Ella hizo lo que le pedía de inmediato. Él entró en la casa y, protegiendo a Elizabeth con su cuerpo, recogió la pistola de Gaspard. Acto seguido se volvió hacia ella.
– ¿Estás herida?
La joven lo observó con inquietud de arriba abajo.
– No. ¿Y tú? ¿Te encuentras bien?
En realidad, no. Había estado a punto de perder todo lo que le importaba. Pero no era el momento de hablar de eso.
– Estoy bien -respondió. Apartó la vista del rostro lívido de su mujer y la posó en Gaspard, que luchaba por levantarse-. Quédate detrás de mí -le susurró a Elizabeth.
Con la pistola de Gaspard, apuntó a éste en el pecho.
– No te muevas -le ordenó.
Una ojeada le bastó para comprobar que la herida que el francés tenía en el estómago era mortal. Sin embargo, Gaspard logró ponerse en pie y se apoyó con todo su peso en la mesa. Contempló a Austin un momento y luego soltó una carcajada jadeante.
– Por fin nos conocemos, monsieur le duc. Tiene gracia, n'est-ce pas? Tu hermano mató al mío. Tantos hermanos. Todos muertos.
Conteniendo la ira que hervía en su interior, Austin empuñó con más firmeza la pistola.
– Tantos muertos -convino con fría serenidad-, y tú serás el siguiente.
Los ojos de Gaspard relampaguearon con malevolencia.
– Tal vez. Pero al menos sé que habré librado al mundo del cabrón de tu hermano.
– Te he oído a través de la ventana. Has dicho que está vivo.
– Pero no lo estará cuando lo encuentres…, si es que lo encuentras.
– Lo encontraré en cuanto acabe contigo. ¿Por qué mataste a mi alguacil?
La sangre chorreaba entre los dedos de Gaspard, que hizo una mueca de dolor.
– Otro cerdo inglés. Iba por ahí haciendo preguntas sobre mí. Cuando quiso reunirse contigo supe que había averiguado algo. Lo seguí. No podía correr el riesgo de que te revelara lo que había descubierto, especialmente si se trataba de mi escondite o del hecho de que yo estaba enviándote cartas. Lo habría estropeado todo. -Respiró trabajosamente-. Pero el cerdo se negó a decirme nada, así que le pegué un tiro en la cabeza.
Detrás de él, Elizabeth soltó una exclamación de horror.
– ¿Por qué tardaste un año en empezar a hacerme chantaje? -preguntó Austin.
– Fui herido en Waterloo, debido a las armas defectuosas que nos proporcionó tu hermano. Tardé meses en restablecerme. No supe hasta hace poco que el marido de la pute provenía de una familia tan adinerada. -Entornó los ojos-. Pero tenía que andarme con cuidado…, permanecer oculto. Justo cuando me disponía a mandarte la siguiente carta, me enteré de que el bâtard anglais estaba vivo y se había dejado ver en esta parte de Francia. Volví a casa para encontrarlo.
Una imagen de William acudió a la mente de Austin, como si lo hubiese visto la noche anterior. Conversaba apresuradamente con Gaspard, embarcando cajas llenas de armas en un buque. No estaba traicionando a su país, sino arriesgando la vida en pro de la causa inglesa, entregándole a ese demente armas defectuosas. Apretó con fuerza la culata de la pistola.
– Nunca volverás a hacerle daño a nadie, Gaspard. Yo…
Un quejido interrumpió sus palabras. Al mirar hacia el fondo de la habitación, vio que la niña se rebullía y se ponía a cuatro patas.
Austin percibió un movimiento con el rabillo del ojo y se volvió rápidamente hacia Gaspard. Un cuchillo relucía en la mano del francés, cuyos ojos, llenos de odio, estaban clavados en la niña.
– Así que sigues viva, ¿eh? -bramó-. Ningún hijo de ese bâtard anglais vivirá para contarlo.
Austin oyó un grito ahogado a su espalda. En un abrir y cerrar de ojos, Gaspard tomó impulso con el brazo y arrojó el cuchillo. Era imposible que Austin alcanzase a la niña a tiempo de salvarla. Apretó el gatillo y Gaspard se encogió y cayó al suelo.
Austin se volvió hacia la niña y se quedó petrificado. Elizabeth yacía boca abajo, con el cuchillo hundido en la espalda.
25
Un dolor lacerante recorrió el cuerpo de la joven con tal intensidad que le provocó náuseas. Un líquido tibio le resbaló por la clavícula y percibió el olor metálico de la sangre. Empezó a sentirse mareada.
«La niña -pensó-. ¿Estará bien? ¿Habré reaccionado a tiempo?»
– ¡Elizabeth!
La voz de Austin sonaba muy lejana. Un instante después sintió que unos brazos fuertes la levantaban en vilo. Abrió los párpados haciendo un gran esfuerzo y vio el rostro de su marido, cuyos ojos grises reflejaban un gran temor.
– Dios santo, Elizabeth -dijo con voz ronca.
Ella tenía que preguntárselo, necesitaba saberlo, pero su lengua era como un trozo de cuero grueso. Tragó saliva y con mucho trabajo logró decir:
– La niña.
– Está viva -aseguró Austin, apartándole un mechón de la frente-. La has salvado.
La invadió un gran alivio. La niña estaba bien, gracias a Dios, y Austin estaba sano y salvo. Eso era todo lo que le importaba.
Lo miró, desconcertada por su aspecto tan abatido. Debería estar contento: la niña seguía viva.
Y sin embargo, aunque el alivio que sentía le aportó cierta paz, a Elizabeth la embargó el arrepentimiento. Pero ya era demasiado tarde. El mareo y el dolor aumentaron, recordándole lo preciosa que es la vida…, sobre todo cuando está a punto de llegar a su fin y no queda tiempo para enmendar los errores. Y su error más grande había sido negarse a darle la vida a su hija…, la hija de Austin. Podrían haber aprovechado al máximo el breve tiempo de que disponían para compartirlo en familia, y ella podría haberlo ayudado a superar la pena. De un modo u otro.
Anhelaba decirle, explicarle, hacerle saber cuánto lo lamentaba, lo mucho que lo quería, pero la lengua le pesaba demasiado para moverla y apenas era capaz de mantener los ojos abiertos.
Quería dormir. Estaba tan cansada… El dolor la atenazaba, dejándola sin respiración. Todo le dolía tanto… Los párpados se le cerraron y la oscuridad la envolvió.
Austin vio que sus ojos se iban cerrando, y el pánico se adueñó de él.
– ¡Elizabeth!
Ella permanecía exánime en sus brazos, tan pálida como la cera.
Tenía que sacarle ese cuchillo como fuera. Ella tenía que sobrevivir. Pero él necesitaba ayuda.
Con un esfuerzo hercúleo, se sobrepuso al terror que sentía ante la posibilidad de perderla y la tendió con todo cuidado boca abajo. Le costaba alejarse de su lado, pero no tenía elección. Cruzó la habitación en dirección a Claudine. La niña acababa de quitarle el trapo de la boca. Mientras hablaban agitadamente entre sí en francés, Austin se extrajo la navaja de la bota y cortó las cuerdas con que Gaspard la había atado.
En cuanto tuvo los brazos libres, la mujer estrechó a la criatura contra su pecho.
– Josette, ma petite. Gracias a Dios que estás bien. -Con la niña abrazada a su cuello, Claudine alzó la vista hacia Austin-. ¿Está malherida la señora?
– Está viva, pero necesitamos un médico inmediatamente.
Claudine sacudió la cabeza.
– El pueblo queda lejos, pero yo soy buena enfermera. -Se puso de pie y se frotó los brazos entumecidos-. Debemos darnos prisa en ayudarla, para liberar después a William.
– Dios mío, ¿dónde está?
– Encerrado en una leñera que hay en la parte posterior de la propiedad. Sé que está vivo y puede esperar un poco más. Pero su esposa no puede esperar un segundo. -Señalando con la cabeza un cubo metálico que estaba cerca de la chimenea, añadió-: Necesitamos agua. Hay un arroyo justo detrás de la casa. ¡Vaya a por agua! Rapidement!
Austin recogió el cubo, salió a toda prisa y regresó poco después con el agua. Cuando entró en la cabaña, Claudine estaba acomodando a Josette en un camastro situado en un rincón, al fondo.