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– No he ido sola.

– ¿Crees sinceramente que con eso estabas completamente a salvo? Podrías haber sido víctima de una paliza y un robo, como ella. O de algo peor.

En otras circunstancias, el enfado de Austin, el fuego de su mirada, le habrían hecho creer a Elizabeth que le preocupaba su destino.

Aunque, por supuesto, si él no quería que sufriese daño alguno era porque tal vez llevara a un hijo suyo en su seno.

– No sólo has puesto en peligro tu integridad y la del idiota de mi hermano -gruñó él-, sino que obviamente has pasado por alto el escándalo que ibas a provocar al ir a buscada al muelle para traerla aquí.

– ¿Escándalo ayudar a una mujer maltratada? Pues no me importa. Y si es su antigua ocupación lo que te preocupa, no tengo intención de compartir esa información con nadie. Naturalmente, Molly no va a presumir de ello por ahí, y confío en que Robert sabrá guardar el secreto. -Alzó las cejas-. ¿Piensas contárselo a alguien?

– No. -Le soltó el brazo y se pasó los dedos por el cabello-. Pero los sirvientes chismorrean. Seguro que se propagarán rumores.

– Pues yo lo negaré todo. Al parecer piensas que soy una embustera consumada, así que tal vez deba sedo. ¿Quién osaría poner en duda la palabra de la duquesa de Bradford?

Austin soltó una carcajada sardónica.

– Pues sólo yo.

Estas palabras la impactaron como una bofetada, y se mordió el labio para contener una exclamación de angustia. Estudió los grises ojos de Austin durante un buen rato, lamentando la pérdida del afecto que había visto en ellos en otro tiempo.

– Comprendo que la situación te parezca escandalosa, pero por Dios, Austin, piensa en esa pobre mujer. No he tenido la oportunidad de examinada a fondo, pero estoy segura de que tiene varias costillas rotas y no oye con el oído izquierdo. -Aunque se exponía a un rechazo cruel, alargó el brazo y le tocó la mano-. Sé que estás enfadado conmigo, pero tienes buen corazón. No te considero capaz de echar a la calle a esa mujer indefensa que no tiene nada.

Austin apretó las mandíbulas.

– Le encontraremos un trabajo en una de las fincas -dijo-. Pero debes comprender que no puede quedarse contigo. Aunque creas que las habladurías no te afectarían, piensa en los sentimientos de mi madre y mi hermana.

Ella asintió con la cabeza, aliviada.

– De acuerdo. Si al final resulta que no estoy embarazada, no tendrás que preocuparte por Molly de todas maneras.

El hielo volvió a la mirada de Austin.

– ¿Ah no? ¿Y por qué?

– Porque, si no estoy embarazada, pienso regresar a América tan pronto como nos concedan la anulación. Molly podrá venir conmigo, si quiere. Las dos seremos libres para empezar de nuevo.

– Entiendo.

La tensión que flotaba en el ambiente le dificultaba la respiración a Elizabeth. Necesitaba ver a Molly, y deseaba escapar de la atmósfera sofocante que la rodeaba, pero todavía no podía abandonar esa habitación. Se aclaró la garganta y dijo:

– Hay algo más que debes saber.

Austin se llevó la mano a la cara, cansado.

– Espero que no hayas vuelto a la casa de juego y rescatado a media docena de borrachos endeudados hasta las cejas.

Pese al tono sombrío de su esposo, una ligera sonrisa jugueteó en los labios de Elizabeth.

– No, aunque es una idea que merece tenerse en cuenta.

– No -repuso Austin achicando los ojos-, ésa es una idea que no merece tenerse en cuenta en absoluto.

Aliviada por haber ganado la primera batalla con relativa facilidad, ella le dio la razón.

– De acuerdo. Pero ahora debo comunicarte otra noticia. Tiene que ver con tu hermano.

– ¿Ah sí? -Sus ojos brillaron amenazadoramente-. Por supuesto, tendré que decide a Robert dos palabras sobre esta visita a los barrios bajos de Londres.

– No me refiero a Robert. La noticia tiene que ver con William.

Austin se quedó totalmente inmóvil.

– ¿De qué se trata?

– Sé dónde podemos encontrar a Gaspard.

21

Para Austin el mundo quedó reducido a esas palabras que resonaban en sus oídos. «Sé dónde podemos encontrar a Gaspard.»

La sujetó por los hombros.

– ¿Dónde está?

– No estoy segura…, pero he descubierto a alguien que lo sabe.

– ¿Cómo? ¿Dónde?

– En el muelle. Mientras Robert ayudaba a Molly a subir al coche, he visto a un hombre entrar en un bar. Aunque no lo he tocado, he percibido con mucha intensidad que tiene un vínculo con Gaspard.

Austin la apretó con más fuerza sin darse cuenta. Dios santo, si Robert la había dejado entrar en ese antro en pos de ese hombre se lo haría pagar muy caro.

– No habrás intentado hablar con él, ¿verdad?

– No. Nos hemos marchado inmediatamente. -Le posó las manos sobre los antebrazos-. Pero sigue allí, Austin, lo percibo. Es un hombre corpulento y calvo que va vestido de marinero. Cojeaba ostensiblemente y llevaba un arete de oro en la oreja derecha.

A continuación le indicó el emplazamiento del edificio.

– Lo encontraré -declaró Austin.

Le soltó los hombros y apartó las manos de ella de sus antebrazos. Durante un rato permanecieron mirándose. A él le pareció vislumbrar en sus ojos un destello de la Elizabeth afectuosa y efusiva que creía haber conocido, y luchó contra el torrente de sentimientos que lo inundó. Maldición, esos ojos grandes y marrones con matices dorados lo desarmaban. Pero luego fue como si un velo descendiese entre ambos, y su férrea determinación desterró cualquier rastro de cariño.

Pero esa expresión que había brillado por una fracción de segundo en los ojos de su esposa… Diablos, de no ser porque él era consciente de la realidad, habría jurado que ella lo quería. ¿Por qué estaba ayudándolo? Sin duda no era porque se lo hubiese prometido. Austin había averiguado del modo más doloroso posible que ella no cumplía sus promesas.

Bueno, tal vez ella sí que lo quisiera un poquito. Pero no lo suficiente para que encontraran la manera de compartir la vida.

Y él no debía olvidarse de eso.

– Debo irme -dijo, retrocediendo un paso.

– Lo sé, Austin… Ten cuidado.

El ligero tono de súplica en su voz hizo que a Austin se le formara un nudo en la garganta que lo dejó sin habla. Se despidió con un movimiento de cabeza y salió de la habitación.

Elizabeth lo observó marcharse y se quedó mirando la puerta por la que acababa de salir. Sabía que Austin no tardaría en encontrar las respuestas que buscaba. Rezó porque no le ocurriese nada malo. Y porque algún día pudiera perdonarla.

Austin entró en la ruinosa taberna del barrio ribereño y esperó a que los ojos se le adaptaran a la penumbra del interior. Su mirada recorrió a la media docena de clientes del local y se detuvo en un hombre sentado solo en un rincón, con las anchas espaldas encorvadas de forma protectora en torno a su copa. Era calvo, y Austin vislumbró un destello dorado en su oreja derecha. Era la única persona que encajaba con la descripción que le había hecho Elizabeth.

Austin se acercó a la mesa y se sentó enfrente del hombre. El marinero lo miró con fijeza achicando los ojos castaño oscuro.

– ¿Quién diablos eres tú?

Por toda respuesta, Austin colocó el puño sobre la mesa, entre los dos. Al abrir la mano reveló un saquito de cuero.

– Aquí hay cincuenta libras de oro. Tienes información que me interesa. Si me la das, el dinero será tuyo.

El hombre echó una ojeada a la bolsita, y una sonrisa desagradable se dibujó en su huesudo rostro, dejando al descubierto varios dientes podridos. Con un movimiento rápido de la muñeca, se sacó de la manga una navaja de aspecto letal. Se inclinó hacia delante y dijo:

– Tal vez me quede con las monedas y también con la información.