- Y la libélula -murmura-. No te olvides de la libélula.
Durante cinco minutos Mark dibuja, borra y vuelve a dibujar, a medida que yo le transmito los comentarios de Sadie. Poco a poco, el collar cobra vida sobre el papel.
- Eso es -suspira Sadie al fin. Los ojos le brillan-. Ése es mi collar.
- Perfecto -le digo a Mark-. Lo has conseguido.
Lo observamos en silencio.
- Es bonito -dice él al fin, asintiendo con la cabeza-. Poco corriente. Me recuerda algo. -Mira otra vez el dibujo con el entrecejo fruncido y sacude la cabeza-. No. Se me ha ido. -Consulta su reloj-. Tengo que largarme pitando…
- Está bien. Muchas gracias.
Una vez a solas, cojo el dibujo del collar. Es muy bonito, he de reconocerlo. Largas hileras de cuentas de cristal, diamantes de imitación centelleantes y un enorme colgante en forma de libélula con más diamantes incrustados.
- Así que esto es lo que buscamos.
- ¡Sí! -Sadie me mira con entusiasmo-. Exacto. ¿Por dónde empezamos?
- ¿Estás de broma? -Cojo mi chaqueta y me pongo en pie-. ¡Ahora no pienso buscar nada! Me voy a casa a tomarme una buena copa de vino. Y luego un curry de pollo con chapati. Comida moderna -le explico al ver su perplejidad-. Y después me meteré en la cama.
- ¿Y yo qué hago? -dice desanimada.
- ¡A mí qué me cuentas!
Salgo al vestíbulo. Fuera, un taxi está dejando a una pareja de ancianos. Me apresuro a cruzar la puerta.
- ¡Taxi! ¿Puede llevarme a Kilburn?
Mientras el coche arranca, despliego la hoja en mi regazo y contemplo el collar una vez más, tratando de imaginármelo en la vida real. Sadie ha dicho que las cuentas son de un cristal iridiscente amarillo pálido. Los diamantes de imitación parecen centellear incluso en el dibujo. Debe de ser un collar asombroso. Y de bastante valor. Por un instante, siento un atisbo de excitación ante la idea de encontrarlo.
Pero la cordura se impone. Probablemente ni siquiera existe ya. Y si existe, las posibilidades de encontrar el collar de una difunta anciana que debió de perderlo o romperlo hace muchos años son aproximadamente de… una entre un millón. No: entre mil millones.
Doblo la hoja, la guardo en el bolso y me arrellano en el asiento. No sé dónde está Sadie ni me importa. Cierro los ojos sin hacer caso de la vibración incesante de mi móvil y me entrego a una ligera somnolencia. Menudo día.
Capítulo 4
Al día siguiente, lo único que me queda de mi alucinante experiencia es el dibujo del collar. Sadie ha desaparecido y todo se asemeja a un sueño. A las ocho y media me encuentro ante mi escritorio, tomando un café y ojeando el dibujo. ¿Qué me pasó ayer? Seguramente se me fundieron los plomos a causa de la tensión. El collar, Sadie, sus gritos de alma en pena… sin duda creaciones de mi propia imaginación.
Me parece que empiezo a comprender a mis padres por primera vez. Yo también estoy preocupada por mí.
- ¡Hola! -Suena un brusco estrépito cuando Kate, nuestra secretaria, abre la puerta y derriba una pila de archivos que he dejado en el suelo mientras sacaba la leche de la nevera.
No tenemos una oficina muy espaciosa, que digamos.
- Bueno, ¿qué tal el funeral?
Cuelga su abrigo, inclinándose sobre la fotocopiadora para llegar al perchero. Por suerte, es bastante atlética.
- No muy bien. De hecho, acabé en comisaría. Perdí un poco la chaveta.
- ¡Dios mío! -se horroriza-. ¿Te encuentras bien?
- Sí. Bueno, eso creo… -Tengo que controlarme. Doblo rápidamente el dibujo, lo meto en el bolso y cierro la cremallera.
- Ya suponía que había pasado algo. -Hace una pausa mientras recoge su pelo rubio con una goma-. Tu padre llamó por la tarde y me preguntó si has estado muy estresada últimamente.
La miro alarmada.
- ¿No le habrás dicho que Natalie se ha largado?
- ¡No! ¡Claro que no! -La tengo bien adoctrinada sobre lo que puede contarles a mis padres, o sea: nada.
- En fin -replico en tono enérgico-, no importa. Ahora estoy bien. ¿Hay algún mensaje?
- Sí. -Kate toma su bloc con el estilo eficiente que la caracteriza-. Shireen no paró de llamar en todo el día. Te llamará hoy.
- ¡Genial!
Shireen es uno de los pocos tantos a nuestro favor en L amp;N Selección de Ejecutivos. La colocamos hace poco como directora de operaciones en Macrosant, una empresa de software. Empieza la semana que viene. Seguramente llama para darnos las gracias.
- ¿Algo más? -le pregunto, y en ese momento suena el teléfono. Kate echa un vistazo al identificador de llamada y abre unos ojos como platos.
- Ah, sí -añade deprisa-. Llamó Jane, de Leonidas Sports, para que la pongas al día. Me dijo que volvería a llamar hoy a las nueve. Debe de ser ella. -Observa mi expresión de pánico-. ¿Quieres que conteste?
No; quiero esconderme debajo de la mesa.
- Eh… sí, será lo mejor.
El estómago se me encoge de los nervios. Leonidas Sports es nuestro principal cliente. Es una cadena de material deportivo con tiendas por todo el país, y les hemos prometido encontrarles un director de marketing. Rectifico: Natalie prometió encontrarles un director de marketing.
- Le paso ahora mismo la llamada -dice Kate con su tono más melifluo, y en el acto suena el aparato de mi escritorio.
Le hago una mueca a Kate y descuelgo.
- ¡Janet! -exclamo fingiendo aplomo-. Me alegro de oírte. Estaba a punto de llamarte.
- Hola, Lara -dice con su voz ronca-. Llamaba para ver si hay noticias. Confiaba en hablar con Natalie.
Nunca me he encontrado cara a cara con Janet Grady, pero me la imagino de metro noventa y con bigote. La primera vez que hablamos me dijo que los miembros del equipo de Leonidas Sports eran «tipos expeditivos», «jugadores curtidos» que manejaban el mercado con «mano de hierro». Sonaba terrorífico.
- Ah, ya. -Retuerzo el cable del teléfono-. Bueno, por desgracia Natalie aún… sigue pachucha.
Ése es el cuento que he hecho circular desde que decidió no volver de Goa. Por suerte, si dices «Ha estado en la India», todo el mundo se pone a recordar su propia historia de una espantosa-enfermedad-sufrida-durante-un-viaje y ya no te hacen más preguntas.
- Pero estamos haciendo progresos -continúo-. Algo espectacular. Hay una lista preliminar y tengo encima de mi mesa la ficha de algunos candidatos muy sólidos. Pronto contarás con una selección definitiva de primera categoría, te lo aseguro. Todos tipos expeditivos.
- ¿Puedes adelantarme algún nombre?
- Ahora mismo no -respondo con un sobresalto-. Pero te informaré en un plazo muy breve. Vas a quedarte impresionada.
- Muy bien, Lara. -Janet es de esas mujeres que no malgastan el tiempo en charlas intrascendentes-. Me basta con saber que estás en ello. Recuerdos a Natalie. Adiós.
Cuelgo y miro a Kate. El corazón me va a cien.
- Dime, ¿qué candidatos tenemos para Leonidas Sports?
- Hummm… El tipo con un vacío de tres años en su currículo. Y ese bicho raro con caspa. Ah, y la cleptómana.
Espero a que prosiga, pero se encoge de hombros, como disculpándose.
- ¿Nadie más?
- Paul Richards se retiró ayer. Le han ofrecido un puesto en una compañía americana. Aquí está la lista.
Me entrega una hoja y repaso los tres nombres, desesperada. Son verdaderas nulidades. No podemos enviar esta lista.
Dios mío, no imaginaba que el trabajo de cazatalentos fuera tan duro. Antes de abrir la empresa, Natalie siempre lograba que me pareciera apasionante. Hablaba de la emoción del rastreo, de «estrategias de contratación», «desarrollo profesional» y «palmaditas en la espalda». Solíamos quedar de vez en cuando para tomar una copa y me contaba unas historias tan increíbles de su trabajo que me daba envidia. Redactar textos publicitarios en la página web de un fabricante de coches me parecía aburridísimo en comparación. Además, corrían rumores de que iban a hacer drásticos recortes de plantilla. Así que, cuando me propuso crear una empresa juntas, me lancé sin dudarlo.