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Con la vista fija en él, intentó sonreír, aunque no supo si lo había conseguido o no.

– Te… quiero -musitó.

Los ojos se le cerraron. Oyó que él repetía su nombre una y otra vez, suplicante, pero la debilidad y el dolor la estaban venciendo.

Se alejó flotando hacia un lugar donde el dolor no existía.

Austin estaba sentado en los escalones que conducían a la entrada de la cabaña, sintiéndose vacío y desgarrado por dentro.

Con la cabeza entre las manos, intentaba no pensar en lo peor, pero era imposible. Se sumió en la desolación.

– Por favor, Dios mío -susurró-, no me digas que la he matado al traerla aquí.

El médico llevaba casi una hora con ella, y cada minuto que pasaba aumentaba un poco más la angustia que sofocaba a Austin.

El magistrado había llegado con varios hombres que se habían llevado el cuerpo de Gaspard. Austin, William y Claudine habían respondido a sus preguntas. Sirviéndose de ésta como intérprete, Austin había explicado que Gaspard le enviaba cartas amenazadoras y que él había contratado a un alguacil de Bow Street para que lo localizara. Dejó que el magistrado creyese que el alguacil le había indicado el paradero de Gaspard. Cuando el magistrado se hubo marchado, William se dirigió al pueblo a comprar provisiones.

Y Elizabeth aún no había vuelto en sí.

Maldición, si ese médico no salía de ahí pronto, irrumpiría él mismo en la cabaña, lo agarraría del cuello y le obligaría a decir que Elizabeth estaba bien.

La puerta de la casita se abrió y Austin se puso en pie de un salto. El doctor y Claudine aparecieron en el umbral.

– ¿Cómo está? -preguntó Austin, ansioso, mirando alternativamente a uno y a otro. Sabía que ellos notarían el terror que no podía disimular.

– Descansando -contestó el médico en inglés con un fuerte acento francés.

Austin estuvo a punto de desplomarse.

– ¿No se va a… morir?

– Al contrario, pronostico que su esposa se recobrará por completo, aunque está débil y la herida le duele mucho ahora. Le he cambiado el vendaje y le he administrado una dosis de láudano.

Elizabeth iba a recobrarse por completo. No iba a morir.

Austin apoyó la mano en la pared para mantenerse en pie.

– ¿Se ha despertado?

– Sí. Ha preguntado por usted y le he asegurado que estaba aquí fuera. Le he recomendado que se mueva lo menos posible, al menos durante una semana; pero en cuanto tenga ánimos podrá emprender el viaje de regreso a Inglaterra. -El doctor se quitó los quevedos y se los limpió con la manga-. Es una joven excepcional. De naturaleza muy robusta.

Austin por poco se echa a reír, cosa que creía que nunca volvería a hacer.

– Sí, en efecto, mi esposa es de lo más robusta.

«Gracias a Dios», pensó.

– Puede verla ahora -le indicó el médico.

Austin no vaciló ni un instante.

Entró en la cabaña y cruzó la habitación, con una flojera incontrolable en las piernas. Elizabeth yacía en la estrecha cama, en un rincón, bien arropada por las mantas.

Se arrodilló a su lado, estudiándole el rostro con ansia. Aunque estaba pálida, su piel ya no tenía aspecto ceroso. Su pecho subía y bajaba al compás de su respiración regular. Él extendió el brazo para apartarle de la frente uno de sus rizos color castaño rojizo. Una mezcla de alivio y cariño lo acometió con tanta fuerza que se quedó sin aliento.

Elizabeth, la maravillosa e impredecible Elizabeth, se pondría bien. Había dicho que lo quería, y aunque esa declaración sólo hubiera sido fruto de su delirio, Austin estaba convencido de que significaba que había buenas perspectivas de sacar adelante su relación. Él conseguiría granjearse su amor, de un modo u otro. Por obra de algún milagro, ahora tenían una segunda oportunidad y, costara lo que costase, haría todo cuanto estuviese en su mano para convencerla de que olvidase el pasado y permaneciese a su lado. La quería demasiado y no estaba dispuesto a imaginarse una vida sin ella. Elizabeth le pertenecía, y él dedicaría el resto de su existencia a demostrárselo.

Bajó la cabeza para apoyar la frente sobre las mantas y susurró las dos únicas palabras que pudo pronunciar:

– Te amo.

Esa noche, Austin, sentado a la mesa de madera, intentaba calentarse las manos sujetando una taza de té. El fuego que ardía en la chimenea bañaba el interior de la cabaña con una suave claridad.

Elizabeth aún no había despertado, pero su respiración se mantenía regular y no mostraba señales de fiebre. Josette dormía en el camastro del otro rincón, con William y Claudine arrodillados junto a ella, hablando entre sí en voz baja.

Mientras tomaba un sorbo de té, Austin observó a Claudine. Era una mujer menuda, muy bonita, de cabello lustroso de un negro azabache y grandes ojos color avellana. Daba la impresión de ser una persona competente y discreta. Austin reparó en que tenía callos en las manos y trajinaba por la casa con la agilidad de una mujer acostumbrada a las labores domésticas. Evidentemente no era una dama adinerada ni de alcurnia.

Vio a su hermano acariciar con delicadeza la magulladura que Claudine tenía en la mejilla; William tenía los labios tan apretados que habían quedado reducidos a una delgada línea. Claudine le atrapó la mano y le plantó un beso amoroso en la palma. El brillo de amor en sus ojos era inconfundible.

William ayudó a Claudine a tumbarse junto a Josette y, cuando vio que estaba cómoda, él fue a sentarse a la mesa frente a Austin.

Éste miró a su hermano, fijándose en su cojera pronunciada y en los cambios que había sufrido su aspecto. Tenía la cara más delgada, y unas arrugas profundas le enmarcaban la boca y le surcaban la frente. No vio en ese hombre tan serio el menor rastro del muchacho travieso que había conocido, y se le encogió el corazón al pensar en todas las vicisitudes que sin duda había padecido. Austin tenía tanto que decir, tantas preguntas que hacer, que no sabía por dónde empezar. Carraspeó y dijo al fin:

– Josette se te parece mucho.

– Sí, es verdad.

– ¿Cuántos años tiene?

– Dos. -William lo miró directamente a los ojos-. Tu mujer le ha salvado la vida. Siempre estaré en deuda con ella por eso.

– Y tu mujer ha contribuido a salvarle la vida a Elizabeth. Siempre estaré en deuda con ella por eso. -Austin se inclinó sobre la mesa para apretarle los antebrazos y se sintió gratificado al ver que su hermano correspondía a su gesto-. No puedo creer que esté sentado aquí delante de ti, hablando contigo. No puedo creer que estés vivo. Dios mío, madre, Robert y Caroline se pondrán…

– ¿Cómo están?

– Bien. Se llevarán una enorme sorpresa… y se pondrán eufóricos cuando te vean. -Respiró hondo-. Oí a Gaspard hablar con Elizabeth y yo mismo hablé con él, así que ya sé más o menos lo que ocurrió, pero ¿por qué nos has hecho creer todo este tiempo que estabas muerto?

– No me quedaba otro remedio. No podía arriesgarme a que Gaspard encontrase a Claudine y a Josette. Ponerme en contacto contigo, dar señales de vida, habría entrañado un gran riesgo para mí y para ellas. Y también habría significado ponerte en peligro a ti y a la familia.

– Unos soldados de tu regimiento declararon haberte visto caer en la batalla.

– Y es verdad que caí. Una bala alcanzó a mi caballo y los dos nos vinimos abajo, pero, a diferencia de muchos otros, mi montura no me aplastó bajo su peso. Después de la batalla de Waterloo reinaba una gran confusión, con miles de soldados muertos y heridos desperdigados por doquier. Logré liberarme y deslicé mi reloj bajo el cadáver de un soldado muerto, un soldado que sabía que nadie identificaría.

Dio un apretón a los brazos de Austin y luego se reclinó en la silla.