Austin se acercó a Elizabeth y se puso de rodillas, esforzándose por no dejarse arrastrar por la desesperación. Si ella no se recuperaba…
Se negó a considerar esa posibilidad.
Claudine se colocó junto a él y examinó rápidamente a Elizabeth. A continuación lo miró a los ojos, muy seria.
– La herida es grave y ha perdido mucha sangre. Cuando extraigamos el cuchillo perderá más.
– No puede morir.
Tal vez si lo decía con convicción, si lo pensaba con convicción, su deseo se haría realidad.
– Espero que no. Pero debemos proceder deprisa. Necesitamos vendas. Quítele la enagua y córtela a tiras. ¡Rápido!
Pugnando por concentrarse en lo que estaba haciendo, Austin siguió las concisas instrucciones de Claudine. La mirada se le desviaba hacia el cuchillo hundido en el hombro de Elizabeth, y se le revolvió el estómago con una mezcla de miedo y dolorosa impotencia.
– Ahora voy a sacarle el cuchillo -anunció Claudine-. Prepárese para aplicar presión a la herida con las vendas.
Austin asintió con la cabeza, con la vista fija en el hombro de Elizabeth. En cuanto Claudine extrajo la hoja del arma, él se enfrascó en la difícil tarea de restañar el derrame de sangre. Se concentró en la labor, sin permitir demorarse en el hecho de que la sangre empapaba las vendas casi al instante.
«No morirá», pensó con fría determinación. Aplicó una venda tras otra al hombro de Elizabeth, apretando al máximo para contener la hemorragia hasta que los brazos le temblaban a causa del esfuerzo.
Al fin, después de quince minutos que a él le parecieron horas, el flujo de sangre quedó reducido a un goteo. Austin ayudó a Claudine a lavar la herida y a envolver el hombro de Elizabeth con vendas limpias.
– ¿Cuánto tardará en volver en sí?
– No lo sé, monsieur. Sólo puedo rogarle a Dios que eso ocurra.
– Se pondrá bien. Tiene que ponerse bien. -Su voz bajó hasta convertirse en un susurro-. No puedo vivir sin ella.
– Hemos hecho por ella todo lo que estaba en nuestras manos -dijo Claudine-. Ahora debo liberar a William. -Corrió hacia la chimenea y de la tosca repisa de madera tomó una llave-. Bertrand mantenía la llave a la vista para provocarme.
– ¿Debo…?
– No, monsieur. Usted quédese aquí con su esposa. Le pido que vigile también a Josette. Está dormida.
– Por supuesto.
Ella salió corriendo de la cabaña. Austin echó una ojeada a Josette: yacía de costado, con el pulgar en la boquita. Se estremeció al pensar en los horrores que habría presenciado la criatura. Esperaba que con el tiempo pudiera olvidarlos.
Pero sabía que él no los olvidaría.
Se volvió de nuevo hacia Elizabeth y le acarició cariñosamente el rostro y el cabello. Tenía la cara lívida, los labios blancuzcos, los rizos enmarañados y el vestido manchado con su propia sangre. Él habría dado su alma a cambio de verla abrir los ojos.
Austin perdió la noción del tiempo. Cada minuto que ella pasaba sumida en la inconsciencia le parecía una eternidad. No tenía idea de cuánto rato había transcurrido cuando de pronto oyó voces. La puerta se abrió y él se puso de pie.
Un hombre entró en la cabaña; un hombre que al momento le resultó extrañamente familiar, pero no del todo. Su rostro presentaba huellas de sufrimiento y cojeaba al andar. Pero los ojos…, esos ojos grises, tan parecidos a los suyos… Eran inconfundibles, incluso desde el otro lado de la habitación.
Se miraron atónitos durante un rato interminable, mientras Austin pugnaba por recobrar el aliento, por comprender el milagro viviente que tenía ante sí. Aunque había deseado, creído desesperadamente que William estaba vivo, en su mente lógica había pervivido un asomo de duda, que le decía que en realidad no era posible. Pero lo era.
Mudo de emoción, cruzó la habitación hasta detenerse a unos palmos del recién llegado. A Austin el corazón le latía tan fuerte que se preguntó si William alcanzaba a oírlo.
Vio que las lágrimas y un montón de preguntas asomaban a los ojos de su hermano.
– Austin -susurró éste.
Un sollozo brotó de la garganta de Austin. Asintiendo con la cabeza, extendió los brazos y pronunció una sola palabra:
– Hermano.
26
Austin, arrodillado junto al catre, no despegaba la vista del rostro de Elizabeth. Maldición, permanecía tan inquietantemente inmóvil, tan pálida…
William se había marchado hacía casi una hora en busca de un médico y del magistrado. ¿Cuándo demonios regresaría? Echó un vistazo al otro lado de la habitación, donde Claudine dormitaba con Josette entre sus brazos. Estaban agotadas, pero en buen estado. Ojalá hubiese podido decir lo mismo de Elizabeth…
Le tocó la mejilla con una mano temblorosa. Tenía la piel suave como la seda. Era tan bella… y valiente. No cabía la menor duda de que le había salvado la vida a Josette.
Dios, la amaba. Con toda su alma. No podía ni quería ya evitarlo. Quería amarla, decírselo, demostrárselo cada día durante el resto de su vida.
– Es lo único que importa -susurró, acariciándole la cara-. Lo que ocurrió entre nosotros antes… Ya no tiene importancia. Me da igual por qué te casaste conmigo. Me da igual que quisieras ser duquesa, me da igual tener o no tener hijos. Sólo me importas tú. Si lo deseas, adoptaremos niños, tantos como quieras. Docenas de niños…
La voz se le quebró y tragó saliva, paseando la mirada por su rostro de su mujer.
– Eres tan hermosa -prosiguió trabajosamente debido al nudo que tenía en la garganta-. Dios, te quiero, te quise desde el momento en que te vi salir de los arbustos dando traspiés. Te llevo en el corazón, en el alma. De hecho, eres mi alma. -El corazón le latía con tanta fuerza que el pecho le dolía-. Por favor, abre los ojos. -Agachó la cabeza y colocó su frente contra la de ella-. No me dejes, Elizabeth. Por favor, cariño. Por favor. Ni siquiera puedo imaginar lo que sería estar sin ti. No me dejes.
Elizabeth oyó su voz desde muy lejos, como si se encontrara dentro de una cueva. «No me dejes…»
Austin. Ese nombre inundó su mente. Luchó por abrir los ojos, pero alguien le había cosido pesados sacos de arena a los párpados. La enorme debilidad que la embargaba contrastaba enormemente con el dolor agudo de su hombro.
Pero tenía que decírselo. Tenía que hacerle saber su arrepentimiento, expresarle cuánto lo quería y explicarle que le había dicho todo aquello para protegerlo. Confesarle que la mera idea de abandonado le había hecho añicos el corazón. Quería que él lo supiese, pero, Dios santo, no tenía fuerzas para hablar. Su cuerpo, atormentado por el dolor, buscaba la inconsciencia, dejar de sentir.
Haciendo acopio de energía, abrió los párpados a duras penas. Vio el rostro compungido de Austin encima de ella, y la sombría expresión de sus ojos le partió el alma. Sus miradas se encontraron y a él se le cortó la respiración.
– ¡Elizabeth, estás despierta! -La tomó de la mano y se la llevó a los labios-. Gracias a Dios.
Ella intentó hacer que sus labios resecos articularan las palabras, pero le sobrevino un mareo y la imagen de Austin se tornó borrosa y ondulante. Los párpados se le cerraban; no obstante luchó por mantenerlos abiertos, fijos en el rostro de su marido, pues temía que una vez que se le cerraran del todo ya nunca volvería a verlo.
Reuniendo todas sus fuerzas, logró pronunciar la palabra que más ansiaba decir.
– Austin.
Aunque su voz apenas era audible, él la entendió y le apretó con suavidad la mano.
– Estoy aquí, cariño. Todo irá bien. Descansa -susurró, y sus dulces palabras la envolvieron como una manta tibia y aterciopelada.
Tenía tantas cosas que decide… Pero ella estaba agotada, maltrecha. Una punzada le provocó un espasmo, y acto seguido su mareo se agudizó. Pugnó por mantenerse despierta y lúcida, pero su visión periférica comenzaba a ennegrecerse. Un dolor intenso le recorrió todo el cuerpo. Los párpados cada vez le pesaban más, y se dio cuenta de que no podría decírselo todo. Pero había al menos una cosa que él debía saber.