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Su amigo lo miró de arriba abajo y luego dirigió una mirada significativa al reloj que descansaba sobre la repisa de la chimenea.

– Son las diez de la mañana. ¿No es un poco temprano para ir vestido con ropa formal? ¿O es que no estoy al tanto de la última moda?

– No voy a salir -dijo Austin, refrenando apenas su impaciencia.

– Ah, entonces seguro que acabas de llegar de algún sitio. ¿De dónde, me pregunto? Pareces un poco bajo de forma.

– Si insistes en saberlo, he estado en mi club. -Austin paseó la mirada por la habitación con interés exagerado-. ¿Dónde está el resto de mi bienamada familia? ¿Escondida detrás de las cortinas?

– Tu madre y Caroline hace un rato se fueron a la joyería. Robert y Elizabeth han salido también, pero no tengo idea de adónde han ido.

Austin cruzó a paso rápido el estudio, se detuvo por unos instantes ante la mesita de las licoreras y siguió adelante. Ya había bebido más que suficiente brandy en White's esa noche, y en lugar de encontrar el consuelo que buscaba sólo había conseguido un agudo y persistente dolor de cabeza…, además de perder varios cientos de libras en la mesa de juego.

– Te noto nervioso -observó Miles desde su sillón. Austin se detuvo y se dio cuenta con gran irritación de que estaba yendo y viniendo por la estancia.

– No estoy nervioso.

– ¿De veras? He visto caballeros que, ante su inminente paternidad, se mostraban más tranquilos que tú.

Inminente paternidad. Este comentario, hecho con toda naturalidad, le escoció como la sal en una herida. Reprimiendo una palabrota, Austin se acercó a la ventana y apartó la cortina. Con la vista fija en el cristal, pero sin mirar nada en realidad, se esforzó por erradicar de su mente las imágenes dolorosas que evocaban las palabras «inminente paternidad».

Casi lo había conseguido cuando un coche de alquiler llamó su atención al detenerse delante de su casa. La portezuela se abrió y Robert salió del interior, con los labios apretados en un gesto hosco. Le tendió la mano a alguien y Elizabeth se apeó del carruaje. Estaba pálida y se la veía abatida.

Los dedos de Austin se cerraron en torno a las cortinas de terciopelo. ¿Adónde diablos habían ido? ¿Y por qué demonios habían tomado un coche de alquiler?

A continuación, Robert ayudó a salir a otra mujer. Era menuda y delgada, y un sombrero de color terroso le cubría el cabello. Cuando se volvió, Austin le vio la cara.

Unos moratones negros le rodeaban los ojos y tenía el labio inferior hinchado y partido. De pronto la reconoció.

Era Molly, la camarera, la prostituta de El Cerdo Roñoso. Dios santo, ¿qué demonios estaba pasando? ¿Tenía información sobre Gaspard? ¿Por qué estaban Elizabeth y Robert con ella?

Austin soltó la cortina y salió como una exhalación del estudio sin hacer el menor caso de la mirada inquisitiva de Miles. Llegó al vestíbulo justo cuando el trío entraba por la puerta. Elizabeth y Robert sostenían a Molly, uno a cada lado. La andrajosa mujer parecía a punto de caer al suelo.

– No te preocupes, Molly -le decía Elizabeth-. Unos pasos más y tendrás una cómoda cama sólo para ti. Después les echaremos un vistazo a tus heridas.

– ¿Qué diablos pasa aquí? -preguntó Austin mirando por turno a cada uno de los tres.

Molly retrocedió, visiblemente asustada por su tono áspero, y se encogió, arrimándose a Elizabeth.

– Tranquila, Molly, no pasa nada -le aseguró Elizabeth. Luego, le pidió a Robert-: ¿Quieres acompañar a Molly a la habitación de invitados amarilla y pedirle a Katie que le prepare un baño? Enseguida estoy con vosotros.

– Por supuesto.

Soportando sin esfuerzo el peso de la frágil mujer, Robert la condujo escaleras arriba.

Elizabeth se volvió hacia Austin.

– ¿Puedo hablar contigo en privado?

– Iba a proponerte exactamente lo mismo -dijo Austin con voz tensa.

Al recordar que había dejado a Miles en su estudio, se encaminó a la biblioteca y cerró la puerta cuando los dos estuvieron dentro. Observó a Elizabeth dirigirse al centro de la estancia y luego volverse hacia él. Tenía el rostro blanco como la cera y los ojos rodeados de profundas ojeras que denotaban su pesar. Austin sintió la imperiosa necesidad de estrechada entre sus brazos, y se desesperó al constatar cuánto la amaba.

Se le acercó lentamente. Temía que ella retrocediese, pero Elizabeth permaneció donde estaba, con las manos enlazadas delante de sí y los ojos clavados en los de él. Cuando ya estaban muy cerca el uno del otro, Austin se detuvo. Dios, cómo la echaba de menos. Extrañaba su afecto y su sonrisa. El sonido de sus carcajadas. «Olvida todo eso -se dijo-. Se ha acabado. Para siempre. Ella no te quiere.»

El dolor y la rabia se apoderaron de él, pero adoptó una expresión de pura frialdad y aguardó a que ella hablara.

Elizabeth contempló el rostro distante de su esposo y el nudo que tenía en el estómago se tensó aún más. El semblante glacial de Austin indicaba que se avecinaba un enfrentamiento, y ella estaba resuelta a salir vencedora de él.

Levantó la barbilla, desafiante, y dijo:

– Supongo que te preguntarás por qué hemos traído a Molly.

– Qué perspicaz. -Austin enarcó una ceja-. En efecto, quiero que me expliques, no sólo la razón de que una prostituta se encuentre en mi casa, sino por qué medios ha podido llegar hasta aquí.

Elizabeth estalló.

– No quiero que la llames de ese modo.

– ¿Por qué? Eso es lo que es.

– Ya no.

– ¿Ah no? ¿Y qué es ahora?

Elizabeth tenía tantas cosas que decide y tan poco tiempo… Debía examinar a Molly, y luego prepararse para emprender un viaje. Sencillamente, no podía perder el tiempo en explicaciones detalladas. Buscó una respuesta apropiada a la pregunta de su marido y una le vino de pronto a la cabeza.

– Ahora será una doncella. Mi doncella.

Si la situación hubiese sido más relajada, Elizabeth habría soltado carcajadas al ver la cara de estupefacción de su esposo.

– ¿Cómo dices?

– He contratado a Molly para que ayude a Katie con, eh, con mi enorme guardarropa.

La mano de Austin salió disparada hacia delante y la asió por el brazo.

– ¿Qué significa esta tontería?

Ella intentó soltarse, pero él la apretó más, avivando la cólera de Elizabeth, que se apresuró a decir:

– Esta mañana he tocado accidentalmente la chaqueta que yo llevaba puesta la noche que fuimos a El Cerdo Roñoso, y he tenido una visión. En ella alguien le pegaba una paliza a Molly, así que he decidido impedirlo. He convencido a Robert de que me condujese al muelle…

– ¿Robert te ha llevado al muelle?

– Sí. -Al ver el destello de furia que brillaba en sus ojos, añadió rápidamente-: Por favor, no te enfades con él. Después de rogarle y explicarle la gravedad de la situación, una amiga mía corría peligro, ha accedido a ayudarme, pero no sin antes hacerme prometer que permanecería a salvo dentro del coche. Cuando llegamos frente al local, descubrimos a Molly acurrucada en un callejón. La habían apaleado y le habían robado. -Respiró hondo-. La misma noche en que la conocimos salió del bar y alquiló una habitación pequeña encima de un almacén. Los hombres que le robaron se llevaron de allí todo lo que ella había conseguido ahorrar con la esperanza de iniciar una nueva vida. -Un escalofrío la estremeció-. Por Dios, Austin, lo que los incitó a asaltarla fueron las monedas que nosotros le dimos esa noche. -Se irguió al máximo y concluyó-: Tengo la intención de ayudarla.

– Sí, eso está bastante claro. -Austin le apretó el brazo con dedos como tenazas. La frialdad de su mirada había cedido el paso a la ira-. Pero ¿pensaste siquiera por un instante en el peligro al que te exponías yendo a ese lugar?