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– ¿Monsieur? -dijo el patrón.

– Estoy buscando un chalet amueblado para alquilar durante el próximo verano -dije-. A mi mujer le gustaría que fuera aquí en Mougins. Me gustaría saber cuál es la mejor agencia a la que puedo dirigirme.

El hombre se encogió de hombros.

– Bueno, hay muchas. Depende del tipo de casa.

– La mayoría están en manos de las agencias de Cannes -añadió la mujer-. ¿Usted quiere una casita pequeña o…?

– Oh, pequeña, sí, Madame.

– ¿La agencia Mortain? -sugirió el del accidente.

El patrón meneó la cabeza.

– Para las casas pequeñas es mejor la Agencia Littoral.

Mientras yo tomaba nota, los hombres empezaron a discutir sobre otras agencias. Yo pensé que podía probar una de las remotas posibilidades de Mr. Cust.

– Madame -dije-, unos amigos nuestros que estuvieron en Mougins el año pasado alquilaron un chalet propiedad de un tal Monsieur Sanger, ¿sabe usted qué agencia alquila sus casas?

La señora meneó la cabeza.

– No, Monsieur; pero ya que está usted aquí, es fácil saberlo. Pregúnteselo al propio dueño. O mejor, a la señora Sanger. Es ella quien lleva el negocio de las casas.

– ¿Está aquí Monsieur Sanger?

– Naturalmente. Vive aquí -se volvió hacia su marido-. Albert, ¿cómo se llama la casa de Monsieur Sanger?

– Valentine.

– No, no. Se lo cambió cuando construyó la terraza -hizo restallar los dedos-. ¡Ya lo recuerdo! Ahora es la Sourisette. Lo recuerdo porque no es un nombre francés: La Sourisette.

Fue así de sencillo.

2

La Sourisette era una casa de campo arreglada, situada en los arrabales de la ciudad, en la falda de la colina que miraba hacia Grasse. El viejo camino de carro por el que se llegaba hasta ella había sido pavimentado y estaba flanqueado por dos hileras de adelfas. Desde la carretera, la casa quedaba oculta tras una cortina de enebros y turbinos. No había cancelas, pero un gran letrero, pintado por un profesional, advertía que aquello era propiedad privada y que había un perro de mal genio haciendo guardia. El sitio tenía aspecto de estar bien cuidado y de ser un lugar de elegante aislamiento.

Detuve el coche en la carretera y empecé a preguntarme cómo debía abordar a Sanger.

Si entraba, decía a lo qué iba y pedía ver a Lucía Bernardi, posiblemente sólo conseguiría una negativa rotunda. Si insistía, me dirían que me fuese. Si me negaba, o bien me echaría él mismo a patadas, o haría que lo hiciese la policía. Si llamaba a la policía, esto significaba que se hallaba muy seguro de sí mismo; y significaría también que la policía querría una explicación que yo no podría dar sin comprometer mi misión. Si no llamaba a la policía, yo tropezaría contra sus negativas, puesto que seguramente alguien le avisaría que se sospechaba de él.

El problema no resultaba más fácil por el hecho de que, para encontrar la solución, partiera del supuesto de que el presentimiento de mi jefe tenía una base firme, cuando en realidad no creía en absoluto que así fuera.

Pensé en regresar a la ciudad, informar a Sy y pedirle instrucciones. Luego recordé su nauseabunda cháchara del día anterior y cambié de opinión.

Además, yo ya había hecho algo: había descubierto dónde vivía Sanger. No deseaba que nadie me dijera lo que tenía que hacer a estas alturas.

Regresé a Mougins, busqué una fonda y cogí una habitación. Entonces conseguí el número de la Sourisette del telefonista y llamé.

Me contestó una mujer. Tenía un fuerte acento del Midi y sonaba a criada de la casa. Pregunté por Monsieur Sanger. Cuando ella me preguntó de parte de quién, murmuré algo ininteligible y colgué. Al menos, estaba en casa.

Traté de ponerme en su lugar.

Olvidándome de Lucía Bernardi de momento, me imaginé al bribón profesional que había hecho fortuna en su oficio y había invertido sus ganancias en casas. Podía haberse retirado o no del asunto de las estafas, pero, de momento al menos, vivía cómoda y respetablemente, bajo su propio nombre, en Francia y como ciudadano francés. ¿Y por qué no? Según la información de Nueva York, hasta el momento nadie le había podido demostrar nada, ni siquiera en Francia y Alemania donde había actuado. En Francia tenía razones para sentirse razonablemente seguro.

Pero tenía que haber debilidades, puntos vulnerables en la situación de un hombre así. Yo ya tenía indicios de uno.

Cuando compró las tres casuchas de Séte, dio la dirección de una de ellas como la suya propia. No había ninguna razón legal para que no pudiera hacerlo, aun cuando la casa en cuestión era inhabitable; era una dirección postal totalmente válida. Pero también era, con toda seguridad, una tapadera; como tapadera era también la dirección del banco de Marsella a donde le remitían la correspondencia. Aunque Sanger había usado su nombre real al comprar las casas (el empleo de un nombre falso le traería problemas más adelante si quería probar su calidad de propietario), había actuado, por instinto o a propósito, de tal modo que resultase un poco difícil encontrarle.

Podía sentirse razonablemente seguro, pero se mostraba cauto y valoraba la protección adicional de la oscuridad.

Creí descubrir un modo de utilizar este punto débil.

Inmediatamente después de las seis empieza a oscurecer. Llamé a París y les informé de mi número de teléfono, pero no pedí hablar con Sy. Me tomé una copa y luego volví a la Sourisette. Al bajar por la carretera, vi luces en la casa por entre los árboles.

La casa era mucho mayor de lo que yo me había imaginado desde la carretera; evidentemente, había edificado sobre la estructura original. El viejo corral de la granja se había convertido en un jardín cercado con altos muros; atravesado el jardín se llegaba a la entrada principal, adornada a ambos lados por varias jardineras de piedra tallada en las que crecían diversas plantas rastreras. Un par de faroles eléctricos alumbraban la avenida que llevaba a las puertas de roble tallado. Al resonar mis pisadas en las losas del jardín, un perro empezó a ladrar dentro de la casa. Apreté el botón del timbre y los ladridos se hicieron más fuertes y furiosos. Al cabo de unos segundos, oí la voz de la criada, con su acento del Midi, que le decía al perro que se callase.

Al abrir la puerta, tenía una mano en el collar del perro. Esto me tranquilizó sólo en parte; era una mujer pequeña y el animal era un corpulento Airedale. Volvió a ladrar hacia mí. La mujer le dio un manotazo con aire ausente.

– ¿Monsieur?

– Quisiera hablar con Monsieur Sanger.

– ¿Le espera?

– No. Pero creo que me recibirá.

Le di una de las tarjetas de la oficina.

– Espere un momento, por favor.

Cerró la puerta y yo esperé. Volvió al cabo de un minuto o dos, esta vez sin el perro. Me devolvió la tarjeta.

– Monsieur Sanger lamenta mucho que le sea imposible recibirle.

– ¿Cuándo podrá hacerlo, Madame?

– Monsieur Sanger no desea relacionarse con periodistas -lo dijo en tono vacilante como si estuviera repitiendo una lección mal aprendida-. Lamenta mucho…

Y al mismo tiempo empezó a cerrar la puerta.

– Un momento, Madame. Déle esto, por favor.

Escribí al dorso de la tarjeta: "Para discutir sobre Mr. Patrick Chase", y se la di.

La criada titubeó y volvió a cerrar la puerta.

Esta vez la espera fue larga, pero cuando volvió a abrir la puerta, se echó a un lado para dejarme entrar.

– Sólo unos minutos, por favor. Monsieur y Madame tienen compromisos para esta noche, compréndalo.