«Date prisa, Austin», pensó.
– Me llamo Elizabeth.
Los ojos de Gaspard quedaron reducidos a rendijas.
– ¿Qué hace aquí?
– Yo…
Su voz se extinguió mientras una serie de imágenes desfilaba por su mente. Dirigió la vista a la mujer atada, que le imploraba ayuda con la mirada. Se volvió de nuevo hacia Gaspard.
– Es tu hermana -le dijo en tono acusador.
Él soltó una risotada desagradable.
– ¿Y a usted qué le importa? -Le soltó un brazo y se llevó la mano a la espalda. Cuando la volvió a mostrar, empuñaba una pistola. Apartó a Elizabeth de un empujón y ella estuvo a punto de caer al suelo-. Arrímese a la pared -le ordenó él.
Ella se enderezó y retrocedió despacio, con los ojos clavados en el arma. Dios santo, estaba demasiado lejos de él para arrojarle las hierbas.
– Mi hermana estaba a punto de sufrir una muerte prematura, Elizabeth. Su inoportuna aparición acaba de condenarla a usted a correr la misma suerte.
Le apuntó al corazón con la pistola.
Al otro lado de la ventana, Austin luchaba contra el pánico que empezaba a apoderarse de él. Elizabeth se encontraba justo delante de la ventana, vuelta de espaldas. Gaspard estaba a unos cuatro metros de ella, apuntándola con la pistola. A menos que Elizabeth se apartara, Austin no tenía la menor oportunidad de alcanzar al hombre con un disparo sin herirla. Había visto al francés echar el cerrojo a la puerta, y ésa era la única ventana.
Ella tenía que moverse. Austin tenía que conseguir que se apartara, pero ¿cómo?
24
Elizabeth tenía que distraer a Gaspard. Y tenía que haced o rápidamente.
– Lo sé todo sobre William -dijo, aliviada de que su voz sonase tranquila.
Gaspard se quedó totalmente inmóvil.
– ¿Quién?
– William. El inglés al que compraste armas el año pasado.
La mujer emitió un quejido amortiguado por la mordaza. Gaspard la fulminó con la mirada.
– Silencio, pute. -Centró de nuevo su atención en Elizabeth-. No sé de qué está hablando.
Ella arqueó las cejas.
– Claro que lo sabes. Os vieron en el muelle. -Sacudió la cabeza y chasqueó la lengua-. Actuaste como un vil aficionado. Fue un trabajo de contrabando muy poco profesional.
– Taisez-vous! ¡Cierre la maldita boca! Fue un trabajo perfecto, excepto porque ese bâtard anglais me traicionó. -Escupió en el piso de madera-. Pero tendrá exactamente lo que merece. Morirá. Lentamente.
Sus palabras le helaron la sangre a Elizabeth.
– Tú sabes dónde está.
– Oui -respondió él con una expresión que anunciaba peligro-. Supuestamente estaba muerto, pero un amigo lo vio hace unas semanas, a unos pocos kilómetros de aquí. Entonces supe que Claudine andaba por los alrededores. Y supe que, una vez que la tuviese prisionera, él vendría a buscada. Y, en efecto, vino.
– ¿Dónde está William?
Una sonrisa siniestra le torció los labios.
– Lo bastante cerca para oírla gritar. Quiero que se pregunte qué estoy haciéndole a esta pute. Disfrutaré enseñándole su cuerpo sin vida… antes de matarlo a él.
La mujer soltó otro quejido y Gaspard se volvió bruscamente hacia ella.
– ¡Cállate!
Varias escenas se arremolinaron en la mente de Elizabeth, sucediéndose con tanta rapidez que apenas pudo asimiladas. William. Atado y amordazado. Pugnando por soltarse. Dios santo, tenía que seguir tirándole de la lengua a Gaspard. Una imagen apareció ante sus ojos.
– Claudine… es la esposa de William.
El rostro carnoso de Gaspard enrojeció de repente.
– No es más que una pute traicionera. Mientras los cerdos ingleses mataban a nuestros compatriotas, amigos y vecinos, a nuestro propio hermano, ella estaba rescatando al bâtard anglais, abriéndose de piernas para él. Tardé más de un año en dar con ella, pero ahora que la he encontrado lo pagará muy caro. Y él también.
Elizabeth miró a Claudine, a quien las lágrimas le resbalaban por las mejillas.
– William estaba herido -dijo Elizabeth-. Ella lo cuidó mientras se recuperaba, y se enamoraron.
– El amor. -Gaspard escupió de nuevo en el suelo; luego echó una mirada cargada de odio a su hermana y, dirigiéndose a ella, prosiguió-: Has olvidado lo que nos hicieron a nosotros, lo que le hicieron a nuestra familia. Los cabrones ingleses nos lo robaron todo. Y ese hijo de perra mató a Julien. -Su voz se elevó prácticamente hasta convertirse en un grito-. Nuestro hermano murió en la batalla en la que resultó herido tu cerdo inglés. Nos traicionaste a todos al salvado y casarte con él. ¿Cuántas de las vidas de nuestros compatriotas sacrificaste para tener a ese desgraciado entre las piernas?
Sus labios se torcieron en una sonrisa sardónica mientras miraba de arriba abajo a la mujer atada.
– Al enterarme de lo que habías hecho -continuó-, de que nos habías traicionado, salí en su busca. Pero cuando di con él, me hizo creer que, gracias a ti, simpatizaba con nuestra causa. Como un idiota, le di la oportunidad de demostrado. -Achicó los ojos-. Me vendió armas inglesas. Probé media docena de ellas y comprobé que estaban en buen estado. ¡No podía esperar a matar cerdos ingleses con sus propias pistolas! Pero me había mentido. Sólo las armas colocadas encima funcionaban. Cuando mis hombres utilizaron las demás fueron masacrados. Por tu culpa. ¡Tu culpa!
Se volvió de nuevo hacia Elizabeth, con un brillo de demencia en los ojos.
– El regimiento del maldito William mató a Julien. Después el tal William deshonró a mi hermana y la convirtió en una traidora. -Su voz se tornó inexpresiva-. Ella tiene las manos manchadas con la sangre de mis compatriotas. La sangre de mi hermano. Y me encargaré de que pague por ello. Es mi deber.
Bajó la vista hacia la pistola que empuñaba, y Elizabeth intuyó de inmediato que estaba a punto de llegar su hora. Desesperada por distraerlo, abrió la boca para hablar, pero se interrumpió al percibir un sonido en su cabeza.
Un sonido apremiante. Palabras.
Con el entrecejo fruncido, intentó concentrarse. De pronto, la voz de Austin resonó en su cerebro. «Apártate de la ventana.»
Era como si él se encontrase a su lado y le hubiese hablado en voz alta.
«Apártate de la ventana. Apártate de la ventana.»
Dio un pequeño paso a un lado y Gaspard clavó la mirada en ella.
– No te muevas o disparo.
Dios santo, ¿qué iba a hacer ella ahora? Claramente Austin estaba a su espalda, ante la ventana, y necesitaba que ella se apartara para tener a Gaspard a tiro. Pero si se movía, éste la mataría. Obviamente planeaba matarla de todas maneras, pero ella no quería impulsarlo a realizar la tarea antes de lo previsto.
Sólo podía hacer una cosa.
Justo cuando se le ocurría esa posibilidad, la voz de Austin retumbó en su cerebro.
«¡Tírate al suelo!»
Elizabeth se dejó caer como una piedra.
El vidrio se hizo añicos tras ella, y el estampido ensordecedor de una pistola atronó el aire.
Austin echó un vistazo a través de la ventana rota. Gaspard estaba de rodillas, con el rostro contraído de dolor, apretándose el estómago con las manos. La sangre de color rojo brillante le manaba entre los dedos, empapándole la camisa. Su pistola se encontraba en el suelo, detrás de él.
Elizabeth. ¿Estaba herida? En cuanto le pasó por la cabeza esta espantosa posibilidad, ella se puso en pie de un salto y se acercó a él. Su paso era vacilante, pero estaba bien.
Estaba bien.
El alivio que sintió Austin casi convirtió sus rodillas en gelatina.
– Abre la puerta -le ordenó en voz baja.