– Tenemos que tomar el camino de la izquierda.
23
Austin cubrió de una zancada la distancia que los separaba y la agarró por los hombros.
– ¿Qué ocurre?
– Nada. Yo…
La sacudió con fuerza.
– No me mientas. Estás cadavérica. Algo te ha asustado. ¿Qué has visto?
– Debemos tomar el camino de la izquierda. Entonces lo encontraremos.
– No pienso llevarte…
– Si no nos ponemos en camino ahora mismo, llegaremos demasiado tarde. -Se soltó de sus manos y corrió hacia el carruaje-. Por favor, date prisa.
Él le dio alcance y la aferró por el hombro.
– ¿Demasiado tarde para qué?
Elizabeth luchó contra el pánico que amenazaba con apoderarse de ella.
– Alguien va a morir. No sé quién. Sólo sé que estamos perdiendo tiempo, un tiempo que no tenemos. -Al comprender que debía ofrecerle alguna garantía de su propia seguridad, añadió-: Yo me quedaré en el coche o me esconderé en el bosque. Haré lo que consideres más conveniente, pero debemos irnos ahora.
Austin no se lo pensó un segundo más. Rápidamente la ayudó a subir y saltó al pescante. Con un tirón de las riendas puso en movimiento el vehículo y enfiló el camino de la izquierda.
Un cuarto de hora después, Elizabeth agarró a Austin por el brazo y señaló:
– Mira.
Él detuvo la calesa. A lo lejos, una columna de humo gris se elevaba sobre los árboles.
– Parece que sale de una chimenea.
Elizabeth cerró los ojos.
– Sí. Una chimenea de piedra. Es una casita de campo. -Abrió los párpados y lo miró a los ojos-. Ahí vive Gaspard, Austin. Está allí.
La expresión de Austin se endureció. Sin una palabra, saltó del vehículo. Cuando ella hizo ademán de seguido, él la inmovilizó con una mirada gélida.
– No te muevas.
Tomó las riendas, y tirando de ellas condujo a los caballos y la calesa fuera de la calzada y se adentró en el bosque. Los colocó de tal manera que estuviesen ocultos, pero de cara al camino.
Se acercó al costado del coche y levantó la vista hacia Elizabeth.
– Permanecerás escondida aquí. Si no he vuelto dentro de una hora, quiero que lleves la calesa hasta el pueblo y te alojes en un hostal. Te encontraré.
El miedo se apoderó de ella.
– ¿Te has vuelto loco? No pienso dejarte…
– Has dicho que harías lo que yo te pidiera.
– Ese hombre es peligroso.
Un brillo acerado asomó a los ojos de Austin.
– Yo también.
– Va armado.
– Yo también.
El miedo la hizo sudar y debió de reflejarse en su semblante, pues él le tendió la mano. Sin dudado, ella la aferró entre las suyas y rezó.
Él le dio un apretón.
– Estaré bien, Elizabeth.
El terror que le atenazaba la garganta le impidió responder, así que se limitó a asentir con la cabeza. Austin retiró la mano y se alejó corriendo entre los árboles hacia la columna de humo.
Ella se apretó las manos para conservar el calor que la piel de Austin le había dejado y lo observó hasta que desapareció.
«Estaré bien, Elizabeth.»
– Por supuesto que estarás bien -susurró ella-. Yo me ocuparé de ello.
En cuanto él se hubo perdido de vista, Elizabeth bajó de la calesa. No contaba con ninguna arma, pero tal vez…
Se estiró y recogió su bolsa de medicinas depositada en el asiento. La abrió y extrajo un saquito que se guardó en el bolsillo. Si lograba acercarse lo suficiente a Gaspard y pudiera arrojarle ese preparado de pimienta a los ojos, lo dejaría ciego temporalmente. No era gran cosa, pero no permitiría que eso la detuviese. Si no se ponía en acción en ese preciso instante, alguien moriría.
Respiró hondo y con determinación, agarró con fuerza su bolsa de medicinas y echó a andar por donde Austin se había ido. Su vestido resultaba muy engorroso a la hora de caminar por el suelo irregular. Una rama espinosa se le enredó en el pelo, y vio las estrellas cuando se soltó de un tirón. Tropezó en dos ocasiones, y la segunda vez se despellejó las palmas de las manos al caer sobre el sendero pedregoso. Sintió tal escozor que le asomaron lágrimas a los ojos, pero sin esperar un segundo se puso en pie y continuó la marcha.
Agotada y sin aliento, avistó por fin la casita, a lo lejos. Se le puso la carne de gallina. Dejando a un lado su temor, siguió adelante ocultándose tras los árboles y en las sombras que proyectaba la luz del crepúsculo, y centró todos sus pensamientos y energías en ayudar a Austin.
«¿Dónde estás? -se preguntó-. Dios santo, ¿dónde estás?»
Y entonces oyó gritar a una mujer.
Austin oyó gritar a una mujer.
Con el corazón latiéndole con fuerza, se acercó sigilosamente a la cabaña ruinosa hasta ponerse en cuclillas justo delante de una ventana. Una voz profunda y apagada, obviamente masculina, llegó a sus oídos. Se irguió con cuidado y echó un vistazo sobre el alféizar.
Observó horrorizado cómo el hombre que iba buscando levantaba la mano y golpeaba en la cara a una niña. El chillido de una mujer resonó en la cabaña. La niña se retorció haciéndose un ovillo en el suelo. El cabello le tapaba el rostro, de modo que Austin no alcanzó a ver si estaba herida o no. Gaspard apartó a la niña con el pie como si fuera basura y se acercó a la mujer.
Austin vio que estaba atada a una silla. Tenía la cara cubierta de moratones y el negro cabello enmarañado. Forcejeaba y sollozaba intentando soltarse.
– ¡Hijo de perra! -gritó Austin-. ¡No le pongas la mano encima!
Gaspard se giró hacia la ventana y Austin se agachó rápidamente. Con la espalda contra la pared, se esforzó por respirar regularmente, controlar su rabia y concentrarse. Debía sacar a la mujer y a la niña de esa casa; No tenía intención de matar a Gaspard, al menos no sin antes interrogado, pero debía detenerlo. Sacó la pistola del bolsillo y se aseguró de que estuviese lista para disparar. «Un tiro -se dijo-. Tengo un solo tiro para detener a este desgraciado. No puedo fallar.»
Tendría más oportunidades de alcanzado si le disparaba a través de la ventana. Por el momento nadie lo había visto, y tenía a Gaspard a tiro. Decidido, se puso de pie y miró por la ventana. Gaspard estaba tapándole la boca a la mujer con un trapo. Austin sostuvo la pistola con pulso firme, esperando a que el cabrón se apartara de ella.
En ese momento, la puerta principal se abrió de golpe. Gaspard se volvió bruscamente.
A Austin le temblaron las piernas, y su corazón dejó de latir por unos instantes.
Elizabeth estaba en el umbral.
Elizabeth miró a la mujer atada y a la niña acurrucada junto a la vieja mesa de madera. La mujer aún estaba viva, pero la niña… Elizabeth se quedó sin aliento. No alcanzaba a verle la cara, pero percibió el suave movimiento de sus hombros. Respiraba.
Se debatió entre el terror y el alivio. No había llegado demasiado tarde. Seguían con vida.
Pero ¿durante cuánto tiempo?
– ¿Quién demonios es usted? -le preguntó Gaspard en un francés gutural, y cruzó la habitación en dos zancadas furiosas.
Cerró de un portazo, echó el cerrojo y la agarró por los brazos. Sus dedos se le clavaron en la carne y ella no pudo evitar soltar un gemido de dolor.
Lo miró a los ojos y un escalofrío le recorrió la espalda. Su expresión era terriblemente amenazadora. Intentó llevarse las manos al bolsillo para extraer el saquito de hierbas, pero él la apretó con tanta fuerza que Elizabeth creyó que se le romperían los huesos de los brazos. Austin estaba cerca, en algún lugar. Tenía que ganar tiempo para evitar que ese demente matara a la mujer y a la niña. Y a ella.
– Contésteme -gruñó él. La zarandeó tan violentamente que le castañetearon los dientes y la bolsa de medicamentos se le cayó de la mano-. ¿Quién es usted?
Elizabeth tragó saliva y se esforzó por aparentar tranquilidad. Tenía que ganar tiempo como fuera. Al menos la atención de Gaspard estaba puesta en ella y no en la mujer y la niña.