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– Pero si son las mismas palabras que pronuncié ayer, cuando pensaba que te morías.

Antes de que ella pudiese contestar, oyeron voces procedentes del exterior.

– William, Claudine y Josette han vuelto -dijo él-. Están deseando conocerte.

Cruzó la habitación y abrió la puerta. La mujer que estaba atada a una silla la última vez que Elizabeth la había visto entró del brazo de un hombre que era innegablemente hermano de Austin. Elizabeth sonrió. Sin embargo, antes de que abriera la boca para saludar, la niña apareció en el umbral.

Elizabeth se fijó en la criatura de cabello color ébano y ojos grises.

Y todo su mundo dio un giro de ciento ochenta grados.

28

Sólo habían pasado dos días desde que Austin se había marchado a Francia, y Robert ya sabía que le sería por completo imposible ocuparse de toda la correspondencia de su hermano. Se sentó frente al macizo escritorio de ébano de Austin y soltó un quejido al ver el creciente montón de cartas que se apilaban en el centro. Intentar superar sin contratiempos esa época que Austin y Elizabeth estaban pasando en el continente iba a resultar una tarea de enormes proporciones.

Alguien llamó a la puerta.

– Adelante -dijo Robert, agradecido por la distracción. Miles entró en el estudio.

– ¿Querías hablar conmigo? -preguntó.

– Sí. Hay algo que necesito decirte.

Miles tomó asiento en la butaca situada enfrente de Robert.

– Te escucho.

– Se trata de Caroline, y no me andaré con rodeos. Mi hermana está enamorada de ti. -Robert se reclinó contra el respaldo y observó a Miles entrecerrando los ojos-. Me gustaría saber cuáles son tus planes al respecto.

Miles se quedó muy quieto.

– ¿Caroline te ha dicho que… le gusto?

– No, no me lo ha dicho directamente, pero no ha sido capaz de negarlo cuando se lo he preguntado a bocajarro. Cielo santo, Miles, hasta un ciego se daría cuenta de que te quiere. Creo que serías un marido admirable para mi hermana, siempre y cuando, claro está, le profeses algo de afecto.

Miles se dio unos golpecitos en la barbilla con los dedos, meditando acerca de esas palabras.

– ¿Y si no me apeteciera casarme en estos momentos? -preguntó al final.

– En ese caso, estoy seguro de que Austin tomará en consideración a otros pretendientes. -Agitó la mano sobre las cartas que recubrían el escritorio-. Enterrada en esta pila monstruosa hay una nota enviada por Charles Blankenship, en la que da a entender que tiene intención de declararse a Caroline. -Se puso de pie y posó la mano sobre el hombro de Miles-. Piénsalo bien, amigo mío -le dijo, y, acto seguido, salió de la habitación.

En cuanto se quedó solo, Miles comenzó a pasearse de un lado a otro del estudio, pasándose los dedos por el pelo. ¡Caroline estaba enamorada de él! Este pensamiento hizo que se detuviese en seco. Recordó cómo la joven se había derretido en sus brazos, buscando sus labios con ansia, y el pulso se le aceleró. Una fina capa de sudor apareció en su frente. ¡Por todos los diablos!

¡No estaba preparado para el matrimonio! Convertirse en un hombre casado, por el amor de Dios… Comprometerse de por vida. «Ni hablar. Yo no.» Caroline era adorable, pero había muchas mujeres adorables en el mundo. «Aunque ninguna me hace sentir lo que ella.»

Intentó acallar esas fastidiosas vocecitas interiores que amenazaban con arrebatarle su sagrada soltería, pero no logró expulsarlas de su cabeza. «Caroline me daría unos hijos fuertes y apuestos, y unas hijas tan hermosas como su madre.»

¿Hijos? Un momento, estaba perdiendo el juicio.

Se acercó a toda prisa a las licoreras, se sirvió una cantidad generosa de brandy y se lo bebió de un trago. Al instante se sintió mejor.

Caroline no estaba realmente enamorada de él, sólo se había encaprichado. Y él se sentía atraído por ella sólo porque era muy distinta de las demás mujeres que conocía. Vaya, lo único que le hacía falta era salir de esa condenada casa y encontrar alguna fémina con la que retozar alegremente. Dejó su copa vacía sobre el escritorio y se encaminó a la puerta.

Justo cuando se dirigía al vestíbulo, oyó que Carters hablaba con alguien.

– Lo siento mucho, lord Blankenship, pero su excelencia está ausente en estos momentos -aseveró el mayordomo con voz monocorde y profunda.

Miles se detuvo de golpe. Blankenship. Debía de haber venido para pedir la mano de Caroline. Y Robert había dicho que Austin tendría en cuenta las ofertas de los pretendientes…

– Vaya, ¿está seguro? -preguntó lord Blankenship-. Mandé una nota hace varios días en la que le anunciaba mi visita de esta tarde. Sin duda estará esperando mi llegada…

– Un imprevisto ha obligado al señor duque a ausentarse.

– Yo me ocupo de esto, Carters -intervino Miles, acercándose a la puerta-. Su excelencia me dejó un recado para que se lo transmitiese a lord Blankenship.

Carters hizo una reverencia y dejó a los dos hombres a solas. Miles se volvió hacia lord Blankenship y le dedicó una sonrisa helada.

– Blankenship.

– Es un placer verle, Eddington.

Diez minutos después lord Blankenship ya no opinaba que era un placer ver a Miles. Restañándose la sangre de la nariz con el pañuelo, lord Blankenship salió del salón dando grandes zancadas. Vio a Caroline en el vestíbulo y pasó junto a ella como una exhalación sin decirle una palabra. En lugar de esperar a que Carters le abriera la puerta, la abrió él mismo de un tirón, salió y cerró de un portazo.

– ¡Cielo santo! -exclamó Caroline, mirando a Miles con los ojos desorbitados-. ¿Qué demonios le ocurre a Charles?

– ¡Charles? ¿Lo llamas Charles?

– Sí, claro. ¿Se encuentra bien? Me ha parecido que le sangraba la nariz.

Se asomó a la ventana y vio alejarse el elegante carruaje de lord Blankenship.

– En efecto, le sangraba la nariz -confirmó Miles con una sonrisa de satisfacción.

– ¿Qué ha pasado?

– Me temo que se ha producido un ligero choque.

Tomó a Caroline del brazo y la condujo por el pasillo, casi arrastrándola.

Ella tuvo que correr para no quedarse atrás.

– ¿Qué clase de choque? ¿Adónde me llevas?

Miles, lejos de contestar, siguió andando con determinación, sin aflojar el paso hasta que se encontraron en la intimidad del estudio de Austin.

– ¡Dios santo, Miles! -resopló ella cuando por fin se detuvieron. Con los azules ojos echando chispas, se soltó bruscamente de su mano-. ¿Qué mosca te ha picado? Me llevas de un lado a otro como un trapo y…

Sus palabras de indignación se interrumpieron cuando la boca de Miles la hizo callar con un beso.

Caroline se abandonó en sus brazos, con las rodillas temblorosas, y su enfado se disipó instantáneamente mientras la invadía una oleada de calor. Deslizó las manos por el amplio pecho y los hombros de Miles y enredó los dedos en su pelo. No sabía por qué él la estaba besando, pero mientras lo hiciera no le importaba la razón.

– Caroline -susurró Miles en un tono quejumbroso varios minutos más tarde-. Mírame.

Aferrándose a sus hombros para no caerse, ella abrió los ojos con esfuerzo y lo miró, embobada.

– ¿Por qué me has besado? -preguntó luego con la voz trémula.

– Porque me apetecía.

Ella achicó los ojos con repentina suspicacia.

– Te estás comportando de un modo muy extraño. ¿Qué le ha ocurrido a Charles? Has mencionado algo sobre un choque…

– Sí, se ha producido un choque de lo más desafortunado entre su cara y mi puño.

– ¿Le has pegado un puñetazo a Charles?

Él asintió con la cabeza.

– ¿Qué demonios te impulsó a hacer una cosa así? -preguntó ella, estupefacta.

– El hijo de perra ha salido bien librado -contestó Miles en un tono amenazador-. Tendría que haberlo retado a duelo.