No sé ni lo que digo. Es sólo para distraer la espera. Miro otra vez el reloj. Nueve y dos. Vienen con retraso. Me siento absurdamente agradecida, como si nos hubiesen concedido un indulto.
- Es bastante bueno a la hora de darse un meneo, ¿no? -me suelta tan campante-. Ed, quiero decir. Bueno, la verdad es que tú tampoco eres tan mala.
¿Darse un meneo?
¿No querrá decir.. . ?
¡No, por favor!
- ¡Lo sabía! ¡Nos has espiado!
- ¡Qué dices! -Procura fingir, pero acaba estallando en carcajadas-. ¡Fui muy discreta! Ni siquiera percibiste mi presencia.
- ¿Y qué viste? -gimo.
- Pues todo. Fue un espectáculo la mar de divertido, te lo aseguro.
- ¡Sadie, eres incorregible! -Me llevo las manos a la cara-. ¡No se espía a la gente cuando está practicando el sexo! ¡Hay leyes que lo prohíben!
- Sólo tengo una pequeña crítica que hacer -dice, sin hacerme caso-. O más bien una sugerencia. Una cosa que usábamos en mi época.
- ¡Basta ya! ¡Déjate de sugerencias!
- Tú te lo pierdes. -Se encoge de hombros y se examina las uñas, echándome miraditas de soslayo.
Por el amor de Dios. Ahora me ha picado la curiosidad. Quiero saber de qué se trata.
- Vale -digo-. Cuéntame esa genialidad sexual de los veinte. Espero que no incluya ningún pegamento indeleble.
- Bueno.. . -empieza, acercándose más.
Entonces miro por encima de su hombro y me quedo rígida. Un anciano enfundado en un grueso abrigo está abriendo la funeraria.
- ¿Qué pasa? -Sadie sigue mi mirada-. Ah.. .
- Sí. -Trago saliva.
El hombre acaba de verme. Supongo que no podía pasarle inadvertida, sentada justo delante y, encima, mirándolo fijamente.
- ¿Se encuentra bien?
- Eh.. . hola. -Me pongo de pie haciendo un esfuerzo-. He venido para.. . bueno, para una visita.. . para presentar mis respetos. A mi tía abuela. Sadie Lancaster. Creo que usted.. . que es aquí.. .
- Ajá. -Asiente con aire sombrío-. Sí.
- ¿Podría.. . sería posible.. . verla?
- Ajá. -Vuelve a asentir-. Deme un minuto para abrir y poner un poco de orden y enseguida estoy con usted, señorita.. .
- Lington.
- Lington, ya. -Ha reconocido el apellido-. Claro, claro. Si quiere pasar y esperar en la salita.. .
- Voy enseguida. -Esbozo una especie de sonrisa-. Antes he de hacer una llamada.
El hombre desaparece en el interior. Quiero prolongar este instante. No quiero que sigamos adelante. Si me hago la distraída, tal vez no llegue a suceder.
- ¿Tienes el collar? -pregunta Sadie a mi lado.
- Aquí está. -Lo saco del bolso.
- Estupendo. -Sonríe, aunque está tensa. Es evidente que ya no piensa en las técnicas sexuales de los años veinte.
- Bueno, ¿lista? -Procuro hablar con desenfado-. Estos sitios suelen ser bastante deprimentes.. .
- Yo no pienso entrar -dice con calma-. Te espero aquí sentada. Será lo mejor.
- Bien -asiento-. Buena idea. O sea, que no quieres.. .
Se me apaga la voz. No soy capaz de continuar, pero tampoco de decir lo que pienso de verdad. La idea que me ronda la cabeza como una melodía siniestra y cada vez más atronadora.
¿No vamos a decirlo ninguna de las dos?
- Bueno. -Trago saliva.
- Bueno qué. -Su voz suena brillante y nítida como un trocito de diamante. Y deduzco que también ella lo está pensando.
- ¿Qué crees que ocurrirá cuando.. . cuando.. . ?
- ¿Quieres saber si finalmente te librarás de mí? -me ayuda Sadie, con más ligereza que nunca.
- ¡No! Quería decir.. .
- Ya. Tienes prisa por deshacerte de mí. Estás harta de verme. -Le tiembla la barbilla, pero me lanza una sonrisa-. Pues no creas que lo conseguirás tan fácilmente.
Me mira a los ojos y leo el mensaje con claridad. «No pierdas los papeles. Nada de lamentos. La cabeza bien alta.»
- Así que estoy condenada a aguantarte. -Me las arreglo para adoptar un tono burlón-. Fantástico.
- Me temo que sí.
- Lo que me faltaba. -Pongo los ojos en blanco-. Un fantasma mandón acosándome toda la eternidad.
- Un ángel de la guarda mandón -me corrige.
- ¿Señorita Lington? -El viejo se asoma por la puerta-. Cuando quiera.
- Gracias. Sólo un segundo.
Cuando se cierra la puerta, me ajusto la chaqueta varias veces, aunque no haga falta, para ganar tiempo.
- Entonces dejo el collar allí y nos vemos en un par de minutos, ¿de acuerdo? -digo en tono práctico.
- Te espero aquí. -Sadie da unas palmaditas al banco.
- Y luego nos vamos a ver una película. O algo así.
- De acuerdo.
Doy un paso.. . y me detengo. Sé que estamos fingiendo y no quiero dejarlo así. Me giro en redondo, decidida a no perder los papeles, a no decepcionarla.
- Pero.. . por si acaso. Por si no.. . -No me atrevo a decirlo, ni siquiera a pensarlo-. Sadie, ha sido.. .
No puedo decirlo. No hay palabras suficientes. Nada que pueda describir lo que ha representado para mí conocerla.
- Ya lo sé -murmura, con los ojos centelleantes como dos estrellas oscuras-. También para mí. Venga, muévete.
Cuando alcanzo la puerta, miro atrás por última vez. Está sentada muy erguida, en una postura impecable. Su cuello largo y pálido, el vestido ciñendo su figura esbelta. Mira directamente al frente, con los pies juntos y las manos enlazadas sobre las rodillas, como esperando.
No puedo imaginar lo que debe de estar pasando por su cabeza.
Advierte que estoy mirándola, alza la barbilla y me dirige una sonrisa encantadora y desafiante.
- ¡Al ataque! -me anima.
- ¡Al ataque! -respondo. Le lanzo un beso impulsivamente, me vuelvo y abro la puerta con súbita determinación. Ha llegado la hora.
El encargado de la funeraria me ha preparado una taza de té y un platito con un par de mantecados. Es un hombre de barbilla huidiza que ante cualquier comentario reacciona con un «Ajá» musitado y sombrío, antes de formular la respuesta. Algo que resulta irritante.
Me conduce por un pasillo de tono pastel y se detiene ante una puerta con el rótulo «Suite de los Lirios».
- La dejo sola unos momentos. -Abre la puerta con un diestro giro de muñeca y la entorna antes de añadir-: ¿Es cierto que ella había sido la chica de ese cuadro tan famoso? ¿El que ha salido últimamente en los periódicos?
- Así es.
- Ajá. -Baja la cabeza-. Qué extraordinario. Cuesta creerlo. Una dama tan anciana.. . Ciento cinco, ¿no? Una edad muy avanzada.
Sé que trata de mostrarse amable, pero sus palabras me hieren en lo más vivo.
- Yo no pienso en ella de esa manera -replico-. No la imagino anciana.
- Ajá. -Se apresura a asentir-. Naturalmente.
- En fin. Quiero dejar una cosa.. . en el ataúd. No hay inconveniente, ¿verdad? ¿Ningún riesgo?
- Ajá. Ningún riesgo, descuide.
- Y no debe saberlo nadie -le advierto-. No quiero que entre ninguna persona después de mí. Si alguien se lo pidiese, avíseme primero. ¿De acuerdo?
- Ajá -dice, cabizbajo y respetuoso-. Desde luego.
- Gracias. Voy a.. . entrar.
Entro, cierro la puerta y permanezco inmóvil unos segundos. Ahora que estoy aquí me flaquean un poco las piernas. Trago saliva, tratando de dominarme para no dejarme impresionar. Tras un minuto, hago un esfuerzo y doy un paso hacia el enorme ataúd. Y luego otro.
Ésta es Sadie. La Sadie real. Mi tía abuela de ciento cinco años. Que vivió y murió sin que yo llegara a conocerla. Al inclinarme sobre el féretro con respiración agitada, veo un mechón de pelo blanco y distingo una porción de piel vieja y reseca.
- Aquí lo tienes, Sadie -murmuro.
Suavemente, con infinito cuidado, le deslizo el collar alrededor del cuello. Ya está.
Por fin. Ya está.
Se la ve tan diminuta y encogida. Tan vulnerable. Pienso en todas las veces que he querido tocar a Sadie, en todas las veces que he intentado apretarle la mano o darle un abrazo.. . y aquí la tengo ahora. En carne y hueso. Con cautela, le acaricio el pelo y le arreglo el vestido, deseando que llegue a sentir mi contacto. Este cuerpo anciano y frágil a punto de desmoronarse fue la morada de Sadie durante más de un siglo. Era ella.