el que Austin acababa de marcharse.
Su madre se volvió hacia los demás, que permanecían en absoluto silencio, y dijo con una sonrisa que cabría calificar de desesperada:
– Van a hablar. ¿No es… estupendo? Estoy convencida de que será una visita maravillosa.
– Maravillosa -repitió Caroline, mirando en todas direcciones excepto en la de Miles.
– Deliciosa -convino Miles en un tono lúgubre.
– Fantástica -dijo Elizabeth con un hilillo de voz. Esperaba poder sobrevivir a ella.
En cuanto Robert hubo cerrado la puerta del estudio, Austin le espetó:
– ¿Qué demonios crees que estás haciendo?
– Cumplir tus órdenes, querido hermano. Has dicho que querías hablar conmigo ahora, así que aquí estoy. Desembucha.
Austin hizo un esfuerzo por mantener una postura despreocupada: la cadera apoyada en el escritorio, las piernas estiradas, los brazos cruzados sobre el pecho. De lo contrario, habría cruzado la habitación en dos zancadas y habría levantado a Robert por el cuello.
– ¿Por qué las has traído?
– ¿Yo? -preguntó Robert con un gesto de inocencia-. Yo no las he traído. Ya sabes cómo les gusta a las mujeres ir de compras. Yo…
– Elizabeth detesta ir de compras.
La expresión desconcertada de Robert indicaba que ignoraba ese rasgo de su cuñada. Austin escrutó a su hermano a través de los párpados entrecerrados como dos rendijas, intentando contener su ira.
– ¿Podrías explicarme por qué Elizabeth me creía en Surrey? Tal vez podrías aclararme también qué es esa «inspección anual de las cosechas».
– ¿Surrey? ¿Cosechas? Yo…
– Basta, Robert. Te lo preguntaré una sola vez más: ¿por qué has traído a Elizabeth? No me mientas.
Convencido al parecer por la amenaza que estaba implícita en la furia glacial del tono de Austin, Robert decidió no seguir fingiendo inocencia.
– La he traído porque cuando te vi ayer me resultó dolorosamente obvio que lo pasas fatal sin ella. Y hasta un ciego se daría cuenta de que ella lo pasa igual de mal sin ti.
– Si quisiera tenerla aquí, la habría hecho venir yo mismo.
Los ojos azules de Robert centellearon con enfado.
– Pues entonces no acierto a entender por qué no lo has hecho, cuando es evidente que quieres tenerla aquí, y más evidente todavía que la necesitas. Lo que ocurre es que eres demasiado testarudo para reconocerlo. No sé qué problemas tenéis, pero no podréis resolverlos separados.
– ¿Ah no? -preguntó Austin en un tono de total serenidad-. ¿Y desde cuándo eres un experto en relaciones maritales, y sobre todo en la mía?
– No lo soy. Pero te conozco. Aunque no quieras admitirlo, ella es muy importante para ti. Vamos, reconócelo. La quieres. Y cuando no estás con ella se te ve malhumorado, eres desdichado y te vuelves prácticamente inaguantable.
El dolor y la ira invadieron a Austin, pero logró mostrarse inexpresivo.
– Está claro que te has equivocado respecto a mis sentimientos y mi estado de ánimo, Robert. No soy desdichado. Lo que ocurre es que estoy ocupado. Soy responsable de seis fincas y tengo que atender un montón de asuntos.
Robert soltó un resoplido.
– Entonces es evidente que no sabes distinguir entre estar ocupado y ser desdichado.
Austin dirigió una mirada glacial a su hermano.
– Sí sé distinguir. -«Créeme, lo sé», pensó-. No pienso tolerar más intromisiones en mi matrimonio, ¿está claro?
– Perfectamente. -Sin embargo, como si Austin no hubiera dicho nada, prosiguió-: ¿Qué ha hecho Elizabeth para ponerte tan furioso? Seguro que, sea lo que fuere, puedes perdonarla. No la creo capaz de hacerte daño a propósito.
«Ella me arrancó el corazón a propósito y se reveló como una intrigante calculadora.» Austin se apartó de su escritorio y dijo en un tono engañosamente moderado:
– Creo que lo mejor, y lo más inteligente por tu parte, sería que dejaras de expresar tu opinión sobre temas que desconoces por completo.
– Elizabeth es tremendamente infeliz.
Austin sintió una punzada en sus entrañas, pero se forzó a rechazar su sentimiento de compasión.
– Pues no me explico por qué. Después de todo, es una duquesa. No le falta nada -dijo.
– Excepto una relación con su esposo.
– Olvidas que nos casamos por conveniencia.
– Tal vez el matrimonio empezó así, pero acabaste enamorándote de ella. Y ella de ti.
«Ojalá fuera verdad», pensó Austin, pero añadió:
– Basta. Deja de preocuparte por Elizabeth y por mí y encauza tus energías hacia tareas más productivas. ¿Por qué no te buscas una amante? Concéntrate en tu propia vida en vez de incordiarme.
Robert enarcó las cejas.
– ¿Es eso lo que has hecho tú? ¿Te has buscado una amante?
Austin apenas logró reprimir la carcajada de amargura que pugnaba por brotar de su garganta. No podía concebir la idea de tocar a otra mujer. Antes de que pudiese replicar, Robert continuó:
– Porque si es eso lo que has hecho, entonces eres más necio de lo que pensaba. No me cabe en la cabeza que puedas preferir a otra mujer.
– ¿No se te ha ocurrido que quizá sea Elizabeth quien quiere prescindir de mis atenciones?
Una risotada de incredulidad escapó de los labios de Robert.
– ¿Así que ésa es la causa de todo? ¿Crees que Elizabeth no te quiere? Por todos los cielos, Austin, o eres un completo idiota o has perdido el juicio. Esa mujer te adora. Hasta un ciego lo vería.
– Te equivocas.
La expresión de Robert reflejó su preocupación.
– Estás dando al traste con esa felicidad a ojos vistas, Austin. Detesto verte hacer eso.
– Tomo nota de tu inquietud, pero esta conversación ha terminado. -Al ver que Robert se disponía a objetar, Austin agregó-: Ha terminado definitivamente. ¿Entendido?