No puedo evitar echarle una mirada gélida al tío Bill. Está al lado de papá, muy erguido, con un traje hecho a medida y un clavel en la solapa. Se lo ve mucho más demacrado que en aquella playa del sur de Francia. Ha sido un mes impresionante para él. Ha salido continuamente en las noticias y las páginas de negocios, y nunca para recibir elogios.
En principio quería prohibirle que asistiera al oficio. Su publicista estaba desesperado porque él viniera, para enderezar un poco su maltrecha imagen, pero yo no soportaba la idea de verlo fanfarronear, acaparar todo el protagonismo y hacer su numerito habitual. Sin embargo, al final reconsideré mi decisión. ¿Por qué no?, me dije, ¿por qué no dejar que venga y honre a Sadie?, ¿por qué no habría de asistir y enterarse de lo maravillosa que era su tía?
Así que le di permiso. Con mis propias condiciones, eso sí.
- Deberíamos honrarla y estarle agradecidos -añado.
Le lanzo otra mirada significativa al tío Bill. No soy la única. La gente no para de echarle ojeadas, e incluso detecto algunos codazos y cuchicheos.
- Motivo por el cual he creado en su memoria la Fundación Sadie Lancaster. Los fondos recaudados serán distribuidos por los administradores entre aquellas causas que ella sin duda habría apreciado. En especial, apoyaremos a varias organizaciones relacionadas con el baile, a instituciones benéficas de la tercera edad y a la residencia de ancianos Fairside, así como a la London Portrait Gallery, en muestra de gratitud por haber preservado su precioso retrato durante los últimos veintisiete años.
Sonrío a Malcolm Gledhill, que me devuelve una sonrisa radiante. Se quedó muy satisfecho cuando se lo dije. Se puso colorado y empezó a decirme si me gustaría convertirme en uno de los patronos, o entrar en el consejo o algo así, dado que soy una amante del arte tan entusiasta. (No quise revelarle que sólo soy una entusiasta de Sadie y que los demás cuadros me tienen sin cuidado.)
- También me gustaría anunciar que mi tío, Bill Lington, desea hacerle un homenaje a Sadie, que procederé a leer en su nombre.
Por nada del mundo le habría permitido subirse a este podio. O escribir su propio discurso. Él ni siquiera sabe lo que me dispongo a leer. Despliego una hoja y dejo que se cree un silencio expectante. Bien, allá voy:
- «Sólo gracias al cuadro de mi tía Sadie logré abrirme camino en el mundo de los negocios. Sin su belleza y su ayuda, no me encontraría en la posición privilegiada que ocupo hoy en día. Sin embargo, a lo largo de su vida no la aprecié lo suficiente. Y ahora lo lamento profundamente. -Hago una pausa efectista. La iglesia entera se ha quedado en silencio, transida de emoción. Los periodistas toman notas afanosamente-. Me complace, pues, anunciar que donaré diez millones de libras a la Fundación Sadie Lancaster. Un modesto gesto en honor de una persona muy especial.»
Se eleva un murmullo atónito. El tío Bill está transido y en la cara se le dibuja un rictus que quiere ser una sonrisa. Miro de soslayo a Ed, que me hace otro guiño y levanta los pulgares. Fue él quien me dijo «¡Que sean diez millones!» cuando yo estaba decidida a pedirle cinco y creía que me estaba pasando de la raya. Lo maravilloso del caso es que, ahora que lo han oído seiscientas personas y una legión de periodistas, no podrá echarse atrás.
- Quiero agradecerles de verdad que hayan venido. -Recorro la iglesia con la vista-. Sadie estaba ingresada en una residencia cuando se descubrió el cuadro y nunca llegó saber lo mucho que se la apreciaba y admiraba. Se habría sentido abrumada al veros a todos aquí. Se habría dado cuenta.. . -Las lágrimas asoman, incontenibles. No. No puedo perder los papeles ahora, con lo que me ha costado llegar hasta aquí. Esbozo una sonrisa e inspiro hondo-. Se habría dado cuenta de la huella que ha dejado en este mundo. Ha proporcionado alegría y satisfacción a mucha gente, y su legado permanecerá durante generaciones. Como sobrina nieta suya, me siento orgullosa. -Me giro para mirar la reproducción del cuadro un instante-. Y ya sólo resta decir.. . Por favor, alzad vuestras copas.. .
Un tintineo multiplicado resuena en la nave cuando todos lo hacen. A cada invitado se le ha servido un cóctel al llegar: un gin fizz o un Sidecar, preparados por dos barmans del Hilton. (Y me importa un pimiento que normalmente no se sirvan cócteles en los oficios funerarios.)
- ¡Al ataque! -Levanto mi copa y todos corean: «¡Al ataque!»
Se hace un silencio mientras bebemos un sorbo. Entonces, poco a poco, empiezan a reverberar murmullos y risas por toda la iglesia. Veo a mamá probando su Sidecar con expresión recelosa, y al tío Bill apurando lúgubremente su gin fizz, y a Malcolm Gledhill haciéndole señas a un camarero, con la cara arrebolada, para que vuelva a llenarle la copa.
El órgano ataca los primeros compases de Jerusalén y yo bajo los escalones del podio en dirección a mi sitio en primera fila, al lado de Ed y mis padres. Ed lleva una espectacular chaqueta de esmoquin de los años veinte -por la que pagó una fortuna en una subasta de Sotheby’s- y parece una estrella rutilante del Hollywood clásico. Cuando puse el grito en el cielo al enterarme del precio, se limitó a encogerse de hombros y decirme que sabía lo importante que era para mí todo este rollo de época.
- Buen trabajo -susurra apretándome la mano-. Ella habría estado orgullosa.
La gente empieza a cantar pero a mí me resulta imposible: tengo la garganta atenazada y no me salen las palabras. Me limito a contemplar en silencio la iglesia llena de flores, los atuendos extravagantes, la multitud que canta con brío en memoria de Sadie. Gente de lo más variopinta y de varias generaciones, personas muy distintas a las que llegó a conmover de un modo u otro. Todos aquí. Todos por ella. Sadie siempre se lo ha merecido.
Cuando termina el oficio, el organista empieza a tocar un charlestón (me importa un pito que en estos oficios no suela interpretarse música profana) y todos los congregados salen en fila lentamente, todavía con sus cócteles en la mano. La recepción se va a celebrar en la London Portrait Gallery, por cortesía del amable Malcolm Gledhill. Fuera hay unas azafatas que indican a la gente cómo llegar allí.
Pero yo no me apresuro a salir. No me veo con fuerzas para afrontar la cháchara y el alboroto. Todavía no. Permanezco sentada en el banco, aspirando la fragancia de las flores, a la espera de que se calme un poco el ambiente.
Le he hecho justicia, al menos eso creo y espero.
- Cariño. -Mamá se acerca, interrumpiendo mis pensamientos, con la cinta más torcida que nunca. Tiene las mejillas encendidas e irradia satisfacción. Se sienta a mi lado-. Ha sido maravilloso, verdaderamente maravilloso.
- Gracias. -Le sonrío.
- Me encanta cómo has puesto en evidencia a Bill. Tu fundación será muy útil, ¿sabes? ¡Y los cócteles! -añade, apurando su copa-. ¡Qué idea más brillante!
La observo, intrigada. Hoy no se ha preocupado por nada. No se ha angustiado pensando que la gente llegaría tarde, o acabaría borracha, o rompería las copas.
- Mamá.. . estás distinta -le digo-. Pareces menos estresada. ¿Qué te ha pasado?
Me pregunto de repente si habrá ido al médico. ¿Estará tomando Valium o Prozac? ¿Será una euforia química?
Ella se ajusta las mangas de su vestido lila.
- Una cosa muy rara -dice al fin-. No me atrevería a contárselo a cualquiera, Lara. Pero, bueno, hace unas semanas me pasó una cosa rarísima.
- ¿El qué?
- Fue como si oyera.. . -vacila un instante y susurra-: una voz en mi cabeza.
- ¿Una voz? -Me pongo rígida-. ¿Qué clase de voz?
- Yo no soy una persona religiosa, ya lo sabes. -Echa un vistazo alrededor y se inclina hacia mí-. Pero, de veras, ¡esa voz me persiguió todo el día! Aquí dentro. -Se da unos golpecitos en la mollera-. No me dejaba tranquila. ¡Pensé que estaba volviéndome loca!