Estaba claro que su marido no sabía toda la verdad.
Austin salió a grandes zancadas de la casa, felicitándose en su fuero interno por marcharse tan deprisa. Había garabateado unas notas a su madre y a Miles, informándoles de que unos asuntos reclamaban su atención en Francia. Le remordía la conciencia por el modo en que había dejado a Elizabeth, pero no tenía elección. Si se hubiese quedado en el estudio con ella un segundo más, habría dicho o hecho algo de lo que se habría arrepentido, como postrarse de rodillas y suplicarle que lo amara.
Soltó un gruñido de impaciencia y se obligó a desechar esos pensamientos. Tenía que concentrarse en el asunto que traía entre manos: viajar a Francia, encontrar a Gaspard y, con un poco de suerte, también a William. Tenía que dejar de pensar en Elizabeth.
El criado le abrió la portezuela del carruaje. Austin puso un pie dentro y se quedó helado.
Elizabeth, ataviada con su traje de viaje azul verdoso, estaba sentada dentro del coche.
– ¿Qué demonios haces aquí? -preguntó él.
Ella enarcó las cejas.
– Estaba esperándote.
– Si quieres hablar conmigo tendrás que esperar a que vuelva. Tengo que irme ahora mismo.
– Lo sé. Y cuanto antes te acomodes en el asiento, antes nos pondremos en marcha.
– ¿«Nos»? -Una risotada de incredulidad escapó de sus labios-. «Nosotros» no vamos a ninguna parte.
Ella lo miró con gesto desafiante.
– Lamento discrepar. «Nosotros» vamos a Francia.
La ira se adueñó de él. Con un gesto seco de la cabeza despidió al criado. Después se inclinó hacia el interior del carruaje y dijo con una voz tensa pero controlada:
– El único sitio al que tú vas a ir es a la casa. Ahora mismo.
– ¿De verdad crees que es lo más conveniente?
– Sí.
Ella asintió con la cabeza, pensativa.
– Me parece una terrible pérdida de tiempo. Piénsalo: si me obligas a salir del coche te retrasarás más aún descargando mi equipaje. Y entonces yo tendré que agenciarme otro medio de transporte para ir a Dover.
Austin apretó los labios hasta que quedaron reducidos a una línea muy fina.
– No harás nada por el estilo.
La determinación relampagueó en los ojos de Elizabeth.
– Claro que lo haré.
– Y un cuerno. Te lo prohíbo.
– Iré de todas maneras.
– Elizabeth -dijo Austin, conteniendo a duras penas una palabrota-, tú no vas…
– ¿Cómo está tu francés?
Austin se quedó desconcertado.
– ¿Mi francés?
– Según Caroline, entiendes el idioma, pero no lo hablas de forma inteligible.
Aunque mentalmente dedicó a su hermana un par de lindezas, no podía negar que esas palabras eran ciertas. Su francés era lamentable.
– Y ahora me dirás que tú lo hablas con fluidez, ¿no? -comentó con sarcasmo.
Ella le dirigió una sonrisa radiante.
– Oui. Naturellement.
– ¿Y quién te enseñó?
– Mi madre, que, aunque era inglesa, estudió el idioma como todas las damitas de Inglaterra. -Su sonrisa se desvaneció, y una expresión a la vez implorante y decidida asomó a sus ojos-. Por favor, entiéndelo. No puedo dejar que te marches solo. Prometí ayudarte y eso es lo que haré. Si rehúsas llevarme contigo, me veré obligada a viajar a Calais por mi cuenta.
Por el ángulo de su barbilla y la determinación de su mirada, Austin concluyó que ella cumpliría su amenaza a menos que él la atara a una silla. Y aunque lo hiciese, no le cabía la menor duda de que Robert, Miles, Caroline o incluso su propia madre la desatarían. Maldición, seguro que la familia entera la acompañaría a Francia.
Consciente de su derrota, aunque no le gustaba un pelo, subió al carruaje. Sin esperar al criado, cerró de un portazo y le indicó al cochero que se pusiera en camino.
22
Era imposible hacer caso omiso de esa maldita mujer.
No habría podido dejar de fijarse en ella aunque estuviesen en una gigantesca sala de baile, pero en la estrechez del carruaje lo perturbaba aún más.
Todos sus sentidos estaban pendientes de ella. Cada vez que respiraba, el suave aroma a lilas inundaba su olfato.
Desesperado, cerró los ojos con la esperanza de poder dormir, pero fue en vano.
En cambio, imágenes de ella se arremolinaban en su mente. Imágenes que nada en el mundo podría borrar.
¿Qué necesitaría para erradicarla de su cerebro, de su corazón, de su alma?
Abrió ligeramente un ojo. Ella estaba sentada frente a él, leyendo un libro con aire tranquilo, cosa que le dolió. Saltaba a la vista que él era el único que estaba sufriendo.
Cerró el párpado y reprimió un gruñido.
Por todos los diablos del infierno, estaba resuelto a sufrir en silencio.
Aunque muriese en el intento.
El viaje en coche la había dejado baldada.
Elizabeth bajó del carruaje en Dover y estiró los músculos entumecidos. Había soportado una tortura atroz. Cinco horas fingiendo leer un libro cuyo título ni siquiera recordaba. Y Austin sentado enfrente, durmiendo todo el tiempo.
Con gusto habría conciliado el sueño ella también, pero apenas podía estarse quieta, así que cerrar los ojos resultaba impensable. Pasó todo el viaje mirando el libro, mientras su corazón intentaba desesperadamente convencer a su mente de que aceptara la oferta que Austin le había hecho hacía unas semanas: llevar adelante su vida conyugal buscando la manera de que ella no quedase embarazada.
Pero por más que su corazón se lo rogaba, su mente se negaba a escuchado. «Bastaría con un pequeño descuido -y no sería raro que yo cometiese un descuido cuando Austin me tomara entre sus brazos- para que me quedara encinta. Y sé muy bien cuál sería el destino de la criatura», pensó.
Un escalofrío bajó por su espalda. Por mucho que le doliese su decisión, no podía exponer a Austin al sufrimiento que le causaría la muerte de su hija.
Austin se quedó mirando al posadero.
– Perdone, ¿cómo dice?
– Sólo queda una habitación, excelencia -repitió el anciano.
Austin tuvo que contener el impulso de golpear las paredes con los puños. Maldición, ¿qué otra cosa podía salir mal? Pero se apresuró a desechar ese pensamiento. Más valía no hacerse esa pregunta.
Y no tenía sentido desahogar sus frustraciones en el posadero. No era culpa suya que el hostal estuviese completo. Después de indicad e al criado que llevase el equipaje a la habitación disponible, él y Elizabeth siguieron al posadero escaleras arriba.
La habitación era pequeña pero alegre, y prácticamente todo el espacio estaba ocupado por una cama de aspecto confortable con un cobertor primorosamente bordado.
– Hay agua fresca en la jarra, excelencia -señaló el hospedero-. ¿Necesitaréis alguna cosa más?
Austin desvió su atención de la cama y de la miríada de pensamientos que le inspiraba.
– Nada más, gracias.
El posadero se marchó y cerró la puerta a su espalda. Austin observó a Elizabeth, que jugueteaba con los lazos de su sombrero. Ella lo miró y esbozó una sonrisa vacilante.
– Esto resulta… un tanto violento -dijo.
Él se le acercó, sin despegar los ojos de ella.
– ¿Violento? ¿Por qué? Somos marido y mujer.
Las mejillas de Elizabeth se tiñeron de carmesí.
– No puedo acostarme en la misma cama que tú.
– Ya lo has dicho antes. Pero, por desgracia, sólo hay una cama, y nosotros somos dos.
– Dormiré en el suelo -dijo ella, intentando parecer segura de sí misma, pero el ligero temblor de su voz delataba su nerviosismo.
Bien. No estaba tan serena como quería aparentar. Él acababa de pasar cinco horas angustiosas, de modo que la idea de que quizás ella también estuviese angustiada lo animaba considerablemente.
Avanzó otro paso hacia ella. Los ojos de Elizabeth reflejaron cierta sorpresa, pero consiguió mantenerse firme. Un paso más, y él detectó su respiración bastante agitada. Dos zancadas más lo colocaron justo enfrente de ella. Sus ojos color ámbar parpadearon con evidente aprensión, y él, muy a su pesar, tuvo que admirar en su fuero interno la gran valentía que demostraba al no retroceder ante él. Pero deseaba hacerle perder la calma, maldita sea. Del mismo modo que ella le había hecho perder la suya.