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– Sí. -Esbozó una sonrisa-. Es una palabra inglesa que significa «examinar a fondo».

Aunque saltaba a la vista que estaba tomándole el pelo, Elizabeth se sintió abochornada. Cielo santo, había estado contemplándolo como una muerta de hambre ante un banquete. Pero al menos él ya no parecía disgustado con ella.

– Perdonadme, excelencia. Es sólo que me ha sorprendido veros aquí. -Achicó los ojos al fijarse en una marca de su mejilla-. ¿Os habéis hecho daño?

Él se tocó la marca con cuidado.

– Un arañazo de una rama. No es más que un rasguño.

Un suave relincho llamó la atención de Elizabeth, que se volvió para observar el magnífico corcel negro que abrevaba en el lago.

– ¿Estáis disfrutando con vuestro paseo a caballo? -preguntó.

– Sí, mucho. -Él se dio la vuelta-. ¿Dónde está su montura?

– He venido a pie. Es una mañana estupen…

Una imagen le vino a la mente e interrumpió sus palabras.

Era la imagen de un caballo encabritado, un caballo negro muy parecido al que bebía junto al lago.

– ¿Se encuentra bien, señorita Matthews?

La imagen se desvaneció y ella desechó aquella vaga impresión.

– Sí, estoy bien. De hecho, estoy…

– Como un roble.

– Bueno, sí, lo estoy -contestó ella con una sonrisa-, pero lo que iba a decir es que estoy hambrienta. ¿Os gustaría compartir conmigo mi almuerzo? He traído más que suficiente.

Se arrodilló y empezó a sacar comida de su bolsa.

– ¿Se ha traído el desayuno?

– Bueno, no exactamente. Sólo unas zanahorias crudas, manzanas, pan y queso.

Austin la observaba, intrigado. Nunca lo habían invitado a un picnic tan informal. Era una oportunidad ideal para pasar algo de tiempo con ella. ¿Qué mejor manera de sonsacarle sus secretos y averiguar lo que sabía de William y de la carta de chantaje? Se acomodó en el suelo a su lado, y aceptó una rebanada de pan y un trozo de queso.

– ¿Quién os ha preparado la bolsa?

– Yo misma. Ayer por la mañana, antes de salir de Londres, ayudé a la cocinera de tía Joanna, que había tenido un percance. En señal de gratitud, me invitó a servirme lo que quisiera.

Le sacó brillo a una manzana frotándola contra su falda. Austin hincó el diente en el queso, y le sorprendió que algo tan sencillo supiese tan bien. Nada de salsas elaboradas, ni del entrechocar de los cubiertos de plata, ni de sirvientes revoloteando alrededor…

– ¿Cómo fue que ayudó usted a la cocinera?

– Se había hecho una herida en el dedo que necesitaba varios puntos. Yo estaba en la cocina buscando algo de sidra cuando ocurrió el accidente. Naturalmente, le ofrecí mi ayuda.

– ¿Mandó llamar a un médico?

Ella arqueó las cejas, con un brillo de diversión en los ojos.

– Le curé la herida y se la suturé yo misma.

Austin por poco se atraganta con el queso.

– ¿Usted le suturó la herida?

– Sí. No había por qué molestar a un médico cuando yo era perfectamente capaz de ocuparme de ella. Creo haber mencionado anoche que mi padre era médico. A menudo me pedía que lo ayudara.

– ¿Y usted llegó a realizar tareas… propias de un médico?

– Pues sí. Papá era muy buen profesor. Os aseguro que la cocinera estuvo bien atendida.

Le dedicó una sonrisa y acto seguido dio un mordisco a la manzana.

La mirada de Austin se posó en los labios carnosos de ella, brillantes de jugo de manzana. Su boca tenía un aspecto húmedo y dulce. E increíblemente tentador. Él no creía en realidad que ella pudiera leerle el pensamiento, pero, en vista de su extraña perspicacia, decidió apartar su atención de aquellos labios.

– Qué mañana tan hermosa -comentó ella-. Me encantaría ser capaz de reproducir esos colores, pero no tengo talento para las acuarelas. Sólo se me da bien el carboncillo, y me temo que viene en un único color.

Austin señalo con un movimiento de la cabeza el cuaderno de dibujo que estaba junto a ella.

– ¿Me permite?

– Por supuesto -respondió ella, alargándole el cuaderno.

Austin examinó cada uno de los esbozos y comprobó enseguida que ella tenía mucho talento. Sus trazos vigorosos componían imágenes tan vívidas, tan llamativas, que parecían salirse del papel.

– ¿Habéis reconocido a Diantre? -preguntó ella, mirando por encima de su hombro.

El suave aroma a lilas lo envolvió de repente.

– Sí, es un retrato muy fiel de la bestezuela.

Levantó la vista del dibujo, y los curiosos destellos dorados en los ojos de Elizabeth captaron su atención. Eran unos ojos enormes, de color ámbar con toques dorados, como el brandy. Sus miradas se encontraron, y él quedó cautivo durante un rato largo. Una chispa le recorrió el cuerpo, acelerándole el pulso. Aunque estaba sentado en el suelo, de pronto se sintió como si hubiese corrido un kilómetro. Esta mujer producía un efecto de lo más extraño en sus sentidos. Y en su respiración.

Se aclaró la garganta.

– ¿Ha tenido la oportunidad de conocer a la familia de Diantre?

– Sólo a su madre, George.

– Entonces debe pasarse por los establos para conocer a Recórcholis, Caramba, Por Júpiter y a todos los demás.

Ella prorrumpió en carcajadas.

– Os estáis inventando esos nombres, excelencia.

– No, son auténticos. Mortlin iba bautizando a las bestias conforme nacían… y nacían… y nacían. Fue una camada de diez gatitos en total, y Mortlin les ponía nombres cada vez más… eh, floridos a medida que su madre los paría. La decencia me impide mencionar algunos de ellos. -Haciendo un gran esfuerzo, logró bajar de nuevo la vista hacia el cuaderno de dibujo-. ¿De quién es este perro?

La alegría desapareció del rostro de Elizabeth.

– Es mi perro, Parche.

La profunda melancolía con que ella miraba el bosquejo lo impulsó a preguntar:

– ¿Y dónde está Parche?

– Es demasiado viejo para hacer la travesía hasta Inglaterra, así que lo dejé en manos de personas que lo quieren. -Alargó el brazo y pasó cariñosamente el dedo sobre el dibujo-. Yo tenía cinco años cuando mis padres me lo regalaron. Parche era muy pequeñito, pero al cabo de pocos meses había crecido y ya era más grande que yo. -Apartó la mano lentamente y agregó-: Lo echo mucho de menos. Aunque es totalmente irremplazable, espero tener otro perro algún día.

– Dibuja usted muy bien, señorita Matthews -le aseguró Austin, devolviéndole el cuaderno.

– Gracias. -Ladeó la cabeza-. ¿Sabéis, excelencia? Seríais un buen modelo.

– ¿Yo?

– Sin duda alguna. Vuestro rostro es…

Hizo una pausa para estudiado durante un largo rato, inclinando la cabeza a un lado y al otro.

– Horrendo, ¿verdad?

– Cielo santo, no -replicó ella-. Tenéis un rostro de lo más interesante. Lleno de carácter. ¿Os importaría que os dibujara?

– En absoluto.

¿«Interesante»? ¿«Lleno de carácter»? No sabía muy bien si eso era bueno o malo, pero de una cosa estaba seguro: ésos no eran los piropos que le lanzaban habitualmente las mujeres de buen tono. Parecía que, al menos en lo tocante a los hombres, la señorita. Matthews actuaba sin malicia ni intenciones ocultas. «Es difícil de creer -pensó-. Y sumamente improbable. Pero pronto descubriré a qué está jugando.»

– ¿Os parece bien posar sentado debajo del árbol? -preguntó ella, escudriñando la zona circundante-. Apoyad la espalda en el tronco y poneos cómodo.

Juntó sus enseres, y Austin, sintiéndose un poco tonto, hizo lo que le pedía.

– ¿Así está bien? -preguntó cuando encontró un sitio cómodo.

– Parecéis un poco tenso, excelencia -observó ella, arrodillándose enfrente de él-. Procurad relajaros. Esto no os dolerá, os lo prometo.

Austin cambió de posición e inspiró a fondo.