Procuro respirar con calma y que mis pensamientos sean serenos y apropiados. Quizá debiera decir unas palabras. Quiero hacer las cosas bien, pero al mismo tiempo siento un impulso urgente y cada vez más intenso. Mi corazón, la verdad sea dicha, no está aquí.
He de irme.
Con piernas temblorosas, alcanzo la puerta y me precipito fuera, para sorpresa del encargado, que esperaba paseándose por el pasillo.
- ¿Va todo bien? -pregunta.
- Todo bien. -Trago saliva-. Perfecto, muchas gracias. Seguiremos en contacto. Ahora debo irme.. .
Noto una opresión tan fuerte en el pecho que apenas puedo respirar. Me bullen extrañas ideas en la cabeza. He de salir de aquí. Cruzo el pasillo y el vestíbulo casi corriendo. Salgo a la calle.. . y me detengo en seco, jadeante, sosteniendo aún la puerta.
El banco está vacío.
Y entonces lo sé.
Claro que lo sé.
No obstante, las piernas me llevan a todo correr a la acera de enfrente. Busco, desesperada, por todos lados. Grito «¿Sadie? ¡Sadie!» hasta quedarme ronca. Me seco las lágrimas, esquivo las amables preguntas de varios desconocidos y vuelvo a mirar a derecha e izquierda, sin darme por vencida. Luego me siento en el banco y lo aferró con ambas manos. Por si acaso. Y espero.
Finalmente, al anochecer, cuando empiezo a tiritar, lo asumo en el fondo de mí misma, que es donde importa.
No volverá. Ha seguido adelante.
Capítulo 27
- ¡Damas y caballeros!
Mi voz resuena con tal fuerza que me detengo para aclararme la garganta. Nunca he hablado por unos altavoces tan potentes y, aunque antes he hecho una prueba de sonido («¿Sí? ¿Sí? Bienvenidos a Wembley. Uno, dos; uno, dos»), todavía estoy un poco impresionada.
- Damas y caballeros -repito-, muchas gracias por estar aquí, en esta hora de tristeza y celebración.. . -escudriño los rostros que me observan expectantes: filas y filas enteras que llenan los bancos de la iglesia de Saint Botolph- en esta hora de aprecio y admiración por una mujer extraordinaria que nos ha impresionado a todos.
Me vuelvo para mirar la enorme reproducción del cuadro de Sadie que domina la iglesia. Alrededor y por debajo de ella han dispuesto los arreglos florales más preciosos que he visto en mi vida, con lirios y orquídeas y hiedra colgante, y hasta con una reproducción del collar de la libélula, hecha con rosas de un amarillo pálido en un lecho de musgo.
Esa maravilla es obra de Hawkes and Cox, uno de los mejores floristas de Londres. Contactaron conmigo al enterarse de que iba a celebrarse un oficio conmemorativo y se ofrecieron a hacerlo gratis, porque son admiradores de Sadie y querían homenajearla. (O para ser más cínicos, porque sabían que ese gesto les daría un montón de publicidad.)
En un principio no pretendía que esto se convirtiera en un acto tan concurrido, la verdad. Sólo me había propuesto organizar un oficio en memoria de Sadie. Pero cuando se enteró Malcolm, el director de la London Portrait Gallery, me pidió permiso para anunciarlo en su página web, por si había amantes de la pintura que quisieran presentar sus respetos a la mujer que ha acabado convertida en un icono tan famoso. Para asombro de todos, recibieron una infinidad de peticiones. Al final, tuvieron que hacer un sorteo. Incluso apareció en las noticias de London Tonight. Y aquí están ahora, abarrotando la iglesia, personas que han querido honrar la memoria de Sadie. Cuando llegué y vi toda esta multitud me quedé sin aliento.
- También quiero decir que vuestras vestimentas son maravillosas. Bravo. -Repaso con una sonrisa los abrigos de época, las bufandas con cuentas de cristal e incluso las polainas que lucen algunos-. Creo que Sadie se habría sentido muy satisfecha.
La indumentaria recomendada, en efecto, era «moda años veinte», y todo el mundo ha hecho más o menos el intento. Me importa un bledo que no se acostumbre recomendar indumentaria en los oficios de este tipo, como no ha cesado de repetirme el párroco. A Sadie le habría encantado, y eso es lo que cuenta.
Las enfermeras de la residencia Fairside han hecho un esfuerzo espectacular, tanto consigo mismas como con todos los residentes que han traído. Llevan unos modelitos fabulosos, con tocados y collares cada una de ellas. Capto la mirada de Ginny y ella me dedica una sonrisa radiante y me hace un gesto de ánimo con su abanico.
Ginny y un par de enfermeras más de la residencia asistieron hace unas semanas al funeral privado y la incineración de Sadie. Sólo permití que asistieran las personas que la habían conocido. Conocido de verdad. Fue un acto de recogimiento muy sentido; después me las llevé a almorzar, y lloramos y bebimos vino, y contamos anécdotas de Sadie y reímos, y al final les hice una donación importante para la residencia y todas rompieron a llorar otra vez.
Mis padres no estaban invitados. Creo que más o menos lo comprendieron.
Los veo sentados en primera fila. Mamá lleva un desastroso vestido lila de cintura baja con una cinta en el pelo que recuerda más el rollo Abba, años setenta, que la moda de los veinte. Papá va con un conjunto que no tiene nada de época; un traje normal y corriente, con una sola hilera de botones y un pañuelo moteado de seda asomando por el bolsillo. Pero, en fin, lo perdono porque me mira desde ahí abajo con un calor, un orgullo y un afecto impresionantes.
- Aquellos de ustedes que sólo conocen a Sadie como la modelo de un retrato podrán preguntarse quién era la persona que había detrás del cuadro. Bueno, debo decirles que era una mujer asombrosa. Era aguda, divertida, valiente y extravagante. Y afrontaba la vida como la mayor aventura. Como saben, ella fue la musa de uno de los pintores más famosos de este siglo. Lo hechizó completamente. Él nunca dejó de amarla, ni ella a él. Las circunstancias los separaron trágicamente, pero si él hubiera vivido más tiempo.. . ¿quién sabe?
Hago una pausa para tomar aliento y echo un vistazo a mamá y papá, que me miran fascinados. Anoche ensayé el discurso delante de ellos y papá no paraba de repetir con incredulidad: «¿Cómo sabes todo esto?» No tuve más remedio que aludir vagamente a «archivos» y «cartas antiguas» para que se calmara.
- Era una mujer emprendedora y abnegada. Tenía un don para lograr que sucedieran las cosas. A ella y a los demás. -Le lanzo una mirada furtiva a Ed, que está al lado de mamá y me hace un guiño. Él también se sabe de memoria el discurso-. Vivió ciento cinco años, lo que ya es todo un logro. -Examino a los asistentes, para asegurarme de que todos me escuchan-. Pero a ella le habría parecido espantoso que la hubieran considerado únicamente una «anciana de ciento cinco años». Porque, en su interior, siguió teniendo veintitrés años toda su vida. Siguió siendo una chica que vivía con un permanente chisporroteo en el estómago. Una chica que amaba el charlestón y los cócteles, que se pirraba por mover las ancas en un club o en una fuente pública, que adoraba conducir deprisa, pintarse los labios, fumar cigarrillos.. . y darle de comer al ganso.
Ruego que ninguno de los presentes sepa lo que significa esa expresión. Y, en efecto, sonríen con educación, como si hubiese dicho que le encantaba hacer arreglos florales.
- Aborrecía las labores de punto -añado-, que quede claro. Pero le encantaban Grazia y todas las revistas de moda.
Una risa recorre el templo, cosa que me alegra. Esperaba risas aquí.
- Desde luego, para nosotros, su familia -prosigo-, ella no era sólo la chica sin nombre de un cuadro. Era mi tía abuela. Era parte de nuestra herencia. -Vacilo al llegar al punto con que realmente pretendo dar en el blanco-. Es muy fácil dar por descontada a la familia y no concederle su verdadero valor. Pero tu familia es tu historia. Es parte de lo que eres. Y sin Sadie, ninguno de nosotros ocuparía la posición que hoy ocupamos.