– Puedes intentarlo -respondió Austin en tono amenazador-, pero no te lo recomiendo.
El marinero soltó una risotada estruendosa.
– ¿Ah sí? ¿Y por qué?
– Porque hay una pistola apuntándote a la barriga por debajo de la mesa.
Observó al marinero bajar la mirada hacia la otra mano de Austin, que estaba oculta bajo la mesa.
La duda asomó a los ojos del marinero, pero rápidamente la disimuló con una actitud burlona.
– ¿Esperas que me crea que un encopetado como tú se atrevería a pegarme un tiro delante de un montón de gente? Te colgarían.
– Al contrario, el magistrado sin duda me recompensaría por librar a la ciudad de un rufián como tú. Además, no me costaría mucho comprar el silencio de tus supuestos testigos. -Se reclinó en la silla y retiró la mano de debajo de la mesa durante un momento para que su compañero pudiese ver su pistola-. Puedes salir de aquí convertido en un hombre rico o con los pies por delante. Tú decides.
El marinero lo estudió durante unos segundos. Austin le sostuvo la mirada, empuñando la pistola con firmeza, pero convencido de que la avaricia acabaría por imponerse.
Un brillo codicioso apareció en los ojos vidriosos del marinero.
– Prefiero ser rico. Más rico de lo que me harían cincuenta libras.
– Si considero que tu información lo vale, te daré cincuenta más.
– ¿Y si no?
Una sonrisa glacial se desplegó en los labios de Austin.
– Entonces dejarás de resultarme útil. Y no creo que te recuperes del agujero que te haré en la panza.
El miedo asomó a la mirada del marinero, pero rápidamente lo disimuló encogiéndose de hombros.
– ¿Qué quieres saber?
– Conoces a un francés llamado Gaspard. Quiero saber dónde puedo encontrarlo. -Agitó deliberadamente el saquito lleno de monedas-. Dímelo y el dinero será tuyo.
El marinero tomó un gran trago de whisky y luego se enjugó la boca con el dorso de una de sus manazas.
– ¿Bertrand Gaspard?
Austin pugnó por conservar la calma. Bertrand Gaspard. Finalmente oía el nombre completo del hombre que estaba buscando.
– ¿Dónde está?
El marinero volvió a encogerse de hombros.
– Estuvo un tiempo aquí en Londres, pero luego regresó precipitadamente a su tierra, en Francia.
– ¿Dónde vive?
– En un pueblo cerca de Calais.
Austin se.inclinó hacia delante.
– ¿Qué pueblo?
El marinero lo ojeó con aprensión.
– No recuerdo el nombre exacto. Es como si fuera el nombre de un tío.
Austin reflexionó por unos instantes.
– ¿Marck?
El marinero abrió mucho los ojos, en señal de reconocimiento.
– Eso es -respondió.
– ¿Por qué estaba en Londres?
– Dijo que se traía un negocio entre manos. Buscaba a alguien. No sé a quién. Se jactaba todo el rato de que iba a conseguir mucho dinero. -Miró a Austin achicando los ojos-. Es todo lo que sé. He cumplido con mi parte del trato. Ahora suelta la pasta.
Austin depositó dos bolsitas sobre la rayada mesa y se guardó la pistola en el bolsillo. El marinero abrió los saquitos para verificar su contenido, y Austin aprovechó su distracción para escabullirse por la puerta.
Resguardándose en las sombras, avanzó a paso rápido por el laberinto de callejuelas hasta el coche que lo esperaba. Una euforia amarga se apoderó de él.
Bertrand Gaspard.
Ahora sabía cómo se llamaba su enemigo. Y dónde vivía.
Sabía dónde encontrar las respuestas que buscaba. Y esperaba con toda su alma que esas respuestas lo llevasen hasta William.
«Voy a por ti, desgraciado.»
Cuando Austin entró en su casa, encontró a Elizabeth caminando impaciente de un lado a otro del vestíbulo. La joven se detuvo nada más verlo y lo miró de arriba abajo como para cerciorarse de que seguía entero.
– Estoy bien -dijo Austin, entregándole su sombrero a Carters.
Ella exhaló un suspiro de alivio. Dirigió la vista al mayordomo y luego la posó de nuevo en su marido.
– ¿Podemos hablar en privado?
Austin titubeó. Dios sabía que no quería estar a solas con ella, pero desde luego no podía relatarle su encuentro con el marinero allí en el vestíbulo. Indicándole con un movimiento de cabeza que lo siguiese, echó a andar por el pasillo hacia su estudio particular. Una vez dentro cerró la puerta, y el silencio los rodeó de inmediato.
Ella estaba de pie en el centro de la habitación, con las manos enlazadas y los ojos clavados en él. Un montón de recuerdos se arremolinaron en la mente de Austin. Elizabeth sonriéndole. Elizabeth con los brazos abiertos para él. Alzando la cara para besarlo. Acostada debajo de él, trémula de deseo. Dormida entre sus brazos.
Intentó ahuyentar esas imágenes, pero volvían a asaltarlo, a desarmarlo con su implacable nitidez. Bajó la vista a la alfombra que se extendía bajo sus pies. Habían hecho el amor justo en el lugar donde ella se encontraba ahora, la noche que él le había enseñado a bailar el vals y le había mostrado dónde había colgado el retrato que ella le había dibujado.
Se obligó a mirar ese espacio, ahora vacío, en la pared revestida de madera, delante de su escritorio. Había retirado el bosquejo porque no soportaba verlo, pues le hacía revivir mil recuerdos cada vez que entraba en el estudio.
Cuando devolvió su atención a Elizabeth, advirtió que ella tenía la mirada fija en el hueco que había dejado su esbozo en la pared. Le pareció percibir un destello de dolor en sus ojos, pero se esforzó por no dejarse enternecer. Ella había hecho su elección. Y no lo había escogido a él.
– ¿Querías hablar conmigo en privado? -preguntó.
Ella apartó la vista de la pared y la posó en él, con una expresión tan serena que lo sacó de quicio.
– ¿Qué ha ocurrido en el muelle? -preguntó Elizabeth.
– Ah, ¿es que no lo sabes? -dijo él arqueando una ceja.
Ella palideció al oír esta pregunta sarcástica, y negó con la cabeza.
– Percibo que has encontrado las respuestas que buscabas, pero eso es todo.
Con la esperanza de que una copa aliviaría la tensión que le agarrotaba los hombros, Austin se acercó a la mesita donde estaban los frascos de licor. Después de tomar un buen trago de brandy, le comunicó la información que le había dado el marinero.
Ella escuchó con atención, con el entrecejo fruncido debido a la concentración.
– Supongo que ahora estarás planeando viajar a Francia -dijo cuando él hubo terminado.
– Así es. De hecho, si me disculpas, debo pedirle a Kingsbury que haga mi maleta.
– ¿Partirás pronto?
– De inmediato. El viaje a Dover me llevará al menos cinco horas. Quiero embarcar en el buque que zarpará con la marea alta de la mañana.
Se quedó quieto, incapaz de apartar la vista de ella, consciente de que no podría marcharse sin antes decirle algo.
– Elizabeth. -Tosió para aclararse la garganta-. Te estoy muy agradecido por ayudarme a encontrar a Gaspard. Siempre estaré en deuda contigo. Gracias.
– De nada. -Elizabeth contempló su hermoso y adusto rostro, y el corazón se le rompió en mil pedazos. Dios, cuánto lo amaba-. Yo… haría cualquier cosa por ti.
Estas palabras se le escaparon casi sin darse cuenta, pero se encogió al ver que el atisbo de expresión cariñosa en el semblante de Austin cedía el paso a la frialdad.
– ¿Cualquier cosa? -El soltó una carcajada desprovista de humor-. Si no fuera una mentira tan descarada, tal vez me resultaría divertido.
Se acercó a la puerta y la abrió. Vaciló, intentando decidir si añadir algo más, pero al cabo de unos segundos salió al pasillo y cerró la puerta tras sí.
Elizabeth respiró profundamente y se llevó las manos al estómago, que tenía revuelto. Estaba claro que su marido pensaba que ya no tenía más asuntos que tratar con ella.
Alzó la barbilla con determinación.