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Robert resopló de nuevo, con frustración.

– Sí.

– Bien. No puedo pediros que os marchéis en este instante, pero confío en que tú y tu numerosa compañía os hayáis ido mañana por la tarde. Hasta entonces las mantendrás ocupadas y fuera de mi vista.

Sin una palabra más, Austin salió de la habitación, conteniendo el impulso casi irresistible de dar un portazo.

Ella estaba allí. En su casa.

No quería tenerla allí; no quería verla.

Que Dios lo ayudara; ¿cómo conseguiría evitarla durante las siguientes veinticuatro horas?

20

Esa tarde, Austin se encontraba a solas en su estudio, frente a la ventana, con la mirada perdida. Cuando alguien llamó a la puerta, apretó los puños. Si era ella… Desechó ese pensamiento enseguida.

– Adelante.

Caroline entró en el estudio.

– ¿Puedo hablar contigo?

Él le sonrió forzadamente.

– Por supuesto. Siéntate, por favor.

– Prefiero quedarme de pie.

Él alzó las cejas con un gesto inquisitivo ante el tono de su hermana.

– Muy bien. ¿De qué quieres hablar?

Ella enlazó las manos y aspiró a fondo.

– Quiero empezar diciendo que, como hermano, te tengo en gran estima.

– Gracias, Caroline -respondió sonriendo-. Yo…

– Pero eres tonto de remate.

La irritación le borró la sonrisa de la cara.

– ¿Cómo dices?

– ¿Es que no me has oído? He dicho que eres…

– Te he oído.

– Excelente. ¿Quieres saber por qué eres tonto de remate?

– En realidad, no, pero estoy seguro de que me lo dirás de todas maneras.

– Tienes razón. Me refiero a esta situación con Elizabeth.

– ¿Situación? -preguntó Austin con los dientes apretados.

– No disimules -soltó ella, echando chispas por los ojos-. Sabes perfectamente de qué hablo. ¿Qué le has hecho?

– ¿Qué te hace pensar que le he hecho algo?

– Es muy desdichada.

– Eso es lo que todo el mundo se empeña en decirme.

Ella le dirigió una mirada escrutadora.

– No logro entender esta indiferencia glacial. Pensaba que estabais hechos el uno para el otro, pero es evidente que ella no está contenta y que tú merodeas por la casa como un oso con una espina clavada en la pata. Siempre te he visto tratar a las mujeres, incluso a las más irritantes, con absoluto respeto. Y sin embargo, tratas a tu propia esposa como si no existiese.

«Es que no existe -se dijo Austin-. La mujer de quien me enamoré no existe en realidad.»

– Austin. -Caroline le posó la palma de la mano en la mejilla y la ternura sustituyó al enfado en sus ojos-. No puedes permitir que esta infelicidad acabe con vosotros. Es evidente para mí que la quieres con toda tu alma y que ella te quiere. Por favor, examina tus sentimientos y busca una manera de resolver el problema que tienes con ella, sea cual fuere. Y hazlo ahora, antes de que sea demasiado tarde. Deseo que seas feliz, y el dolor que percibo en tus ojos me dice que no lo eres. Pero lo fuiste alguna vez. Y gracias a Elizabeth.

Esas palabras cariñosas le envolvieron el corazón atenazándoselo como un tornillo de carpintero. Sí, había sido feliz durante muy poco tiempo. Pero esa felicidad estaba basada en una ilusión. Y aunque agradecía a Caroline su preocupación, estaba harto de que primero Robert y ahora ella se entrometiesen en su vida.

No estaban al corriente de las circunstancias, pero no tenía ninguna intención de contarles a ellos, o a cualquier otra persona, que su esposa quería disolver su matrimonio. Guardaría el secreto, al menos hasta que fuera absolutamente necesario revelarlo. Si Elizabeth resultaba estar embarazada, tendrían que soportar como fuera su matrimonio.

Alguien llamó a la puerta.

– Adelante.

Era su madre.

– ¿Interrumpo algo?

– En absoluto. -Austin fijó la vista en la puerta con aire significativo-. Caroline ya se iba.

– Excelente. El coche nos espera para el paseo por el parque, Caroline. Enseguida me reuniré contigo, ahora tengo que hablar con Austin.

Caroline cerró la puerta delicadamente tras sí. Austin apoyó de nuevo la cadera en su escritorio y clavó los ojos en su madre.

– ¿También tú has venido a ponerme verde?

– ¿Ponerte verde? -preguntó ella, con los ojos como platos.

– Mis hermanos han tenido a bien llamarme necio, idiota y, mi insulto favorito, tonto de remate.

– Entiendo.

– Celebro que al menos mi madre no se rebaje a insultar.

– Desde luego. Claro que, si no te hubieran dejado hecho un trapo, quizá tendría la tentación de llamarte imbécil cabeza de chorlito, pero dadas las circunstancias me limitaré a decirte que me duele veros tan tristes a ti y a Elizabeth. -Le tomó la mano entre las suyas y le dio un apretón-. ¿Hay algo que pueda hacer para ayudarte?

Maldita sea, prefería los insultos a esa preocupación tierna y cariñosa.

– Estoy bien, madre.

– No lo estás -repuso ella en un tono que no admitía réplica-. Sabía que algo iba mal cuando enviaste a Elizabeth a Wesley Manor tan de repente. El sufrimiento de la pobre chica es palpable. Y el tuyo también. Nunca te había visto tan enfadado ni consternado. -Sus afectuosos y azules ojos se posaron en los de él-. Hubo muchos malentendidos entre tu padre y yo cuando estábamos recién casados…

– No se trata de un malentendido, madre.

No pretendía hablarle en un tono tan cortante. Ella lo miró unos instantes antes de contestar.

– Entiendo. Bueno, sólo puedo decirte que el amor profundo siempre va acompañado de otras emociones intensas. Cuando quieres a alguien con todas tus fuerzas, peleas con todas tus fuerzas. -Esbozó una sonrisa melancólica-. Tu padre y yo hicimos las dos cosas.

Sintió pena por ella y le apretó la mano con cariño. La muerte repentina de su padre los había destrozado a todos, pero a ella más que a nadie.

– Es tu esposa, Austin. Lo será para el resto de tu vida. Por vuestro bien, intentad resolver vuestras diferencias y procurad que vuestra unión sea feliz. No dejes que el orgullo os lo impida.

Él arqueó las cejas.

– Das la impresión de estar convencida de que yo tengo la culpa de mis problemas maritales.

– No he dicho eso. Pero eres un hombre de mundo, mientras que Elizabeth sabe poco de la vida. Cometerá errores, algunos graves, otros no, hasta que adquiera algo de experiencia en su nueva posición. Ten paciencia con ella. Y contigo mismo. -Le dio un beso en el dorso de la mano-. Es la mujer ideal para ti, Austin.

– ¿Ah sí? ¿Eres tú la misma persona que manifestaba su aprensión por mi boda con una americana?

– No puedo negar que tenía mis reservas al principio, pero durante las tres últimas semanas he llegado a conocer bien a mi nuera. Es una joven encantadora e inteligente, y tiene madera de duquesa. Además, te quiere. Y sospecho que tú sientes lo mismo por ella.

Le sonrió con dulzura y luego se marchó del estudio. Austin se quedó mirando la puerta cerrada y exhaló un suspiro. Gracias a su familia acabaría en el manicomio de Bedlam. Tenía que salir de esa casa cuanto antes.

Sin embargo, antes de que pudiese dar un solo paso, las palabras de su madre asaltaron su mente. «Te quiere.» El dolor y la ira, combinados con una tristeza profunda y desoladora, lo hicieron encorvar la espalda. Su madre, Caroline, Robert…, ninguno de ellos tenía idea de lo equivocados que estaban respecto a los sentimientos de Elizabeth. Había logrado engañar a todos los miembros de su familia.

«Y sospecho que tú sientes lo mismo por ella.»

Con un quejido, se pasó los dedos por el pelo. Sí, maldita sea, la quería.

Pero con gusto habría dado todo lo que tenía por desterrar ese maldito sentimiento de su corazón.

A la mañana siguiente, Austin entró en su estudio y se detuvo ante la inoportuna visión de Miles arrellanado en un sillón. Maldición, si Miles se proponía retomar el tema donde lo había dejado su familia el día anterior, Austin le propinaría un guantazo. Sentía un fuerte impulso de golpear algo, y a la mínima provocación sin duda ese algo sería Miles.