– ¿Retado a duelo? Pero ¿qué es lo que ha hecho?
– Ha mentido como un bellaco. Ha negado rotundamente haberte besado. En suma, te ha llamado mentirosa. Y, por si fuera poco, ha tenido la desfachatez de interrumpirme mientras yo defendía tu honor y me ha dicho que no era asunto de mi incumbencia.
Caroline tragó saliva.
– De hecho, no es de tu incumbencia.
– Y un cuerno. -Prácticamente le salía humo de las orejas-. No sólo te besó y luego mintió al respecto, sino que ha tenido la osadía de venir hoy a pedir tu mano. Sí, desde luego que habría debido retarlo a duelo. Debió pensarlo dos veces antes de intentar declararse a la dama de otro hombre.
– ¿Charles quería pedir mi mano? -preguntó ella con un hilillo de voz. Luego frunció el entrecejo-. ¿A qué te refieres con eso de que debió pensarlo dos veces antes de declararse a la dama de otro hombre? Yo no soy la dama de nadie.
– Eres mi dama. Creo que siempre lo has sido…, pero yo estaba demasiado ciego para darme cuenta. -Para gran sorpresa de Caroline, Miles hincó una rodilla en el suelo y le tomó las manos-. Cásate conmigo, Caroline.
Ella se quedó sin habla. «Dios mío, está borracho», pensó. O… estaba gastándole una broma pesada. Se soltó bruscamente y le volvió la espalda. Un sollozo escapó de sus labios.
– ¿Cómo puedes bromear sobre algo así?
Él se puso en pie y la sujetó por los hombros. Le hizo dar la vuelta y la abrazó con fuerza, hundiendo el rostro en su cabello.
– Caroline, cariño, no se trata de una broma. -Le levantó la barbilla con los dedos hasta que sus ojos llorosos lo miraron-. Le he pegado un puñetazo en la nariz a Blankenship porque se atrevió a tocarte. Imaginarte con él, o con cualquier otro hombre, me resulta imposible. Simplemente no puedo permitirlo. Te quiero para mí solo. -La contempló fijamente con una expresión solemne-. Te amo, Caroline. Quiero que seas mi esposa. Di que te casarás conmigo.
Ella estudió su rostro serio y apuesto. De no ser porque él la sostenía en sus brazos, se habría desplomado como un saco.
– Me casaré contigo -dijo en voz baja.
– Gracias a Dios.
Agachó la cabeza para besarla, pero ella echó la cabeza hacia atrás.
– Eh… Miles…
Él le besó el cuello.
– ¿Sí?
– Ahora que has pedido mi mano y yo he aceptado, no irás a desdecirte, ¿verdad?
– Nunca -aseguró él con la boca pegada a su cuello. De pronto se quedó inmóvil. Alzó la cabeza y la miró con perplejidad-. ¿Por qué lo preguntas?
Ella se mordió el labio inferior.
– Pues…
– ¿Pues qué?
Ella aspiró a fondo y luego soltó rápidamente:
– Charles Blankenship nunca me ha besado.
Miles se quedó mirándola durante un buen rato.
– ¿Nunca te ha besado?
Ella negó con la cabeza.
– No.
– ¿O sea que tú…?
– Me lo inventé. Para ponerte celoso.
Alzó la vista hacia él, aguardando su reacción. «Por favor, Dios, no hagas que me arrepienta -rezó en su fuero interno-. Le he contado la verdad. No quería que hubiese una mentira entre nosotros.»
Él arrugó el ceño.
– Pues dio resultado.
– ¿En serio? ¿Te pusiste celoso?
– Quería matar al pobre desgraciado. Ahora supongo que lo dejaré vivir…, siempre y cuando no vuelva a acercarse a ti.
– Después del puñetazo en la nariz, estoy segura de que no lo hará. -Le posó las palmas sobre el pecho-. ¿Estás enfadado?
Miles la atrajo hacia sí y le tomó la cara entre las manos.
– ¿Enfadado? En absoluto. Has aceptado mi proposición. Y ahora, si dejas de parlotear durante un rato, podré besarte y seré un hombre muy feliz.
– No diré una palabra más.
– Excelente. Pero antes de que dejes de hablar, podrías decirme que me quieres.
– Te quiero -musitó Caroline, poniéndose de puntillas y apretándose contra él.
Miles emitió un quejido.
– Espero que no me inflijas un noviazgo demasiado largo.
Exhalando un suspiro de satisfacción, Caroline le echó los brazos al cuello.
– En absoluto. Por si no lo habías notado, mi familia es aficionada a las bodas precipitadas.
29
Elizabeth contempló a la niña. Intentó respirar, pero era como si la habitación se hubiese quedado sin aire. Su mente registró de inmediato el cabello negro, los ojos grises y la edad de la criatura, y entonces la reconoció.
Era la niña que aparecía en su visión.
Lo comprendió todo tan de repente que se sintió mareada. Claudine era la madre de la niña, lo que significaba que William…, William era el padre, y no Austin.
La criatura en peligro era esa niña, Josette. No la hija de Elizabeth. Y ella la había salvado. «Las palabras que Austin pronunciaba en mi visión, su abatimiento… -pensó-. Todo se debía a que creía que me había perdido a mí.»
William y Claudine le sonrieron, y, tirando suavemente de la mano de la niña, se acercaron a Elizabeth.
– Nos alegramos mucho de que hayas despertado -dijo William-. Tenemos tantas cosas de que hablar y, lo que es más importante, queremos agradecerte que hayas salvado la vida a nuestra hija Josette.
Aturdida, Elizabeth tendió la mano. Josette la estrechó tímidamente con sus deditos. Al instante, Elizabeth se sintió llena de dicha. Esa criatura no irradiaba más que alegría. Nada de peligro ni de muerte. La amenaza había pasado. El alivio que la invadió la dejó muy débil.
Austin se arrodilló junto a la cama.
– ¿Estás bien, Elizabeth? Estás muy pálida.
Ella apartó la vista de la pequeña y lo miró a él. Con gran esfuerzo, logró hacer una inspiración entrecortada y se humedeció los labios resecos. Extendió los brazos y lo tomó de las manos.
– Austin, Josette es… es la niña de mi visión.
Durante unos instantes él se limitó a mirarla.
– ¿O sea que la niña que viste morir…? -preguntó por fin en voz baja.
– Era Josette. Pero no ha muerto. La salvamos. Y era la hija de William, no la nuestra -dijo con los ojos llorosos-, no la nuestra.
– ¿No era nuestra hija? -repitió él con expresión confundida. Pero entonces frunció el entrecejo y bajó más aún el tono-. ¿Quieres decir que Josette corre peligro?
– No. El peligro ha pasado. Josette está bien.
– Ella está bien, pero ¿corre peligro nuestro hijo?
– En absoluto.
Austin cerró los párpados un momento y luego se acercó las manos de Elizabeth a los labios.
– Dios mío. -Tragó saliva de manera audible-. ¿Significa eso lo que creo que significa?
– Significa que somos libres. Libres para amarnos y concebir hijos sin que esa amenaza horrible penda sobre nuestras cabezas.
– Elizabeth…
Se inclinó hacia delante y la besó con ávida ternura.
Ella le apretó la mano, y un torrente de imágenes acudió a su mente. Intentó ahuyentarlas, temerosa de ver algo malo, algo que estropease ese momento. Pero el cuadro que cobró forma en su mente la dejó sin aliento.
Con claridad cristalina se vio a sí misma y a Austin juntos en un prado cubierto de flores silvestres, declarándose su amor mutuo con la mirada. Él le tendía la mano. «Te quiero, Elizabeth.»
La imagen se difuminó, dejando tras de sí una estela de bienestar que maravilló a Elizabeth.
Austin se inclinó hacia delante en la silla y estudió su rostro.
– ¿Qué has visto?
– A ti y a mÍ… Era una visión de amor. Y de felicidad.
– Felicidad.
– Sí. -Una sonrisa jubilosa le brotó del corazón-. Es una palabra que usamos en América para referimos a la dicha celestial.
Él, se llevó las manos de ella a los labios.
– También es una palabra que usamos en Inglaterra para decir «tú y yo amándonos para el resto de nuestra vida».
Ella lo miró a los ojos y supo de inmediato que tenía razón.