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– ¿Qué es cuestión de tiempo?

– Mujer, pues que algún joven se fije en ti…

Elizabeth se abstuvo de señalar que hasta el momento prácticamente todos los que se habían fijado en ella le habían encontrado alguna falta.

– He preparado un tentempié -dijo, levantando la bolsa en alto-, así que te veré después del desayuno.

Su tía frunció el entrecejo.

– Tal vez deba pedirle a un criado que te acompañe. -Antes de que Elizabeth pudiera protestar, su tía se apresuró a añadir-: Bueno, supongo que no será necesario. Ve, querida, y diviértete. Después de todo, nadie más está despierto. ¿Con quién podrías encontrarte a estas horas intempestivas?

Elizabeth caminaba plácidamente, disfrutando de un silencio que sólo se veía interrumpido por el susurro del viento entre las hojas y los graznidos de los cuervos. Elegía los senderos al azar, sin importarle adónde la condujesen, contenta de estar al aire libre. Un poco más adelante, el bosque se hacía menos denso hasta acabar en un extenso claro donde las abejas zumbaban en torno a fragantes madreselvas. Mariposas de colores vivos revoloteaban alrededor de flores silvestres rojas y amarillas.

Pronto llegó a la orilla de un lago pintoresco. Pálidos rayos de luz trémula y dorada se colaban por entre las frondosas ramas de unos árboles que formaban un refugio umbrío acariciado por el resplandor del alba. Sacó su cuaderno de dibujo y se sentó en la mullida hierba, con la espalda apoyada en el tronco de un enorme roble.

Una ardilla juguetona la miraba desde una rama cercana, y Elizabeth trazó un rápido bosquejo de ella. Una familia de tímidos conejos le sirvió de modelo antes de alejarse brincando para refugiarse entre las hierbas altas. Hizo un dibujo detallado de Parche, su querido perro, con el corazón encogido al pensar en él. Había deseado desesperadamente llevárselo a Inglaterra consigo, pero era viejo y enfermizo, y ella sabía que no sobreviviría a la rigurosa travesía del océano. Lo había dejado atrás, junto con un pedazo de su corazón, a cargo de personas que lo querían casi tanto como ella.

Apartó los pensamientos melancólicos que le evocaba el recuerdo de Parche y trazó un retrato de Diantre. Sin embargo, cuando hubo terminado, se apresuró a borrar al gatito de su mente. Si pensaba en el peludo animalillo se acordaría de lo que ocurrió en el jardín… y del hombre al que había conocido allí. El hombre cuya tristeza y soledad ocultas la habían conmovido, un hombre que guardaba secretos que le corroían el alma.

Ella se había ofrecido a ayudarlo, pero luego había pasado media noche preguntándose si no se habría precipitado. El duque de Bradford obviamente no creía en su don de clarividencia.

¿Habría algún modo de convencerlo? Después de lo sucedido la noche anterior parecía que no, pero ella quería, ansiaba ayudarlo. Deseaba ahuyentar las sombras que ella había notado que empañaban su felicidad. Y Elizabeth necesitaba, por su propio bien, resarcirse del lío que había armado en Estados Unidos. Sin duda su sentimiento de culpabilidad remitiría si conseguía de alguna manera volver a unir al duque con el hermano al que creía muerto.

No, no se había precipitado al ofrecerle su ayuda. De hecho, estaba resuelta a brindársela, tanto si él la quería como si no. Todo lo que ella tenía que hacer era conseguir alguna prueba concluyente de que su hermano estaba vivo en realidad. Para eso, no obstante, debería tocarlo de nuevo.

Notó que la recorría una ola de calor. Apenas había podido dormir pensando en él, en su hermoso rostro, su mirada intensa, su cuerpo musculoso. Por unos breves instantes ella había deseado inútilmente presentar un aspecto elegante y atractivo, a fin de que un hombre como él pudiera sentir interés por ella durante más de un momento fugaz.

Y, de hecho, él se había sentido interesado, como Elizabeth descubrió cuando le tocó la mano.

Había deseado besada.

Ella había leído sus pensamientos con tanta claridad y de forma tan inesperada… Se le cortó el aliento al imaginar sus labios en contacto con los de ella, sus fuertes brazos atrayéndola hacia sí, apretándola contra su cuerpo. ¿Qué sentiría si un hombre semejante la besara? ¿Si la tocara y la estrechase en sus brazos? Sería… como estar en el cielo.

Se le escapó un suspiro, el tipo de suspiro femenino que nunca se habría creído capaz de exhalar. Se removió para colocarse en una postura más cómoda y se dejó llevar por su fantasía. Con los ojos cerrados, se imaginó cómo sería la sensación de besarlo.

Austin avistó una falda amarilla agitada por la brisa y tiró de las riendas de Myst para frenarlo. Maldita sea, ¿es que nunca lo dejarían estar a solas?

Habría dado media vuelta, pero había estado galopando sobre Myst durante una hora y el caballo necesitaba descansar y beber agua.

Resignado a entablar una conversación superficial y breve con una de las invitadas de su madre, se acercó al lago. Rodeó el grueso roble y se paró en seco.

Era ella. La mujer que había perturbado su sueño e invadido su mente desde que despertó. La mujer sobre la que necesitaba informarse. Estaba sentada bajo el umbroso árbol con los ojos cerrados y una media sonrisa en los labios.

Desmontó y se acercó silenciosamente, sin apartar la vista de ella. Unos rizos de color castaño rojizo, despeinados por el viento, le enmarcaban el rostro. La observó sin prisas, admirando su piel de porcelana, sus largas pestañas y sus labios extraordinarios y tentadores.

Su mirada descendió atraída por su esbelto cuello y la nívea piel que asomaba de su recatado corpiño. Sus piernas parecían increíblemente largas bajo el vestido de muselina.

Otro rizo, movido por el viento, se soltó de su moño desarreglado y le rozó la boca. Sus labios se contrajeron varias veces y sus ojos se entreabrieron mientras se apartaba el molesto mechón de la cara.

Austin supo exactamente en qué momento ella vio las botas de montar negras que tenía delante. Se puso tensa y parpadeó. Luego alzó la vista y reprimió un grito de sorpresa.

– ¡Excelencia!

Se levantó de un salto y ejecutó una reverencia que muchos habrían considerado poco elegante, pero que a Austin le pareció encantadora.

– Buenos días, señorita Matthews. Por lo visto tenía usted razón cuando predijo que no me costaría demasiado encontrarla. Me tropiezo con usted por todas partes.

Las mejillas de Elizabeth enrojecieron. Cuán desconcertante resultaba fantasear con que un hombre la besaba y abrir los ojos para descubrir que ese mismo hombre estaba ahí delante, mirándola. Un hombre de lo más atractivo, por cierto.

La luz matinal que se filtraba por entre las hojas hacía brillar su cabello negro como el azabache. Un solitario mechón, agitado por el viento, le caía sobre la frente, confiriéndole un atractivo casi juvenil que contrastaba de manera chocante con la imponente intensidad de sus ojos grises. Su figura alta y robusta, de porte aristocrático, destilaba fuerza masculina.

Una camisa blanca y lisa le cubría el ancho torso. Al llevar desabrochados los botones superiores, la firme y bronceada columna de su cuello se elevaba desde la abertura en la fina batista. Los latidos del corazón de Elizabeth se aceleraron cuando atisbó el vello negro que asomaba por ese fascinante resquicio, si bien la camisa le impedía ver más.

El amplio pecho de Austin se estrechaba hacia las esbeltas caderas formando una V perfecta, y sus largas y musculosas piernas estaban enfundadas en pantalones de montar de color beige que desaparecían en el interior de sus lustrosas botas negras. Ella supuso que las calles de Londres debían de estar repletas de damiselas con el corazón roto por su causa. Desde luego, él sería un modelo maravilloso para un dibujo.

– ¿Y bien? ¿He pasado la inspección? -preguntó Austin, divertido.

– ¿La inspección?